LA NEVADA

Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

En algunas ocasiones, la vida nos guarda grandes sorpresas. Nunca sabemos lo que va a pasar. Basta que ocurra un acontecimiento -aparentemente o no, insignificante- para cambiar nuestra visión del mundo. Hay sentimientos a los que nos creemos inmunes, y... de repente... ¡zas! ¿Y por qué ocurrió ese cambio en nuestro interior...?. No se puede responder a esa pregunta de una manera satisfactoria. Nadie, por mucho que se esfuerce, se podría dar una explicación suficiente. ¡Casualidades! ¿Casualidades...? Mirado así... Es cierto, se podría buscar con demasiada facilidad una causa en las circunstancias que intervinieron en el proceso de transformación. "Si yo hubiera... si yo no hubiera... si él hubiera... si ella no hubiera... si no hubiera pasado esto... si no hubiera pasado aquello... si... si...". -podemos decirnos.

¿Pero sería válida esa respuesta? No, no sería válida. ¿Acaso las circunstancias no ocurren también? Pues volveríamos a plantearnos otra serie de hipótesis para dar respuesta a las circunstancias. Y, otra para buscar las circunstancias de las circunstancias. Y así podríamos seguir de un modo interminable hasta no llegar a ningún sitio.

En resumen... para hallar el porqué de encontrar, o no, estas situaciones clave en nuestro camino de vivir, no creo que exista ningún motivo que sea razonable. Por lo menos, no creo que haya razón con la fuerza suficiente para dejar mínimamente satisfechas nuestras ansias de preguntas.

Los acontecimientos que nos producen esas clases de cambios en nuestra vida -si no les queremos buscar una razón basada en la confianza, más allá de las estrellas- suceden, sin que haya más explicación.



La nieve en algunos sitios es bellísima y una satisfacción para la vista por poner con su blancura una nota alegre en los paisajes. ¡Es todo un hermoso espectáculo ver nevar! En otros lugares -y sin quitar nada a su belleza- la nieve es demasiado dura y se convierte en un obstáculo muy grave para desplazarse. En estos últimos sitios, se ve la nieve con cierto reparo, preocupación y temor.

Esto último relatado, ver la nieve con temor, pasaba en los pueblos de alta montaña donde estaba destinado de médico D. Fernando. La excesiva altitud de la comarca era favorable para las nevadas intensas y duraderas. Y la nieve -sin dejar de ser bella- tenía efectos negativos y ponía graves dificultades para poder transitar por las vías de comunicación. Las malas carreteras y la despoblación de la zona hacían de la nieve un fenómeno en ocasiones temible. Y más miedo aún causan las nevadas a quienes tienen la necesidad de viajar con esas condiciones atmosféricas.

D. Fernando era un buen médico y como hombre no era menos su calidad. ¿O hay que invertir el orden de los términos de mi frase anterior...?. Creo que sí: Para ser un buen profesional, hay que ser primero buena persona.

A D. Fernando le había correspondido quedarse de guardia con una compañera de trabajo la tarde de Nochebuena. Aparentemente, éste era un contratiempo para cualquier persona. Pero, a él no le importaba lo más mínimo aquella circunstancia. A él, la festividad de la Navidad le decía muy poco. Era de esas personas que por comodidad o por conveniencia o -sobre todo- por pretender algo imposible, ver a Dios con la razón, ni creen ni no creen en Él. Simplemente no pueden entender. Y, por esta dificultad de comprensión, abandonan el intento de preguntarse. Ni creen, ni tampoco niegan. Se llaman a sí mismos agnósticos. A veces, la cabeza del hombre se cree tan grande que no admite cuanto no quepa en ella.

Sobre la guardia de Nochebuena D. Fernando pensaba: "Total... para cenar con mi madre... ya lo hago todos los días...".

Peor le hubiera caído si la guardia le hubiera correspondido en nochevieja: "Me habría fastidiado -pensaba- la cena prevista con los amigos".

Desde la noche del día 23 había estado nevando copiosamente. Por esta circunstancia meteorológica, las carreteras estaban impracticables.

Las guardias siempre las hacían dos médicos. En su práctica, acostumbraban a hacer una salida cada uno cuando había avisos urgentes. Mientras el uno atendía los avisos de urgencia, el otro permanecía en el consultorio para atender las consultas cuando el paciente podía desplazarse hasta las dependencias médicas. De esa forma, nunca dejaban el establecimiento médico desatendido. D. Fernando ya había hecho una visita aquel día.

A media tarde llegó al consultorio Félix, un conocido de D. Fernando.

- ¡Hola Félix! ¿Cómo por aquí? -le preguntó.

- Mira, que mi mujer va a dar a luz. No hemos podido acudir al hospital por la nieve. Mi madre decía que no era para tanto, que tener hijos es algo natural, no es ninguna enfermedad. Pero... ahora me ha dicho que avisase al médico porque algo no va bien.

- ¡Ya voy yo... que tengo mejor coche! -dijo a su compañera de guardia, sin mediar un instante para pensarlo.

- ¡Gracias! -contestó ella, también de inmediato.

- ¿Vienes? -le preguntó a Félix.

- No. He venido con un caballo. Además por mi camino sólo hay 9 Km., tú por carretera tendrás 23.

Cogió rápidamente el maletín. Su colega lo acompañó hasta la puerta de su todo terreno y se despidió de él diciéndole:

- Ten cuidado.

Los copos caídos por la mañana habían sido de un tamaño considerable. Y se habían depositado con un reparto muy igual en el terreno. Sin embargo, ahora, tras una bajada acusada de la temperatura, los copos eran diminutos. Apenas nevaba, pero podía decirse, sin temor a equívocos, que el tiempo había empeorado. La nieve caía entre mucha tormenta. El fuerte viento levantaba del suelo parte de la precipitación caída con anterioridad. El limpia-parabrisas del vehículo no podía con toda la nieve que la ventisca lanzaba sobre la luna delantera. Por esta razón adversa, la visibilidad para conducir no era nada buena.

Según se iba incrementando la altitud del terreno, la capa de nieve era mayor, y el viento -que soplaba a ráfagas- se encargaba de repartirla con desigualdad sobre el suelo. Aminoró la marcha, porque el vehículo ascendía por la ladera con mucha dificultad. Y de pronto, lo peor... ¡zas! D. Fernando casi contaba con ello. No lo había admitido en su interior por no hacer de pesimista, pero lo presentía. El coche se había quedado atascado, no iba ni hacia delante ni hacia atrás. Aunque forzó al máximo y repetidamente el motor del vehículo, no le fue posible salir de aquel atasco. Apartó la nieve de las ruedas con sus manos, pero la tarea resultó infructuosa, apenas avanzaba 20 centímetros. Lo intentó de nuevo, pero fue inútil. Sin duda, el caso era para ponerse de mal humor.

- ¡Mierda! -dijo en voz alta mientras malhumorado daba una patada a la rueda delantera del automóvil-. ¡Por aquí no hay ni pájaros!

Había pasado por aquel paraje cientos de veces. El pueblo más cercano, según sus cálculos, distaba tan sólo dos o tres kilómetros del lugar del incidente. Estaba seguro de que por aquella carretera y en aquellas circunstancias tan difíciles, no pasaría nadie para ayudarle.

"Si me doy prisa -se dijo-, llegaré al pueblo antes de anochecer".

Fiel a estos pensamientos, se puso la gabardina, cogió el maletín y se fue andando. Encontrar personas en una población con veinte casas -aunque casi todas fueran ruinosas- y con solo cinco habitantes, no es tarea fácil. ¿Quién será el culpable de la razón del abandono de los pueblos...? Sin embargo, él sabía donde vivía uno de los dos vecinos. Había visitado a su hija en el mes de octubre por hallarse enferma de anginas. Llamó con fuerza a la puerta de la casa y no obtuvo respuesta a su intensa llamada.

Un perro de gran tamaño ladraba con voz bronca mientras, amenazante, tiraba cuanto podía de la cadena que lo sujetaba atado a una caseta de ladrillo rojo. Otro perrito, muchísimo más pequeño que el anterior, suelto, y de ladrido más agudo, pretendía agarrarle los pantalones con los dientes. Mientras tanto y para evitar ser presa del perrito, D. Fernando trataba de asustarlo. Para intentar amedrentarlo, le lanzaba de vez en cuando alguna patada que nunca daba en su objetivo. No acertaba a golpearlo, porque el animal ponía en marcha sus buenos reflejos para esquivar los golpes.

"¡Como si en este maldito pueblo fantasma sólo hubiera perros en lugar de hombres! -pensó malhumorado".

Por fin, le tranquilizó el sonido de una voz humana a sus espaldas:

- ¡Hola Doctor! ¿Qué hace por aquí con esta tormenta?

- ¡Hola Agustín! Ya ves, cosas del oficio -respondió el doctor mucho más tranquilo.

- Estábamos ordeñando las vacas -se explicó Agustín- y llegó la niña asustada diciendo: - "¡Que hay un hombre!". Comprenderá el miedo de la pequeña: no es corriente hallar una persona por aquí y menos con el tiempo tan difícil que tenemos.

- Tengo un aviso urgente en el pueblo de al lado -dijo el doctor para justificar su presencia-, y mi coche se ha quedado atrapado por la nieve en la carretera.

- Ya le llevo yo -se prestó amablemente Agustín-. No creo que haya por el camino montones de nieve para impedirnos el paso. Hasta el amanecer ha nevado mansamente, después se ha desatado la tormenta. Ahora tengo un "doble tracción". ¡Espere, que cojo una pala!.

El garaje donde Agustín guardaba el tractor apenas distaba cien metros de la casa. Mientras recorrieron la corta distancia, comentaron las inclemencias del tiempo. Llegaron. Las dos hojas de la puerta metálica abrían hacia afuera. Para poder abrir Agustín tuvo que limpiar con la pala la nieve que el viento había amontonado contra la puerta de entrada. Luego, para mantener las puertas abiertas sin dejarlas a merced del viento, las sujetó con dos gruesas piedras. Después, subieron al tractor.

Anochecía. Ayudado por la tracción delantera, el vehículo de grandes ruedas, se abría paso con facilidad sobre la nieve. El conductor encendió las luces de tractor. El espectáculo -si no fuera por las dificultades que causaba la nieve- parecería aún más bello que con luz natural. Es como para ponerse a soñar. La precipitación, al contacto con la luz artificial, se convertía en una vistosa lluvia multicolor. Cual si detrás de cada copo, la imaginación pudiera adivinar una figura. El primer y único problema del trayecto, llegó en la carretera. Sucedió cuando el tractorista quiso acelerar la marcha aprovechando el mejor estado de la vía. A causa de la velocidad, el limpia-parabrisas no limpiaba suficientemente. La visibilidad para conducir era mala. Entonces exclamó el maquinista:

- ¡Lo que nos faltaba!. Tápese el rostro, porque aumentará el aire.

Con una pequeña maniobra delante y otra detrás -sin detener la marcha del vehículo- dejó abiertas ambas ventanas. Por esta circunstancia, la corriente de aire y nieve de la tormenta, favorecida por la velocidad del tractor, hacía penosas las condiciones en el interior de la cabina. Pero en pocos minutos concluyó el viaje, y llegaron a su destino.

- ¡Hola Doctor! ¡Hola Agustín! -saludó Félix que ya había llegado a su casa hacía tiempo y, alertado por el ruido del tractor, había salido a la espera-. ¡Vaya tiempo!

- De perros -contestó Agustín sin parar el motor del vehículo.

- ¡Gracias! -intervino el doctor dirigiéndose a Agustín.

- De nada. Para eso estamos -dijo el tractorista-. Me voy. Tengo las vacas a medio ordeñar. Ya volveré dentro de un par de horas o tres por aquí otra vez.

- ¿Por qué no esperas un poco por si hay que acudir a la farmacia? -pidió Félix.

- De acuerdo -respondió Agustín.

El médico, después de reconocer a fondo a la paciente, llamó con una seña aparte a Félix.

- Escucha atento cuanto voy a decirte porque es muy importante: Hace algunas horas que tu mujer debiera haber dado a luz, pero hay serias y graves dificultades. Habrá que pedir una ambulancia para que la atiendan en el hospital.

Entre los tres decidieron que fuera Agustín quien bajara al teléfono del pueblo principal. En una cuartilla de papel, el médico escribió unas instrucciones para el Centro Médico.

- Dale mi nota a mi compañera de guardia, y ella se encargará de telefonear al hospital -dijo D. Fernando.

- A la vuelta, te puedes quedar en tu pueblo a ordeñar las vacas -indico Félix a Agustín, mientras este último subía al tractor.

- No es necesario que vuelvas. Hasta que no llegue la ambulancia voy a quedarme aquí -añadió D. Fernando.

Esperaron durante cuatro horas. Pasado este tiempo, el médico no creyó oportuno esperar más y comenzó una charla con Félix:

- Mira Félix, sabes como están las condiciones atmosféricas. No tengo completa seguridad de que la ambulancia llegue a tiempo. Habrán pedido un helicóptero para poder llegar hasta aquí y tal vez esperen a que pase la ventisca. Cuando mejore el tiempo... podría ser demasiado tarde...

En aquel momento, el médico hizo una corta pausa... Fue un momento de silencio destinado a que Félix asimilara la gravedad de sus palabras. Y luego, siguió otra vez hablando:

- Tenemos otra posibilidad, sería intentarlo nosotros y... ¡que sea lo que Dios quiera...!

Apenas por cinco segundos quedaron cortadas las explicaciones de D. Fernando:

- La solución más cómoda para mí como médico no es ésta. Pero el tiempo... Como bien comprenderás, esta situación es mucho más comprometida que redactar un informe para el hospital. Pero... no tenemos la seguridad de la llegada de la ambulancia y, al menos, tengo la obligación moral de exponerte el caso y pedir tu autorización para intervenir.

Tras un corto instante de silencio... llego el final de la exposición:

- ¡Tú dirás!

La decisión, casi inmediatamente, estaba tomada:

- ¡Dios... estará con usted! -respondió Félix en un tono entrecortado e inseguro, no por la confianza en el médico, sino por la dificultad de la situación.

Las dificultades no fueron fáciles para nadie y menos aún para la madre. A la una de la madrugada, nació una niña. El médico aún temía por la salud de la paciente. Por esta razón, se sentó en una silla ante la cama de la enferma. Allí, permaneció varías horas observando. En ese tiempo, ¡tantas cosas pasaron por su cabeza!: Se sintió -y más que sentir fue como si lo viviera con intensa emoción- inmensamente feliz de ser médico, de estar allí, de haber ayudado a los demás. Vio el agradecimiento en la dulce y agradecida mirada de la madre. La mano de Félix apoyada sobre su hombro la sintió como una gratificación. Notó que, sus ojos se humedecían, un escalofrío recorría toda su piel, sus cabellos se erizaban ligeramente y su corazón palpitaba más deprisa de lo normal cual si quisiera salirse del pecho. Sintió que Dios, estaba en la niña... y en su madre... y... también, también en él. Y sin ningún recato pronunció en voz alta dos únicas palabras:

- ¡Dios mío!

Estaba amaneciendo. D. Fernando, después de tomar la temperatura y el pulso a la paciente, respiró tranquilo por fin. Entonces, se dirigió pausadamente a la ventana a mirar el estado del tiempo. Junto a él acudió Félix. Se acercó pidiendo una explicación con una pregunta en la mirada.

- Todo ha pasado -contestó el médico entendiendo la demanda sin palabras de Félix.

- ¡Gracias!

- Sigue nevando -comentó D. Fernando.

- ¡Déjelo! ¡Ahora si quiere que caiga una nevada de alta como de larga!.



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