Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
En la vida, a veces -casi siempre- los sucesos ocurren sin saber darnos a nosotros mismos un porqué. Y, si los "porqués" existen, no son satisfactorios, siempre nos llevarán a plantearnos otro "por qué" más. Resulta curioso que, cuando los hombres creemos saberlo todo de la vida, no sabemos lo más elemental. No sabemos darnos una explicación suficiente a los acontecimientos que nos ocurren, ni mucho menos, a los "porqués". Suceden... sin más. Pero hay más todavía, ni siquiera entendemos bien nuestras propias reacciones cuando ellas intervienen en esos sucesos que nos tocan directamente. ¿Por qué yo... hice esto, o no hice lo otro?.
En televisión, un mendigo, con la calle por toda vivienda, daba esta explicación al porqué de su situación: "Nunca se sabe. No sé si fue mala suerte en la vida, malas decisiones mías, la sociedad que es injusta, o las falta de ganas de salir del bache donde te has metido. Nunca se sabe. De todo un poco".
Cualquier respuesta hallada a los sucesos estaría incompleta. Incluso, una respuesta basada en las creencias -la única válida- pasaría por una confianza en un Ser Supremo y, por tanto, no llegaría a ser una contestación razonable para la mente del ser humano.
¿Existen los milagros? Yo creo que sí. La vida misma es un milagro. ¿Pero qué es un milagro? El diccionario de la Real Academia lo define así: "hecho sobrenatural debido al poder divino". El diccionario de sinónimos lo empareja con: fenómeno, maravilla, portento, prodigio. Está claro que el hombre en la vida hace cuanto le es posible. ¿Pero quién hace lo imposible...? ¿Quién hace crecer las cañas del cereal y formarse las espigas...? Nosotros, los labradores, abonamos la tierra, depositamos el grano, lo tapamos como mejor sabemos y, luego, nos marchamos a casa. De cosas similares está la vida llena. Yo, con certeza, no sé si existen los milagros. No acierto a definirme. Pero algo habrá, porque yo no entiendo la vida ni creo que nadie la entienda lo suficiente para poder darnos una explicación con meridiana claridad.
Volviendo a la espiga, ¿nos vamos a contentar si nos dicen que todo es ley de vida, que, regado por la lluvia, el grano germina y da fruto? Y, diríamos que el grano germina cuando quiere, pues, no todos los granos germinan. Que la lluvia viene cuando la da la gana. Y, que de fruto, unas espigas dan 6, otras, 12 y otras 24. ¿O... existe una Providencia que lo controla todo...? Yo soy creyente.
De todas formas, nos podríamos quedar haciéndonos preguntas para hallar las circunstancias. ¿Y por qué ese grano, que hoy sembramos, no se cayó de su espiga cuando aquella tormenta, como su hermano? ¿Y por qué no le tiro con la paja la cosechadora, como al vecino? ¿Y por qué no le partieron los trillos de la máquina, como al compañero? ¿Y por qué hoy llueve y mañana, no? ¿Y por qué aquí apedrea y 200 metros más allá, no? ¿Y por qué esa espiga crece 30 centímetros? ¿Y por qué aquella está enferma? ¿Y por qué a la de más allá la arrancó el viento? ¿Y por qué a la otra se la comió la parpaja? ¿Y por qué...? ¿Y por qué...?
- ¡Vete al cuerno! -me dijo una vez mi abuelo cuando era niño-. ¿Cuándo te vas a cansar de hacer preguntas?
Carlos tenía 28 años de edad. Estaba soltero. Trabajaba de albañil en una importante constructora de la ciudad. Y vivía en el domicilio de sus padres. La relación mantenida entre Carlos y su padre, no era nada buena. Su padre era tan cabezota como él. "De tal palo, tal astilla" -afirma con razón un dicho. En todo momento, ambos querían imponer sobre el otro sus pareceres. Esta actitud mutua provocaba a diario una falta de entendimiento. Prácticamente, la convivencia en casa se había convertido en un continuo altercado de palabras. Las discusiones de Carlos con su padre eran muy frecuentes. Demasiado. Un día después de una de ellas, Carlos hizo las maletas y se fue sin despedirse. No sólo se marchó de la casa de sus padres, sino también de la ciudad.
Habían pasado desde aquel incidente de la marcha casi cuatro años. A Carlos y a su padre parecía no importarles la situación de la separación. Por su forma de ser, los dos harían cualquier cosa por no ceder. Ninguno de los dos darían marcha atrás en sus decisiones, no cedería al otro ni siquiera un sólo centímetro. ¡Cómo iban a disculparse sin contradecir su carácter! ¿Quién se atrevería a pedir disculpas el primero? Ese era y es el quid de la cuestión, no sólo de Carlos y de su padre, sino prácticamente de todo el mundo.
¡Ay, pedir perdón! ¡Qué difícil lo hacemos! ¡Cuánto nos cuesta! Es como si un "gracias", o, por el contrario un "lo siento" nos descalificara en lugar de ponernos una nota de buena educación. Si está buena costumbre se ejercitara más en el mundo, otro gallo nos cantaría. Porque pedir perdón es signo de humildad. Y precisamente el hombre necesita de esta virtud para caminar por la vida respetando en todo momento la opinión de los demás. En la actualidad pedir perdón parece una práctica caída en el olvido.
Pero ese disgusto no era solamente un problema de ellos dos. Había en el enojo de los dos enfadados una victima totalmente inocente. Era Doña Teresa, la madre de Carlos. Durante años, había soportado las luchas diarias entre su familia sin demasiadas quejas, pero la ausencia de su hijo era mucho peor que la situación anterior. Ni sus continuas oraciones le habían devuelto a su hijo. La oración lo puede todo y nunca vuelve a nosotros de vacío. De eso y de que se nos escucha, podemos estar seguros. Aunque... eso sí, debemos tener bien claro que no vuelve exactamente como nosotros quisiéramos. Es muy sencillo de comprender el porqué de esta aparente negativa de Dios: Él no puede ser un juguete en nuestras manos que satisfaga todos nuestros caprichos. ¡Si los hombres, muchas veces, no sabemos lo que queremos, como vamos a saber lo que de verdad necesitamos!.
En cuatro largos años de ausencia -el tiempo de espera siempre es largo- Doña Teresa no había recibido una sola noticia de su hijo. "Si por lo menos me escribiera una carta, unas simples líneas, cuatro letras para decirme que está bien" -pensaba.
La incertidumbre de Doña Teresa respecto a Carlos era mucho peor que cuando a diario tuvo que hacer de separación entre su marido y su hijo. Siempre sucedía lo mismo tras aquellas peleas de palabras. Ambos terminaban culpándole de todo. Tenía que cargar con las palabras de uno y de otro. Y la historia concluía siempre con el mismo final: sus lágrimas. Pero el silencio era todavía peor.
En apariencia, Carlos estaba lejos de la ansiedad de su madre. Pero... yo no creo que fuera totalmente ajeno a las preocupaciones de ella. Entonces, ¿por qué no escribía? No lo sé. A veces, confundimos sentimientos. En ocasiones, posible que a veces nos cerremos a ver la existencia de soluciones. Tal vez quiso creer que era mejor así y se lo dijo a sí mismo. Se equivocaba. Probablemente no lo sabía, o no admitía su error por obstinación. En algunas circunstancias, el alma humana no sabe darse una razón en lo más fácil. Mucho menos, podemos dar una explicación con un mínimo de acierto quienes buscamos la causa de un proceder desde la parte de fuera.
Desde que se fue de casa, Carlos residía a cientos de kilómetros de su familia, en una ciudad donde había hallado un nuevo trabajo. Vivía en un piso alquilado a partes iguales con otros cuatro compañeros.
Ante la llegada inminente de la Navidad, los cinco amigos hablaron de sus proyectos para Nochebuena. Dos de ellos, aunque residían en distinta población, la pasarían reunidos con sus respectivas familias. Los otros tres, se quedarían en el piso alquilado y harían esa noche una buena cena, después un poco de televisión, y finalmente a dormir. Como una sombra planeaba sobre sus cabezas la infeliz experiencia del año pasado: La tristeza y la soledad en los días de Navidad siempre se sienten más que en otras fechas del calendario. ¿Por qué será? ¿Porque son festividades para alegrarse con los seres queridos? ¿Porque son días para sentir el amor? ¿Porque la existencia de este sentimiento donde mejor se halla es en el calor familiar? La familia es una comunidad de amor donde se da todo a cambio de nada.
Luis era el más joven de los compañeros de vivienda de Carlos. A diferencia de Carlos, Luis no tenía familia. Sus amigos eran su familia. Se encendió una luz en su cabeza y brilló una idea en su mente para celebrar la Navidad. A él, el plan le pareció magnífico. A todos nos parecen buenas nuestras ideas. ¡Faltaría más! La víspera de Nochebuena -a la salida del trabajo- se pasó por la carnicería cercana y ejecutó su proyecto: compró un lechazo. Al regreso a casa, los demás compañeros -como si despreciaran el obsequio- casi le trataron de loco.
- ¿A quién se le ocurre?, un cordero para tres. ¡Qué barbaridad! No lo ves tú, ¿o qué? ¡Tú no andas bien de la cabeza! -le reprochó Carlos.
- ¿Quién lo va asar? ¡Nosotros no tenemos ni idea! ¡Qué ganas de buscarse complicaciones! ¡Lo que no se te ocurra a ti...! -le dijo Manolo.
Y, no contentos con tantos reproches, volvieron otra vez a la carga:
- ¡Allá te las compongas! ¡Haz lo que quieras!, pero con nosotros no cuentes.
- Tú que te has liado, te deslías.
"¡Vaya problema!" -pensó cuando acabaron con sus regañinas-. "¡Cuánta imbecilidad!. ¡Es mejor echar la carne a la basura que tratar con necios!".
Luis sabía freír y guisar la carne, pero no ponerla asada. Finalmente y como único recurso, a Luis se le ocurrió preguntar a su vecina Doña Adela:
- ¿Cómo se asa la carne?
- ¿Qué carne? Según... -respondió ella con otra pregunta-. ¿Un pollo?
- No la carne... de cordero... -contestó sin decisión.
Y Luis tuvo que contarle toda la verdad.
Tras una leve sonrisa, Doña Adela le dio una palmadita y le contestó:
- Anda, tráemelo. Ya te lo asaré yo.
"Vaya alivio" -se dijo Luis.
Como es natural, Doña Adela le contó toda la historia de la preocupación de Luis a su marido. El matrimonio no tenían hijos y pasarían solos la Navidad. Por esta razón de soledad, decidieron pedir a los tres jóvenes que pasaran la Nochebuena en su casa con ellos.
En aquel piso común de los jóvenes -muy democráticos- las decisiones importantes se resolvían por votación. Luis -el causante del enredo- tenía miedo de que la velada no saliera bien, pero reconocía estar en clara deuda con Doña Adela y tuvo que dar una respuesta positiva. A Manolo -desde un principio- la idea le pareció magnífica y se apuntó a celebrar la reunión. Y Carlos -como de costumbre, y por su forma de ser, siempre discordante con la opinión de los demás- no se decidió por ninguna opción y se abstuvo.
Puntuales, los tres jóvenes acudieron a la cena a la hora convenida. La sopa del primer plato estaba deliciosa. El cordero -que compró Luis y asó Doña Adela- tenía un sabor exquisito. Y el vino -adquirido para la ocasión por D. Ángel- no desentonaba de la excelencia de los demás alimentos del banquete. Pero, había algo raro en el ambiente. Ni siquiera el dueño de la casa se atrevió a bendecir la mesa como acostumbraba. Tenía miedo a contrariar a los invitados. También los convidados tenían sus reparos a la hora de actuar. Nadie se arriesgaba a hablar por temor a meter la pata con sus comentarios. Luego, se fueron sintiendo más a gusto y con el tiempo perdieron la timidez inicial. Encontraron para el inicio de la charla varios temas superficiales, como el fútbol y la política. Poco a poco, se fue animando la noche.
Acabó la cena. Se quedaron de sobremesa debatiendo entre el humo de los cigarros los diferentes temas que salían en la conversación. Doña Adela, con toda la buena voluntad, sin decir nada, se retiró a la cocina para dejar más libertad a los hombres para elegir los asuntos a tratar.
Los brindis, el vino, el cava, el café, el puro y los distintos licores, fueron caldeando el ambiente de la reunión. Y... sobre todo cargaron la cabeza de Manolo, que había bebido demasiado. Hablaba y hablaba sin parar. De pronto, se puso de pie, levantó la copa y brindó por su mujer y sus hijos. Como si se avecinara una tormenta de origen desconocido, Luis y Carlos se miraron sin atreverse a pronunciar palabra. Allí, Manolo les contó lo mismo que tantas veces les había dicho a ellos solos en el piso común. Pero esta vez, la historia fue todo al revés. Era como si el alcohol ingerido le hubiera cambiado las ideas. Ahora -entre sollozos- se reconoció el único culpable del fracaso de su matrimonio. No había ninguna duda. Su llanto no dejaba entrever ni la más mínima sombra de recelo sobre su sinceridad.
Aquel desagradable incidente acabó con la, hasta entonces, amena velada.
Ya en su piso -acostado en su cama- Manolo lloraba sin parar. Luis parecía asustado por todo lo sucedido y permanecía callado y cabizbajo sentado sobre una silla. Sólo Carlos se atrevió a intentar acallar y consolar al compañero. Al final, Manolo se tranquilizó, dejó de llorar y se quedó dormido. Todo se tornó silencio. Con frecuencia huimos de esta paz sin ruidos, pero casi siempre es necesaria para meditar y sacar la conclusión adecuada en cada momento. Entonces, cada uno se quedó a solas con sus reflexiones. Y por fin el silencio dio su fruto. Carlos rebuscó en su cabeza aquel número de teléfono que nunca había olvidado. Y se decidió a llevar a cabo aquella acción que en cuatro años nunca se atrevió a realizar. Salió al pasillo, descolgó el teléfono y llamó a su madre.
¿Quién dice que los milagros no existen? ¿Acaso no es la vida misma un milagro...?.