UN SUEÑO SOBRE LA VIDA

Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

En varias ocasiones, ante la muerte de un ser querido relativamente joven, he oído a distintas personas, entre sollozos, preguntarse en voz alta: ¿por qué? ¿Quién no ha oído esto mismo...?. Sin embargo, por contra a esta actitud de querer obtener una respuesta en momentos de desasosiego, jamás he oído a nadie preguntarse sobre el porqué de la vida. ¿Será una pregunta más silenciosa que la anterior? ¿El interrogante, no es muy parecido?. Si la vida y la muerte son todo lo contrario, a la hora de darlas una razón de ser, ambas tienen idéntico sentido. Así lo dice Octavio Paz: "Si nuestra muerte no tiene sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida".

Y, si los sentidos de ambas, muerte y vida, son los mismos, ¿no será más fácil preguntarse, con la cabeza más despejada, por la razón de la vida que por la de la muerte? ¿O acaso es necesario tener una gran dificultad ante nosotros para que nos hagamos las preguntas? ¿O sería de locos preguntarse en voz alta por el sentido de la vida?



Me habían dicho que la vida era una pasión inútil. Me convencí de esa idea mirando el ejemplo de quienes me lo dijeron. Bueno, son disculpas -como casi todas las disculpas- tontas: para qué voy a culpar a nadie. He de reconocer que el error fue mío, quise vivir así. Y -lleno de confusión- me creí totalmente mis equivocadas tesis.

Fiel a mis ideas -aunque fueran erróneas- puse un cartel ante mi vida. Tenía las letras grandes. Eran de color negro sobre un fondo blanco. En él se podía leer lo siguiente: "Prohibido soñar". No era un simple texto, la indicación era mucho más que una prohibición. Era como el lema de mi vida. Lo único importante para mí era vivir a tope. Algo así como: "¡a vivir, que son dos días!". Y... -con ese pensamiento estaba claro- ¿para qué perder mi tiempo en ilusiones irreales?.

La principal regla a seguir para conseguir este estilo de vida elegido por mí, consistía en no pensar. Eso era fundamental para poder vivir de ese modo. Para lograr mis pretensiones, no me era conveniente dejar un hueco libre para el pensamiento. Ese vacío de la mente es del todo imposible llevarlo a cabo. Pero, yo no sabía de esa imposibilidad, o, mejor dicho, no quería saber de ella. Nadie es tan tonto que no tenga en su cabeza un momento de lucidez para hacerse una reflexión. O, siempre hay un instante de debilidad para entregarse a lo prohibido. Y esto último me sucedió a mí, pensé. Esa era para mí una prohibición, pero lo hice a pesar de las advertencias a mí mismo.

Tras haber pensado, una duda enorme rondaba mi cabeza: Si hacía caso a esas absurdas tesis que me habían guiado para vivir hasta entonces y, por tanto, al indicador de las letras negras: ¿quién era yo?, ¿qué hacía en la vida?, ¿de dónde venía y a dónde iba? ¿por qué vivir y por qué morir?. Busqué en mi mente respuesta a los interrogantes surgidos. No sé qué líos me habían contado del afán de supervivencia de todos los seres vivos. No me era suficiente tal explicación para acabar con aquellas dudas que habían puesto al descubierto mis pensamientos. Ahí está la diferencia del hombre con las demás especies de seres vivos, en el pensamiento. Estaba clara la auténtica razón de no querer pensar, tenía miedo de complicarme con cuestiones confusas para no llegar a una conclusión clara. Así es: con frecuencia, nos es más cómodo seguir el camino sin hacernos preguntas. Esa era la norma de mi vida, no buscarme problemas preguntándome, pero...

Es cierto, no es bueno llenarse de preguntas. Es fácil no llegar a ninguna conclusión con demasiadas cuestiones en la cabeza. Pero, no es posible ver la vida en su plenitud sin hacerse al menos una pregunta. Una sola. Pues, no es la pregunta lo importante, sino la respuesta. Ocurre que la misma contestación es válida para todos los interrogantes que podamos plantearnos en relación con la razón de la existencia. La pregunta es... cualquiera que lleve signos de interrogación en referencia al sentido de la vida. La respuesta coincide con el fin de nuestro caminar y el porqué de vivir, es... Dios.

Ayer vi mi letrero de grandes letras tirado en el suelo. La caída del cartel no fue una casualidad, eso pienso yo: que se cayó por algo y para algo. Lo había derribado el viento huracanado de una noche de finales del mes diciembre. Una noche fría y cálida a la vez, aunque esta contradicción parezca algo imposible. ¿Sería una noche de Navidad? ¿O no hacía viento en aquella fecha y lo derribaron las preguntas que puso en mi mente el acontecimiento celebrado?.

Me apetecía soñar. De repente sentí unas ganas infinitas de ignorar mis prohibiciones. ¿Fue un impulso positivo? El cartel caído aún se podía leer, pero pensé que era buena oportunidad para saltarse las indicaciones que yo mismo había grabado. Mandé al cuerno mis prejuicios. El hecho era como una traición, como un engaño mío a mi propia persona. "Pero... por una vez..." -me dije.

Como había decidido con firmeza, no quise saber nada de las indicaciones del cartel y me puse a soñar:

De pronto -no sé cómo- me vi caminando por un sendero estrecho. Entonces, me dejé influenciar por mi pesimismo habitual y me quejé amargamente de la estrechura de la senda.

Me vi ascendiendo por una montaña empinada. Y protesté en mi interior. Yo -por llevar la contraria a lo natural- hubiera querido que las cumbres -para hacer más fácil la llegada a ellas- habrían estado más bajas que los valles.

Encontré verdor en las plantas a ambos lados de la senda. El color verde de los vegetales me pareció un matiz horroroso. Y me dije: "Si al menos fuera azul, no lo habría encontrado tan feo".

La hierba solamente significó para mí maleza: unos hierbajos que ponían dificultades para caminar por el sendero con la suficiente soltura para no tropezar.

Hasta de los árboles del trayecto tuve una opinión ridícula. Daban sombra y me impedían ver el cielo. Todo eran contradicciones en mi forma negativa de ver el mundo: para mí, el firmamento ni siquiera era azulado, solamente me pareció un conjunto de nada que daba la impresión de tener ese asqueroso color. Y pensé del cielo: "Si al menos hubiera sido verde, lo habría encontrado aceptable".

Soplaba una brisa fresca, pero me pareció un viento molesto.

El trino de los pájaros que encontré por el camino me pareció solamente un ruido incómodo. Pero todas las aves a la vez -como enteradas de mi opinión desfavorable de su canto- decidieron callarse. Entonces, opiné que el silencio era terrible y golpeaba mi cabeza más que cualquier sonido.

Vi la nieve de la cima de la montaña. Y -como siempre- hizo acto de presencia en mi pensamiento mi pesimismo. No la encontré bella por su blancura, sino fría. En contraste con ese frescor, levanté mis ojos hacia el sol y -siempre buscaba un algo negativo- sentí que producía el efecto contrario de la nieve: un calor agobiante. Me enfadé con el astro rey y le reproché por no dejarse ver fijamente sin herir a cambio la mirada.

Descubrí con mi vista ríos y torrentes. Su imagen me pareció ridícula. El agua cristalina me resultó un elemento totalmente incomprensible. Era un líquido transparente que yo ni siquiera llame por su nombre, ni le hallé ninguna utilidad. Corría sin parar. Y me pregunté: "¿A dónde? ¿Para qué? ¡Si tras aquel agua, venía otro agua!".

Las peñas de la montaña me parecieron feas en extremo. Eran completamente peladas, sin ninguna clase de adorno. Por contra a esa apariencia de desnudez, las flores tenían un aspecto horrible. Eran del todo grotescas. Al contrario que las rocas, daban al paisaje una figura demasiado chillona.

Llegué a la cima de la montaña y me senté sobre una piedra para limpiar el sudor de mi frente y descansar del esfuerzo de mi subida. Cuando volví la cabeza y miré hacia abajo, ¡qué maravilla! Me di cuenta de mi falsa perspectiva durante el ascenso. Vi que todo era radicalmente opuesto a como había pensado durante el largo trayecto. La vida era de verdad hermosura: "¡Una inmensa belleza!" -me repetí en mi interior.

Y -después de reconocer mi ceguera y necedad, porque me había empeñado en ver muerte donde había vida- pensé que las palabras del cartel eran una equivocación total. Había que entender todo lo contrario de sus advertencias. Hacía falta soñar para ver desde arriba -desde lo alto- la autenticidad de la vida.

Pero no sé si acabó en aquel momento mi grato sueño. ¿O sólo hubo un pequeño paréntesis de descanso? Seguí soñando. ¿Fue un sueño aparte o una prolongación del anterior? Hallé otra nueva sorpresa cuando volví la cabeza y miré hacia la otra vertiente de la montaña: Vi la vida como un camino. Como en una populosa ciudad y en cruce importante de calles, muchísima gente caminaba sin parar. Yo estaba allí parado en medio de todos los viandantes. Me encontraba como perdido y sin saber qué hacer.

"¿Adónde irán? ¿Quiénes serán? ¿Por qué llevarán tanta prisa? ¿Qué hago yo aquí?" -me pregunté.

Como siempre fui demasiado tímido, no me atrevía a hacer a nadie aquellas preguntas y seguí allí parado. Me sentí como un bicho raro, porque era el único individuo que no estaba en movimiento. Pero alguien, un desconocido, pasó a mi lado, se detuvo, me miró y me sonrió. Su sonrisa me pareció sincera. Y necesitaba de verdad un gesto amable de alguien para sentir confianza en él. Su bello ademán me dio alas. Y de inmediato, me puse a caminar gustoso a su lado. A su segunda sonrisa, me decidí a preguntarle:

- ¿Quiénes son todos éstos?

- Compañeros de la aventura humana -me respondió.

- ¿Y a dónde van?

- A Dios -me contestó.

"¡Qué respuesta más rara!" -pensé... y, a pesar de mis intentos por comprender, esa contestación no cabía en mi cabeza-. "¡Imposible! ¡Si los veo yo!, unos van por aquí, otros por allá. Caminan por cualquier parte. A veces llevan direcciones opuestas. ¡Cómo van a ir a Dios! No lo entiendo".

El amigo desconocido me volvió a sonreír sin detenerse. Era como si se hubiera dado cuenta de mis vacilaciones y quisiera animarme de nuevo otra vez. Interpreté su nueva sonrisa como la concesión de un margen de confianza. Y entonces, aproveché la seguridad que me concedió su amable gesto para exponerle mis dudas sin temor.

El me contestó:

- Tu camino hacia Dios no tiene que coincidir necesariamente con el mío. Ni tampoco tu recorrido ha de ser el mismo de los demás. Por ese motivo, unos van por aquí y otros por allí. Además, a Dios no podemos llegar los hombres. Es Él quien sale a nuestro encuentro. Solamente pide que caminemos hacia El. Por ello, no importa tanto la cantidad, sino la intención.

La misma idea de mi amigo, pero con otras palabras, nos la expresa un escritor de este siglo: "El que busca a Dios, ya lo ha encontrado". (Graham Green ).

Aunque asentí con gestos afirmativos con la cabeza a la explicación recibida, no comprendí nada de cuanto me dijo mi amigo. Porque, para mí, no había ninguna duda, alguien que se había molestado en sonreírme era mi amigo. Pero probablemente no estaba preparado para entender sus palabras. ¿O hay cosas que se creen, pero no se pueden comprender?. Reconozco -eso sí- que las expresiones de mi amigo tenían el don de tranquilizarme. Hubiera hecho cuanto él me mandara. Confieso que me fiaba a ojos cerrados de sus palabras. La verdad, necesitaba confiar en alguien, y él era el único que me había dedicado una sonrisa.

A continuación, me contó que algunos viajaban acompañados. Y ese hecho, pude comprobarlo con mis propios ojos. Me habló después de equipajes. Y sin que le diera tiempo a acabar su frase, me apresuré a contestarle:

- Lo siento, yo no llevo maleta.

- No. No lo sientas -respondió-. Al contrario, viajarás más libre y ligero sin nada.

Al mediodía llegamos a un cruce de caminos. Se detuvo un instante frente a mí y mirándome a la cara me dijo:

- Yo voy por la derecha. ¿Y tú?.

- ¡Ah, como digas! -respondí.

- No. Eres tú quien debes meditar y elegir con sumo cuidado tu propia dirección. De lo contrario, a la noche o mañana puedes sentir que te has equivocado de camino y tendrás que volver sobre tus pasos.

No tenía clara la elección de mi camino y -lo reconozco- tampoco quería caminar en soledad. No me apetecía separarme de mi amigo. Se me hacía triste caminar solo. Por este motivo, decidí acompañarlo. "Siempre hay manera de continuar el camino en solitario, pero el viajero cabal sabe que el camino es vida, y la vida tiene necesidad de la amistad". (Hélder Cámara).

Llegó la noche. Mi amigo pensó -y así me lo dijo- que debíamos descansar. Encontramos un árbol para cobijarnos. Era totalmente diferente a cuantos habíamos visto a lo largo del trayecto. Sus ramas colgaban hasta el suelo. Se parecía a un sauce llorón, pero tenía las hojas más grandes y tupidas que esta bella clase de árboles. El interior -alrededor del grueso tronco- era muy acogedor, tan cómodo como una casa. En aquel momento de mi sueño, la mía a su lado no valía nada.

Nos acostamos en el suelo. Y -cansado de caminar- me dormí enseguida.

Comencé otra vez a soñar. Fue como un corto sueño dentro de otro sueño. Fue menos aventura que el anterior, pero resultó todo enseñanza. No sobraba ni un instante de él. Era tan concentrado como una esencia: Descubrí la alegría de vivir y la amistad como escuela del amor. Pude contemplar el amor, tal y como lo describe San Pablo en su primera carta a los Corintios. Vi también la Navidad, que era el origen de una esperanza que servía de razón para vivir y de luz para caminar. Y me di cuenta que el cielo no sólo estaba más allá de las estrellas. Y es que hasta aquel concreto momento no supe que el cielo tenía el inicio aquí en la tierra.

Me desperté de mi sueño y eché de menos a mi amigo. Entonces, me encontré yo solo. No me encontraba bajo el árbol, estaba de nuevo en la vida. Mi regreso a ella no había pasado por la montaña por donde llegué hasta aquel punto tan agradable de mi sueño. Allí -frente a la vida- aún permanecía en el suelo con las letras hacia arriba mi viejo cartel de contenido horrible.

Sentí infinitos deseos de cambiar el "prohibido soñar" por un "permitido soñar" o "se debe soñar", pero no tenía pintura ni pincel. Decidí esconderlo entre unos matorrales cercanos para que nadie lo viera y pudiera quitarle las ganas de soñar. Pero mejor todavía, se me ocurrió hacer un hoyo profundo en la arena con mis propias manos y lo enterré.

Ahora -después de haber soñado- ya sé lo que es de verdad la vida: La vida es una aventura maravillosa.

La vida tiene mucho de lucha continua como dicen los versos de José María Pemán: "Soy el polvo y el anhelo / puestos en continua guerra /. Soy un poco de tierra / que tiene afanes de cielo". Pues, la vida está llena de contradicciones. Junto a la belleza, hay alegría y tristeza, felicidad e insatisfacción, seguridad e incertidumbre, emoción y pasividad, fortaleza y debilidad, gozo y sufrimiento, luces y sombras, valor y miedo... Pero... todo tiene un final dichoso. Porque, la vida es para nosotros una búsqueda de la felicidad, y podemos ser felices si sabemos compaginar los momentos buenos con los menos buenos, pero la felicidad completa sólo llega a partir del fin. Como en la poesía citada anteriormente, también es una búsqueda con afanes de cielo. Precisamente allí está el final.

Se puede decir perfectamente que la vida es camino, porque en la tierra sólo estamos de paso. Es una esperanza y un fin, Dios.

También la vida tiene algo de sueño, porque es preciso soñar para descubrir su belleza y para tener ilusión para vivir. Es también un misterio, porque por más que nos esforcemos nunca podremos comprenderla, simplemente porque no cabe en la mente limitada de los hombres. En la vida, puede haber un poco de locura y de sinrazón, porque hay que caminar a la luz de la fe. Y la fe no es razón, sino confianza.

La vida, como en los famosos versos de "La vida es sueño" de Calderón de la Barca: Puede ser un poco de frenesí, porque en ella hay locura. Tiene mucho de ilusión, porque es imprescindible para vivir. También contiene sombra, porque no siempre podemos ver las cosas en ella con claridad. Hasta la vida puede tener un poco de ficción, porque a veces puede parecernos irreal. Pero, la vida nunca podrá ser un fracaso constante, ni tampoco una misión imposible. Mucho menos puede ser una pasión inútil, como -influenciado por absurdas creencias- yo había pensado hasta entonces.

¡Ah!, después de haber visto el amor auténtico con mis ojos, aún sigo planteándome una cuestión importante. Si el amor se reafirma con la convivencia diaria, y el amor, como dice San Pablo, no falla nunca, ¿por qué aquella canción dulzona repite una pregunta absurda en su estribillo?: "¿Por qué el amor se va? ¿Por qué el amor se va?".



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