Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Se dice... -y es la verdad- que no damos el justo valor a las cosas cuando las tenemos, sólo las valoramos en su justa medida cuando nos faltan. Por ese motivo señalado en la frase impersonal de "se dice", no concedemos el valor que debiéramos a -algo que lo es todo en la vida del hombre- la familia. Dentro de la familia, concretando más, en esta historia me voy a referir a la madre. La madre nos amó antes de nacer, antes de saber siquiera cómo éramos, nos amará durante la vida y, si se da esa casualidad, nos amará también después de nuestra muerte.
En no pocas ocasiones, cuando pretendemos dar a la familia la validez que se merece por el cariño que nos tienen, nos falta. Ya es demasiado tarde. Sin embargo, hay momentos en la vida de todo ser humano para darse perfecta cuenta sin llegar al limite final: Cuando nos sentimos humillados y olvidados por el mundo, sólo la familia -aunque sea con sus fallos, porque también son humanos- permanece a nuestro alrededor. Sólo entonces, comprendemos el auténtico valor de esos seres queridos que están contigo sin pedirte nada a cambio, y cuya sola presencia ya es un gesto de amor.
Y... si alguien dice que en los tiempos actuales el amor ha muerto y cuanto aquí digo es mentira, ya no se lleva... ¡pobrecillo! No sabe nada de estas historias de sentirse necesitado. Cuando él pretenda dar a la familia el valor que se merece... ya será tarde... Y, más aún, cuando pretenda buscar el amor de sus hijos... yo no sé que encontrará... No puedo saberlo, pero... "quien siembra vientos, recoge tempestades"... Eso dice el refrán... No sé si en esta materia se cumplirá.
La historia que relato a continuación, es un cuento de animales, pero con un poquito de imaginación puede verse reflejado en ella uno mismo.
El suceso a relatar, aconteció en un tiempo lejano. Lo digo porque la naturaleza entonces era más naturaleza. Vamos, quiero decir con mi expresión -no muy clara- que la contaminación no existía. ¿Cuándo sucedió esta historia? Aunque he intentado fecharla, me es del todo imposible. Simplemente no puedo determinar el cuándo del suceso, porque no existe la medida del tiempo para las aves. Al menos, yo nunca he visto calendarios ni relojes en los nidos. Tampoco he visto nunca a los pájaros con prisa. Pienso que las aves son muy felices, porque para ellas no existe el tiempo. Pero, intentaré hacer un cálculo aproximado para situar -y sólo para los lectores- el momento en el tiempo. Tengo una única referencia para hacerlo. Sin duda, ocurrió hace muchísimo. No sé exactamente cuánto. Me fío para afirmarlo de que las motosierras no habían entrado en el bosque. Y las hachas de los leñadores no hacían los estragos que actualmente producen esas máquinas modernas.
La familia de este pajarillo tenía su nido en un árbol esbelto y acogedor situado en el centro del bosque. Allí, en lo más íntimo de aquella maravilla vegetal, no había mas ruido que el producido por el viento al agitar las ramas de los árboles, el causado por el zumbido de las alas de los insectos, el provocado por algunos cuadrúpedos -que vivían en la parte inferior del bosque- al aplastar las viejas hojas secas que cada otoño se depositaban en el suelo, y el croar de una familia de ranas que vivían en el cercano arroyo. Y los pájaros con su canto ponían música a tanta quietud.
La casa de la familia de Paquito estaba ubicada en el árbol más bonito del lugar. Aunque... la casa familiar es mucho más que un lugar. Es un hogar, un calor, un recuerdo. En relación con nosotros mismos, la casa familiar es el conjunto de cuanto hay y hubo en ella, pero, sobre todo, sentimientos. Las raíces del árbol que servía de soporte a la casa de la familia de Paquito, bebían de un arroyuelo que pasaba aproximadamente a metro y medio de su robusto tronco. Los pajarillos, que eran inmensamente afortunados por vivir en un lugar tan bello, podían reflejar su cara en el agua cristalina de un remanso del arroyo. Simplemente les era necesario para verse en aquel espejo natural, asomar la cabeza desde el nido. ¡Qué suerte!
Paquito era el más travieso de los tres hermanos que componían la nidada. Era un diablillo con plumas. Desde pequeñín traía a su madre de cabeza. Le producía más inquietud que entre los otros dos hermanos juntos. Por la mañana les dejaba a todos profundamente dormidos en el nido. Cuando volvía de un cercano trigal de buscar el cebo para alimentar a sus crías, siempre faltaba el mismo, Paquito.
- Paquitooo -gritaba su madre angustiada, alargando en exceso la "o" final del nombre de su hijo. Era un grito lleno de aflicción al ver que el pequeño diablillo de siempre, no estaba en el nido-. ¿Paquitooo, dónde estás?
- En lo alto del árbol, ¡mamá! -respondía muy tranquilo.
- Pero, ¿qué haces ahí subido? -preguntaba la madre enfadada a causa del susto que le había producido la ausencia del nido de su hijo Paquito.
- Ver el mundo, mamá -contestaba con toda tranquilidad.
- ¿No ves que te vas a caer?
- ¡Imposible, mamá! -replicaba el pajarillo con mucha seguridad-. Este árbol tiene las hojas tan juntas que, aunque me cayera, no podría llegar al suelo.
Y a la mamá de Paquito se le pasaba el enfado y se sentía contenta de ver feliz a su hijo. Sólo añadía:
- Es la hora de comer.
Todas las madres se preocupan -casi en exceso- de que se alimenten bien sus hijos.
Pasó algún tiempo... Paquito crecía y se pasaba las horas soñando en lo más alto de la copa de aquel enorme árbol que les servía de cobijo. Era músico, poeta y loco: Músico, porque no paraba de cantar. Poeta, porque era soñador. Y loco, porque no reflexionaba, porque no veía la realidad y porque le gustaba vivir al revés que a los demás individuos de su especie.
Paquito, al final del verano -antes de la llegada de las lluvias propias del otoño- pensó volar hasta el sol. Como no reflexionaba nunca, ni se dio cuenta de que el sol estaba muy lejos, ni de que necesitaba provisiones para el viaje, ni de nada de nada. Así como lo pensaba, lo hacía. ¿Espontaneo o loco? Siempre era así: ponía en práctica sus pensamientos sin pararse a valorar las dificultades que encontraría. Si la juventud supera al estado de adulto en ilusión, entusiasmo y optimismo, está en desventaja en cuanto a la sensatez.
Confió en sus alas y allá se fue, hacia el sol, volando, volando.
Poco después de partir, se encontró por el aire con una cigüeña que se puso a volar a su lado como si no tuviera otra cosa que hacer. Paquito aguantó la risa tras un pensamiento jocoso que no se atrevió a soltar:
"¡Qué pico tan crecido tiene!, ¿será por charlatana?".
- ¡Hola, pajarillo!, ¿a dónde vas? -saludó y preguntó muy cortésmente la cigüeña.
- Al sol -respondió con decisión.
- Pero, pequeño... ¡qué me dices...! No ves que llevas el camino equivocado. El sol está a tus espaldas. ¿Cómo vas a ir al sol si llevas la dirección contraria? -le hizo observar la cigüeña con un marcado tono de autoridad, aunque lo hizo con la mejor intención.
Lo de llamarle pequeño no le sentó nada bien a Paquito.
"¡Qué se habrá creído esta patas largas" -pensó Paquito.
- Si voy detrás de el sol -contestó el pajarillo-, nunca podré alcanzarlo. Pero, si voy en contra, me encontraré todos los días con él. ¿Tú no sabes que giramos con la tierra alrededor del sol y si por la tarde está a mis espaldas por la mañana lo tendré de frente?
La cigüeña le dio la razón. Luego, comprendió que nada le quedaba por decir y se despidió con un adiós contestado por otro de Paquito.
Descansado, al principio Paquito volaba hacia arriba con mucho ímpetu. Pero se fue agotando poco a poco. Menos mal que al llegar la noche encontró un nubarrón solitario para poder descansar. La nube parecía un enorme algodón con el inferior negruzco. Si por su cansancio no la hubiera necesitado de verdad, le habría encontrado antipática.
- ¡Hola nube! -saludó Paquito gratamente sorprendido por el encuentro, pues -esa es la verdad- se hallaba completamente rendido por el ejercicio realizado con sus alas y necesitaba apoyarse en el nubarrón-. ¿Me dejas posarme sobre ti?
La nube -que antes había sido niebla sobre un valle y había visto pájaros sobre ella y debajo de ella- no se sorprendió por el saludo. Aunque la verdad, siendo pájaro, hay que estar bastante loco para subir tan alto. Pero el nubarrón ni siquiera sabía su altitud actual. La nube simplemente se dejaba llevar por el viento.
- ¡Como quieras! -respondió la nube en un tono indiferente-. Pero te advierto que al amanecer debo llover, me desinflaré por completo y no podrás sostenerte sobre mí.
"Eso no es ningún obstáculo" -pensó el pajarillo-. "Mejor, así cuando llueva podré beber".
Pero estaba tan cansado por el duro ejercicio efectuado durante todo el día que durmió durante demasiado tiempo. Lo despertaron los truenos de la tormenta. El ruido de este fenómeno atmosférico era ensordecedor. Y la claridad intensa emitida por los relámpagos le producía un miedo desmesurado. No pudo beber mientras llovía como había pensado. Menos mal que se dio cuenta a tiempo del error de sus cálculos. Porque, de haberse puesto bajo la nube para beber, se hubieran humedecido sus plumas con el agua de la lluvia. Y con las alas mojadas no habría podido volar. Dándose cuenta de la falsedad de su pensamiento, tuvo que alejarse rápidamente sin decir ni gracias.
En la segunda jornada -también agotado de fuerzas y además con una sed enorme- llegó a la luna. Allí, pidió permiso para posarse (alunizar me parece que se dice, porque a posarse en la tierra lo llaman aterrizar).
Como este satélite terrestre estaba de espaldas por hallarse en la fase lunar de cuarto creciente, Paquito tuvo que llamarle la atención:
- ¡Eh luna! -gritó.
- ¿Quién me llama? -demandó la luna que no puede volver la cara completamente hasta la fase de menguante.
- El pajarillo Paquito.
- ¿Qué deseas? -preguntó extrañada por la visita.
- ¿Puedo dormir aquí esta noche?
- ¿Si así lo deseas? -contestó la luna. Aunque la suya era una pregunta, dejaba ver en el tono de la pronunciación cierto entusiasmo por sentirse útil-, pero te advierto que aquí no hay árboles para darte cobijo, y podrás sentir frío.
- ¡Eso no importa! -dijo el pajarillo, que habría dado hasta la última de sus plumas por un lugar para descansar esa noche-. Estoy cansado y sediento. ¿Podrías darme antes de albergarme un poquito de agua?
- Eso que me has pedido, no me es posible dártelo -respondió muy apenada. Porque la luna es una presumida-. Aquí no hay ríos, ni lagos, ni siquiera mares. Ya me gustaría a mí, porque me encanta reflejarme en esos sitios. Pero los lugares con agua sólo existen en la tierra.
"¡Vaya lugar más raro!" -pensó Paquito sin atreverse a expresar sus pensamientos en voz alta-. "¡No hay ni árboles ni agua! ¡Los desiertos de mi tierra son mucho más acogedores que este lugar!".
Pero el diálogo siguió.
- ¿Adónde vas...? No es que sea curiosa -se disculpó la luna por su interrogación tal vez indiscreta-, simplemente lo pregunto, porque por aquí nunca han venido pájaros...
- Voy al sol -contestó Paquito, dándose importancia con un tono indicador de sentirse todo orgulloso de sus hazañas.
- ¡Imposible! ¡Qué disparate! El sol cegará tus ojos si le miras, quemará tus plumas si te acercas y asará tus patas si te posas...
- ¡Bah, tonterías! Lo mismo me decía mi madre. Tú no llegas ni a la luna. Y ya ves, estoy aquí.
- Si tu madre tiene razón. Yo no tengo madre, pero he observado tantas escenas tiernas por las noches en la tierra, que lo puedo asegurar con toda certeza: Las madres siempre tienen razón. ¡De verdad, quisiera tener una madre!
La luna hizo un silencio... Pero al no encontrar respuesta a su cuestión anterior, continuó hablando con intención de que el pajarillo abandonase su plan:
- Además, mírame a mí, tengo que salir cuando el sol se oculta porque no aguanto su luz ni su calor.
- ¡Bah, tú porque eres demasiado comodona!
- Mira, pajarillo, te daré un último consejo: lo mejor será que cuando amanezca, te vuelvas a la tierra -recalcó la luna.
- He llegado hasta aquí y no pienso volverme sin llegar al sol -concluyó Paquito.
La luna -ante la terquedad del pajarillo- no quiso insistir más y abandonó la tarea de disuadirle, por imposible.
La tercera jornada -volando más cerca del sol- Paquito tenía que llevar un ojo cerrado, porque la luz le privaba la vista. Sintió que la excesiva temperatura le producía una sed irresistible. Apreció un calor extremo en el ambiente y que el sudor mojaba todas sus plumas. Finalmente, notó que le faltaban las fuerzas y estaba a punto de desfallecer. Y de pronto, ¡zas!. Se acabó el viaje.
Aunque en su delirio, creyó haber llegado al sol, cuando salió de su desmayo y recobró el conocimiento estaba tendido sobre su árbol. La abundancia de hojas le había salvado la vida al impedirle golpearse violentamente contra el suelo. Sus dos hermanos se afanaban en darle agua con el pico. Y su madre trataba de reanimarlo dándole -a modo de abanico- aire con las alas.
Aprendió que soñar es bueno, pero hay que tener en cuenta las limitaciones. Y tuvo que escuchar el suave reproche que en estos casos hacen todas las madres:
- ¿No te lo decía tu madre?
Es que una madre es... No hay definición. La palabra lo dice todo... madre... ¿Hay algo más grande en esta vida...?