Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
En cierta ocasión, no hace mucho tiempo, en la correspondencia escrita con un amigo de colegio -de hace 20 años- tratábamos -no sé a santo de qué- el tema de la comprensión. Yo, en mis líneas, finalizaba mi referencia a la materia con estas palabras más o menos: "Somos humanos y sujetos a los fallos, pero debemos intentarlo día a día hasta que al final llegue el Amor (con mayúscula) que lo abarca todo, también la comprensión". Mi alusión "al final", escribir "Amor" con inicial mayúscula e incluso haciendo una advertencia entre paréntesis, no dejaba ningún lugar a duda: me refería a Dios. San Juan dice que Dios es Amor.
No sé si mi amigo entendió mi escrito, o no. O, se le ocurrió abrir un nuevo tema al hilo de mis palabras. Pasados varios meses, contestaba a mi carta y en sus líneas -para mi sorpresa- el tema del amor ocupaba un espacio importante. Mi amigo tenía reflexiones acertadas sobre el sentimiento amor y especificaba muy bien, haciendo divisiones y subdivisiones: personas, animales y cosas. Sin embargo, en un punto discrepábamos: El definía el amor hombre-mujer como una mezcla de amistad y pasión. Yo le contesté lo siguiente: "Pasión, según el diccionario, es un afecto desordenado. El amor hombre-mujer es un amor especial, con unas relaciones especiales, pero no por ello supone desordenar nada. Y, si se desordena algo, no es amor".
Él -sin reconocer, o no, el error- respondía: "Bueno, el amor es tan grande que jamás nadie ha sabido definirlo".
Tampoco estaba de acuerdo con sus palabras. El amor es tan sencillo que no necesita definición. Si Dios es Amor, el ser humano es un pedacito de amor imperfecto. Por el solo hecho de ser personas sentimos la necesidad de querer y de ser queridos en todas las modalidades del amor, también en el tipo hombre-mujer (el orden, es lo mismo). En realidad, cualquier división sólo sirven para entendernos, pues todo amor que sea amor de verdad, es un amor en la forma humana a imagen del amor de Dios.
Tiene toda la razón un programa televisivo titulado "Lo que necesitas es amor". Les doy la razón en el título. Pero solamente en el título. Hoy, al amor en la modalidad aludida, le conceden importancia a la forma de expresarlo, no a lo principal, que es sentirlo. Yo no me atrevería a pedir una definición del amor hombre-mujer a estos programadores de la televisión: Posiblemente, me recomendarían algún libro sobre prácticas sexuales ignorando por completo la base del amor. No ha de confundirse sexo con amor. El sexo es una parcela del amor hombre-mujer, pero, no todo el sexo es amor. Algunos no quieren saberlo.
El suceso relatado en estas páginas, ocurrió en "el país de la paz". ¡Qué nombre tan bonito el suyo! En esta próspera nación -los países en paz siempre son prósperos- había un monarca muy apreciado por todos sus súbditos. El soberano -que era un genio gobernando- sabía mucho de política, de economía, de ciencias, de leyes, de gobierno y de todo, menos de lo principal en cualquier ser humano, de su familia.
Este rey -muy querido por el pueblo a quien gobernaba- tenía una única hija. La princesa era una joven bellísima. Todas las princesas son bellas, pero ésta de nuestro cuento, tenía una belleza especial: A su encanto físico añadía el pasar del orgullo y la vanidad que podía concederle su alto rango: "El encanto de las rosas / es que siendo tan hermosas / no saben que lo son". (José María Pemán ).
El rey de nuestro cuento, sintiéndose "viejo" (anciano o mayor) -viejos son los trapos, dice acertadamente mi abuela- quiso casar a su hija para, con este casamiento, buscarse un sucesor al trono.
Asesorado por los ministros de su gobierno, al monarca se le ocurrió -sin contar para nada con la princesa- poner un edicto en todas las ciudades, villas y aldeas del reino. El anuncio -de grandes letras- decía textualmente lo siguiente: "Se busca un hombre, un hombre que sea de verdad feliz para casarse con la princesa. Los aspirantes deberán solicitar en el palacio real una audiencia a su majestad el rey".
El proyecto de selección para el alto honor de ser consorte de la princesa, no fue tan fácil de llevar a cabo como el soberano y sus asesores habían imaginado. Cuando el primer ministro entregó al monarca los noventa folios conteniendo las listas de los numerosos pretendientes -no había contado con tantos- casi le dio un ataque: les había por miles. Iba a ser materialmente imposible tener tanta paciencia para escuchar las exposiciones de todos los solicitantes.
Comenzaron las entrevistas en un amplio salón del palacio. Era una sala amueblada expresamente para aquella ocasión. El rey -ayudado por el primer ministro- había simplificado cuanto le fue posible el número de las preguntas preparadas para el acto. Había descartado una docena de los puntos del interrogatorio presentado inicialmente. En el cuestionario definitivo habían quedado únicamente dos interrogantes: "¿Qué es la felicidad?, y ¿eres feliz?". De este modo, el trabajo resultó bastante más fácil y corto de lo previsto en un principio.
El rey se sentó en un sillón a la cabecera de una larga mesa de madera de nogal. Un secretario -con las listas en la mano- llamaba a los solicitantes, que esperaban en el exterior, por riguroso orden y les anunciaba por su nombre y apellidos en voz muy alta. El escribiente siempre seguía la misma rutina. Cuando entraba el aspirante al matrimonio, el rey le hacía una seña con un ligero movimiento de cabeza para indicarle que se acercase a la mesa. Seguidamente, el primer ministro, sin más preámbulo, lanzaba la primera pregunta.
Algunos de los entrevistados no tenían ni la menor idea de la felicidad. Por lo menos, no demostraban saber nada de su porqué. O si tenían claro el concepto -lo dudo- no sabían expresar sus pensamientos sobre el tema. Atraídos por la bonita idea de casarse con la princesa, se habían presentado en el palacio por si por casualidad sonaba la flauta.
Otros pretendientes -los más numerosos del grupo que se había presentado- para contestar a la primera pregunta, comenzaban a enumerar sus fincas, ganados y demás posesiones. El rey -con una decisión muy acertada- les cortaba su palabrería de inmediato. Evidentemente lo expresado por ellos, no tenía nada que ver con la pregunta enunciada. Porque, la felicidad está en el corazón del hombre, no en su dinero.
Unos terceros -más filósofos que los anteriores- para responder a las interrogaciones no se ajustaban demasiado a las cuestiones planteadas y enredaban al monarca con sus obscuras reflexiones. Además cometían la imprudencia de decirse felices. El rey acababa desconcertado ante tanta reflexión oscura. No entendía ni una palabra de las dichas por aquella clase de pretendientes. Hablaban con tanta elocuencia que le dejaban convencido, pero -inteligentemente- se hacía en su interior una pregunta del todo sencilla:
"Si estos hombres ya son felices, ¿entonces por qué quieren casarse con la princesa?".
También -cosa rara- encontró un niño entre los candidatos al matrimonio con la heredera de reino. El primer ministro, al ver la cara infantil del muchacho, lo tomo a broma y lanzó una carcajada. Pero el rey le corrigió. Y quiso escuchar al niño con la misma atención que había prestado a los demás pretendientes. El pequeño hacía dudar al monarca con unos pensamientos muy interesantes y, hasta cierto punto, eran del todo correctos. Decía que él era feliz. Porque la felicidad es propia de los niños. Pues la dicha no cabe en la mente retorcida de los mayores. El soberano dudó un instante, pero se dijo muy acertadamente:
"Cierto, este niño puede tener toda la razón, pero cuando crezca ¿qué?".
En diez días -mucho antes de lo previsto- acabaron todas las recepciones. Entonces, el rey -decepcionado por el resultado negativo de las entrevistas- dijo dirigiéndose al primer ministro que también había formado parte del tribunal:
- Nada. Entre tantos aspirantes no hemos encontrado el hombre feliz que andábamos buscando.
¿Tan difícil es encontrar un hombre feliz...? Ya en la antigua Grecia, el excéntrico Diógenes buscaba -con un farol y a plena luz del día- un hombre con toda la calidad del ser humano. ¡Qué exagerado! ¿O no lo era tanto...?
- Ahora seguimos con el mismo problema de antes, ¿con quién se casa la princesa? -preguntó el rey al primer ministro. Le hizo la pregunta en un tono que parecía ser el ministro quien debiera contraer matrimonio en lugar de su hija a quien -lejos de tratarle como persona con voluntad propia- todavía no había consultado.
Pero... cuando menos se piensa salta la liebre -eso afirma un dicho-: El ministro dijo al rey lo que sabían todos en el palacio, menos él. ¡Así era el monarca de despistado! Le comentó que su hija se veía frecuentemente con un leñador del bosque cercano. Pero, el soberano de estas cosas no estaba informado o, mejor dicho, tenía la cabeza tan ocupada en cómo gobernar con acierto que no se preocupaba de enterarse de las cuestiones familiares.
A iniciativa del rey, repasaron la larga lista nombre por nombre. Buscaban en ella un leñador por si había pasado alguien entre los entrevistados con ese oficio. Pero allí no figuraba nadie dedicado a ese trabajo.
- ¡Eso está muy bien! -exclamó el soberano en un tono que parecía haber visto una luz en las tinieblas-. Manda que lo busquen, y que se presente ante mí. Por no estar en la lista, le daré un punto de beneficio sobre los otros entrevistados, por humildad.
Cuando el leñador compareció ante el rey, le hizo solamente tres preguntas:
- No lo sé -contestó el leñador.
La respuesta, a primera vista, parecía tonta. Era como si el interrogado no quisiera comprometerse respondiendo. Cualquiera de nosotros la hubiera interpretado como una falta de respeto a la autoridad. Pero el monarca -después de haber escuchado a tantos pretendientes presumidos- la encontró muy buena y pensó:
"Quienes son felices de verdad no alardean de serlo. Además, ¿no será mi hija lo que le falta para ser feliz?".
A continuación, le planteó otra cuestión destinada a conocer sus ambiciones:
- Si a mi hija la excluyese de la herencia del reino por casarse contigo, ¿qué sentirías?
- Yo nada -respondió el leñador-, pero ella mucho, porque su majestad es su padre.
También la contestación le pareció favorable al monarca, porque en ella quedaba muy claro: al leñador le importaba la princesa, no su reino. Y finalmente, el soberano formuló la tercera y última interrogación:
- ¿Por qué quieres casarte con mi hija?
- Porque la vida es un camino lleno de dificultades para recorrerlo solo y sin amor -contestó el trabajador del bosque.
De las tres respuestas obtenidas, ésta última fue la que más agradó al monarca. Inmediatamente, el rey llamó a su hija. Ésta -como el leñador- dijo: "¡sí!" Y el soberano concedió a aquel buen hombre la mano de la princesa.
Se casaron. Y en aquel "país de la paz" tuvieron un rey leñador y, sobre todo, feliz. Porque, el amor es una fuerza interior, que no nace del yo ni del tú, sino del nosotros, y da un impulso para afrontar las dificultades de la vida con optimismo...