Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
En muchas ocasiones -sobre todo últimamente- me he preguntado algo aparentemente ridículo. Es una pregunta sacada de mi constante inactividad. Me he estado interrogando sobre la existencia del tiempo. ¿Existe el tiempo...?.
Ando muy confuso en el tema. Parece que sí existe. La tierra lleva una cadencia en sus movimientos, de rotación, y de traslación alrededor del sol. Pero... ¿eso no será solamente una referencia para la medida? De todas formas, el tiempo parece algo tan palpable como si no se pudiera negar. Envejecemos y morimos, es cierto. Pero en realidad, no sé si existe o es sólo una percepción. El tiempo se podría contemplar como una medida nuestra más para esta obsesión humana de cuantificarlo todo y hacerlo cifras. Pero, está claro, no se puede medir lo que no existe. De todas formas, ¿el tiempo no será nuestro enemigo en esta vida...?.
Explicaré mi pregunta, porque es bastante rara: Lo cierto es que siempre vamos deprisa, de aquí para allá, sin parar a fijarnos en cuanto sucede a nuestro alrededor. Nosotros justificamos tanta prisa diciendo, no tener tiempo para nada. En realidad, eso es sólo un pretexto tonto. Siempre debemos tener prioridades para nuestras dedicaciones. Visto así, hay tiempo para todo. Si malgastamos el tiempo en cosas superfluas, nos faltará para las esenciales. En cualquier caso, con nuestras prisas queremos comerle tiempo al tiempo para que, después de realizar nuestras tareas, nos sobre algún tiempo libre.
Pero... mal de todas formas. Es tan malo el remedio como la enfermedad. El caso no tiene arreglo... Si unas veces no tenemos tiempo para nada, cuando, por algún motivo, nos sobra tiempo, no tenemos nada para rellenar el tiempo. Matar el tiempo decimos nosotros los hombres. Ese es un auténtico problema. En algunas fases de la vida, eso es mucho más problemático que andar con prisas. Yo he pensado que si encontrase un reloj que tuviera la facultad de reducir los días a cinco horas, lo compraría. También he pensado en un programador, como se programa el video para gravar una película a determinada hora. Me programaría al ir a la cama para no despertar hasta las nueve de la mañana. ¿Sería cosa buena? ¡Qué sé yo! Puede que lo cogiera por manía y, después, me pasase la vida programado.
Parece que he estado haciendo un trabalenguas con el tiempo. Pero... realmente es así, como lo he dicho. En todo caso es un juego de palabras que expresa una realidad tan existente como el mismo tiempo. Por disponer de poco, o por disponer de demasiado, en nuestra vida el tiempo siempre está incordiando.
Esta historia que viene a continuación, está relacionada con nuestra manía de ir deprisa por la vida.
La temperatura matinal, procedente del frescor del rocío mañanero, era la más agradable y apta para el sano ejercicio de pasear. Pensando en ello y buscando un tiempo cómodo para el paseo, salió pronto de casa, antes de que los rayos del sol de mediodía produjesen un calor agobiante.
El itinerario elegido aquella mañana por Jesús para su pequeña caminata, era el camino de la ermita. Esta vía de tierra, a la salida del pueblo, bordea los muros de la iglesia enramados por la hiedra. Después, hace un recodo de noventa grados, como si el camino supiera de geometría y quisiera demostrarlo. Tras el ángulo, el camino cruza el pequeño riachuelo. A continuación, sigue su curso y pasa por delante de la puerta enrejada del camposanto. Y por último, lleva hasta la ermita, donde la vía tiene su final.
Jesús había recorrido muchísimos domingos este mismo trayecto. Tantas veces había pasado por allí, que si cada vez que pasó, hubiera contado una de las piedrecitas del camino, ya habría podido saber su número exacto. Pero Jesús -como muchas personas- no se fijaba demasiado en las cosas que encontraba a su alrededor. Si hacemos una lectura literal de un proverbio chino, así explica la razón: "No se puede caminar mirando las estrellas cuando se tiene una piedra en el zapato". Pero no, no era exactamente eso. Las piedras del zapato pueden ser de muchísimas clases.
Aquel domingo de mayo -sin que Jesús supiera el porqué- su caminar era totalmente distinto a todos los días anteriores. Caminaba lentamente. Miraba con toda curiosidad en torno suyo. Era como si aquel día tuviera la intuición de que iba a encontrar algo extraordinario. Era como si el reloj del tiempo se hubiera parado o funcionara más despacio de lo habitual. ¿Se puede decir que el tiempo tiene un ritmo constante...? No lo sé. No sabría decirlo. Según se mire. El reloj sí, es una máquina que da sus "tic-tacs" con una cadencia invariable. Sin embargo, en realidad, el tiempo unas veces vuela, y otras se nos hace eterno. Al menos, esa es la impresión que las personas percibimos. Mirado de ese modo, la constancia del tiempo dependería del punto de vista. Pero... ¿no son las personas más importantes que los relojes...? ¿Entonces...? ¡Cada vez ando más liado con el tiempo!
Para Jesús, aquel era un día especial. Como si -al contrario que otros días de paseo- aquel, hubiera descubierto en el paisaje una belleza especial y lo estuviera saboreando con más lentitud. Miraba y remiraba.
Jesús bajó por el camino hasta el río y lo cruzó por el antiguo puente de piedra. Esta bonita pasarela -construida hace varios siglos- sirvió tiempo atrás para paso de los vehículos de tracción animal. Hoy está prácticamente en desuso. Sólo la utilizan los peatones para cruzar el riachuelo. Es excesivamente estrecha, de un solo carril. Por este motivo, no la frecuentan las modernas máquinas móviles de motor.
Se detuvo sobre el puente unos minutos. Se quedó mirando al río desde arriba. El agua que corría bajo los dos enormes ojos de piedra del puente fue el principal objetivo de su mirada. El agua siempre es igual, pero siempre distinta, como dijeron los poetas. Allí arriba, se entretuvo unos instantes contemplando a los peces. Estos animales acuáticos parecían buscar la dificultad de nadar contra la fuerza de la corriente. ¿Porque serán tan tercos...? Se respiraba paz en aquel sitio. Sólo el croar de las ranas, formando parte de la naturaleza, rompía el silencio reinante sin afectar para nada a la intimidad de los pensamientos de Jesús.
Siguió caminando. Y de pronto... un poquito más adelante, entre el río y el camino, ¡allí estaba! ¿Era lo que buscaba? ¿Era esa la intuición que le había hecho caminar más despacio de lo acostumbrado? Su vista había quedado completamente sorprendida.
El hallazgo para él era sorprendente, como si la belleza encontrada de repente, fuera totalmente anormal o no pudiera existir. Ante sí tenía una mota enorme de flores con un follaje muy grande: En el conjunto floral había cantidad de malvas floridas. Las malvas tenían un color morado como las violetas. Delante de ellas -de haber estado envueltas, las habrían ahogado- había numerosas y diminutas margaritas blancas. Finalmente a su lado, unos cardos ponían un toque de verdor a tanto colorido.
Tan bonito le pareció a Jesús el paisaje natural, que se decidió a volver a casa a por la cámara fotográfica para dejar recogidas en una fotografía las imágenes. ¡Buena idea! Pensó hacerlo así para que la foto le asegurase en todo momento que lo presenciado aquella mañana fue realidad. De no captar las imágenes, al recordarlas, el paso del tiempo podría haberle dicho que un día tuvo un bello sueño, pero sólo fue un sueño.
De regreso al lugar, ante las flores, Jesús se sintió tan cómodo como un fotógrafo profesional en su ambiente: ¡Una, dos, tres! Se acabó la película, si no se hubiera terminado, habría seguido haciendo fotografías. Resultaba fascinante la práctica fotográfica con un modelo tan bonito.
Después de guardar la cámara de fotos, se quedó ensimismado ante la vista de tanta belleza. Tanta fue la fascinación producida por las flores, que se olvido de pasar por el cementerio como había previsto al salir de casa. Tanto fue el embeleso, que no recordó su intención de llegar hasta la ermita y dirigir una mirada a S. Roque a través del ventanillo de la puerta. Tan distraído permanecía ante tanta hermosura hallada, tan absorto estaba en sus pensamientos, que debió levantar la voz sin darse cuenta. Y las flores -siempre atentas a los comentarios de los transeúntes- viendo la predisposición de Jesús a oír sus palabras, le contestaron.
Después de la respuesta de las flores, siguió el diálogo entre ellos con una pregunta de Jesús:
- ¿Cómo este año estáis aquí todas juntas a la orilla del camino?
- Siempre hemos estado aquí todas juntas y en el mismo lugar. Tú, como muchas otras personas, no te habrás parado a mirarnos. Todos los años florecemos con la llegada de la primavera.
Nos secamos con el calor sofocante del verano y, entonces, caen al suelo nuestras semillas. Reverdecemos ligeramente después con las lluvias y las temperaturas benignas del otoño. Y permanecemos como dormidas ante los fríos y heladas del invierno. Hasta la próxima primavera, que es cuando las semillas fructifican, y vuelve a salir la flor.
Jesús se reprochó ante aquellas flores tan bonitas no haber llevado sus ojos más abiertos para mirar a su alrededor. Con esta buena práctica, habría encontrado la belleza de la vida que en todo momento tuvo -todos tenemos- tan cerca. A veces, la consideramos tan normal, que ni siquiera la apreciamos. El sol, el aire, el agua... como son tan naturales... como no nos faltan cada día... nos parecen pequeñeces sin importancia. No apreciamos su valor. No estimamos la auténtica valía de las cosas cuando las tenemos, sino cuando nos faltan. Pero Jesús, en aceptar su error fue más lejos de quedarse en la naturaleza: se echó en cara no haber fijado su mirada en el corazón de los demás hombres que diariamente -como todos los demás- hallaba en su camino. ¿Es cosa de la prisa? Sí, pero no del todo. Con demasiada frecuencia, cada uno de nosotros nos creemos el centro de Universo. Nos sentimos tan importantes como si todo y todos, girara y debiera girar en torno nuestro. El poner los ojos en exceso en nosotros mismos, nos impide ver a los demás en su auténtica importancia. Nadie puede vivir para sí solo, ni nadie puede vivir como si pensara que los demás viven para él.
Avergonzado por la actitud negativa que había puesto al descubierto el hermoso hallazgo, quiso prometer ante las flores que cambiaría, pero no se aventuró a efectuar tal promesa. No se atrevió, porque sabía muy bien que cambiar en esta vida no es tarea fácil, y las promesas se hacen para cumplirlas, no para quedar bien. Así se lo explicó a las flores, y ellas lo entendieron perfectamente.
Desde aquel día de mayo, cuando pasa por allí, en cualquier estación del año, antes de levantar sus ojos, las flores, aun cuando están casi destruidas por las heladas del invierno, le saludan:
- ¡Hola, Jesús!