Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
En la vida tenemos conceptos maravillosos. Aquí trataremos sobre uno de ellos, sobre la libertad. Esta idea de la libertad la repetimos todos los días y, casi, a todas las horas. Y hasta la describimos como un ideal y un derecho del ser humano. ¿De todos lo seres humanos? En teoría, sí, pero en la práctica, no. Pero, a pesar de tener la palabra libertad constantemente en los labios, si alguien nos preguntase por una definición sobre este concepto, no sabríamos darla. Y... si acertáramos a hacer una descripción del tema, ¿qué habríamos definido?, ¿la libertad auténtica que tiene en cuenta a los demás?, ¿las ansias de nuestra propia libertad por encima de quien sea?, ¿o nuestra idea interesada de la libertad...?.
Un amigo de colegio, en una carta, me definía en una frase la libertad con gran acierto: "La voluntad de decidir en base a un entendimiento y en relación a una responsabilidad". La definición es muy buena. Sin embargo, la dificultad de la cuestión no está en recitar la teoría, sino en la interpretación que hagamos de ella. La libertad donde realmente está es en la práctica de cada día.
Es curioso, para algunos individuos la libertad tiene dos medidas: una ancha para ellos, y otra estrecha para los demás. Para otros, la libertad es algo individual, y se olvidan de que la libertad, al mismo tiempo, ha de ser colectiva, y por tanto, ha de estar sujeta al bien común. Unos terceros, creen que la libertad consiste en eliminar todas las barreras interiores del ser humano (moral), y en su torpeza no se dan cuenta de que sin normas no hay responsabilidad, y sin responsabilidad no hay libertad. De todas formas, estos últimos no consiguen ningún objetivo. Quieren anular la moral y, después, imponen sus propias leyes. Esto es un error. Primero ha de pasarse el filtro de la moral. A nuestra conciencia no podemos engañarla, la Justicia, en un alto porcentaje de los casos, no se entera.
Con la curiosidad de todos los niños, Andrés había descubierto el palomar. Poco a poco, cosa a cosa, todos los pequeños van descubriendo la vida. ¡Qué bonito es ser niño! Los mayores perdemos la ilusión con el paso de los años. Nos aburrimos porque creemos que lo sabemos todo. Pensamos que ya no nos queda nada nuevo bajo el sol por descubrir. Andrés subía con mucho cuidado por la escalera. Desde ella, levantaba con su cabecita la trampilla en el techo del pasillo. Esta pequeña puertecilla servía a los humanos de entrada a la casa de las palomas. A continuación, ascendía tres peldaños más y estaba arriba. Allí en el palomar, siempre se sentaba en el suelo. Y en silencio -como si de un adulto se tratara- se dedicaba a reflexionar.
Las primeras veces que el niño subió al palomar, apenas vio allí arriba a las palomas. Cuando levantaba la trampilla para entrar a la casa de las aves, éstas revoloteaban alborotadas y se iban temerosas por la presencia de un extraño en su casa. Andrés -sentado en el suelo y ajeno al proceder de las aves- se quedaba ensimismado por completo en sus pensamientos. No sabía que no estaba solo. No podía saberlo. No se daba cuenta que desde los nidos, le observaban los pichoncitos. No sintiéndose observado, articulaba las palabras y levantaba la voz para oírse él mismo.
Nadie respondía nunca a las preguntas del niño. El tenía que preguntarse y contestarse. En el palomar, las palomas habían huido espantadas por una asistencia a su casa poco habitual. Allí, sólo quedaban los pichones, a veces eran tan chicos que ni siquiera tenían plumas. Y éstos -como los niños pequeños- escuchan, pero no saben hablar.
Andrés tomó las visitas por costumbre, casi todos los días acudía unos momentos al palomar. Aunque no lo sabía, ante las palomas ya no era un extraño. Sus continuas visitas dejaron de causarles miedo.
"¿Qué puede hacerme este niño" -se preguntó una paloma blanca-, "si siempre es inofensivo?".
Y aquel día no se fue como había hecho en anteriores ocasiones. Se quedó tranquila en el palomar. El niño aquella tarde, no se dio cuenta de la presencia del pacífico animal. Se sentó en el suelo como hacía en otras ocasiones. Y -como acostumbraba- comenzó a darle vueltas a su cabeza. En un momento determinado, levantó la voz para hacerse una pregunta. Muy sorprendido, oyó que alguien contestaba a sus palabras. Elevó sus ojos al lugar desde donde vino el sonido y vio una paloma posada sobre una viga de la buhardilla que servía de palomar. ¡Vaya sorpresa!:
"¡Las palomas hablan!" -se dijo-. "¡Qué maravilla!".
Desde aquel día -y más animado aún que al inicio de sus visitas- siguió subiendo al aposento de las palomas. Sobre todo, aprovechaba para efectuar la subida los sábados y los domingos. Esos días tenía más tiempo libre motivado por la ausencia de colegio. Pero ahora, las visitas eran muy distintas. No subía como antes a pensar. Ascendía para encontrarse las palomas. Porque, ya ninguna huía asustada cuando él llegaba y se quedaban para hablar con él como con un amigo.
Un día en clase, el maestro lo regañó por no saber hacer la tarea. Salió de la escuela y corrió al palomar. Subía todo deprimido y lloroso. Quería consolarse con las palomas. Todos buscamos el consuelo de un amigo en los momentos difíciles. Nadie quiere tener problemas. Pero... tal vez hasta sean precisos estos momentos de dificultades para saber dónde está la auténtica amistad.
Andrés ascendió por la escalera hasta el palomar. Había tomado una rara decisión: Llevaba el abrigo con intención de quedarse esa noche a dormir.
No es fácil entender esta postura de Andrés desde nuestro punto de vista de adultos. No comprendemos la actitud, es una chiquillada. Pero no. No es eso. En general, el problema del entendimiento no es solamente cuando se trata de una pataleta infantil. No sucede pues, que éste de Andrés sea un caso raro, ni siquiera que sea un hecho concreto, siempre actuamos así: No acertamos a comprender las razones de alguien para una determinada actuación. Nos falta comprensión por otra causa bien distinta a la lógica o ilógica de un proceder. ¿Pero, dónde está el origen de la incomprensión...?:
Disculpamos fácilmente nuestras propias faltas, pero no entendemos los defectos de los demás. Precisamente, ese es el auténtico obstáculo para poder comprender. Comprensión es ponerse en el lugar de alguien e intentar reflexionar desde su punto de vista. Sólo así podremos entender a los demás. Pero aún hay otra dificultad añadida. ¿Y, dónde está ese impedimento para el entendimiento...?:
Simplemente el problema radica en que no nos apetece mirar hacia nuestros propios defectos. Me explico: Es así, porque preferimos creernos perfectos. Nunca queremos ver y asimilar nuestras propias miserias. Esta negativa dificulta la comprensión hacia los demás. Sencillamente por la razón dada anteriormente, no comprendemos en otro lo que sería fácil entender en nosotros mismos.
Este hecho concreto de Andrés tiene una explicación muy simple: Las protestas no son sólo cosa de niños. También los mayores a veces protestamos, y lo hacemos de maneras absurdas. Y, sin saber muy bien la causa de nuestras protestas, no pensamos que las consecuencias de nuestros enfados pueden dañar a otras personas. ¿Quién -aunque luego se haya arrepentido- no ha gritado enfadado a los demás? ¿Quién no se ha despedido nunca dando un portazo?
Aquel día, la hora de visitar el palomar no era la acostumbrada por Andrés. Tampoco era la más adecuada para la tranquilidad de las palomas que a esa hora del atardecer ya se recogen. Porque -menos los pájaros nocturnos- todas las aves son muy madrugadoras. Y para madrugar es necesario acostarse pronto. Pero a pesar de ser un tiempo poco apropiado para visitas, las palomas no se inmutaron. Para acudir a un verdadero amigo ninguna hora es inoportuna. Andrés dio por hecho el permiso de las palomas para quedarse esa noche a dormir en su casa. Plegó el abrigo para colocarlo como almohada y luego se tendió boca arriba en el suelo, colocando su cabeza sobre la prenda doblada. Seguidamente, comenzó el diálogo fluido que siempre acostumbraba a mantener con sus amigas.
Atardecía. Las palomas se habían refugiado en sus nidos. Los pichones necesitaban como protección el calor de la madre. La temperatura había refrescado con el atardecer. El frío cierzo había sustituido a la ligera brisa de otras horas. El sol, muy cercano al ocaso, buscaba su merecido descanso tras el horizonte. La tenue luz de anochecer que entraba por la pequeña abertura que servía de puerta a las palomas, se fue debilitando. Poco a poco, todo quedó en completa oscuridad. Y a esa hora, un ruido en el palomar era una falta grave.
En honor a la visita de Andrés, las palomas decidieron no guardar su ley -casi sagrada- del silencio. En el palomar siguió el diálogo. A pesar de las sombras de la noche impidiendo la visión, Andrés sabía siempre que paloma hablaba. Era muy sencillo adivinarlo, porque él conocía a la perfección cada una de las voces de sus amigas. El niño en un momento de la conversación dijo:
- Me gustaría ser paloma como vosotras para tener alas, poder volar y ser libre.
Entonces tomó la palabra una paloma anciana. Era la mayor en edad de todas las palomas de aquel palomar. Las demás siempre acogían con respeto sus palabras. Era casi blanca entera, como si muchas de sus plumas fueran canas. Y le contestó así:
- Mira, Andrés, tú no sabes bien lo que dices. ¿Te crees que nosotras las palomas no tenemos obligaciones...? Eso no es verdad, yo también tengo que madrugar mañana para buscar alimento para mis dos pichones.
Andrés permaneció en silencio, no contestó a la cuestión propuesta. Por ello, continuó la conversación la paloma blanca con más preguntas:
- Dime Andrés, ¿acaso crees con sinceridad que poder volar es ser libre?. ¿Crees de verdad que la libertad es hacer lo que te de la gana?.
Por un instante, todo se quedó en silencio... Fue como si la paloma esperara una respuesta que no llegó. Por ello, el ave prosiguió exponiendo sus reflexiones:
- Creer que la libertad es hacer lo que a cada uno le dé la gana es un error muy usual. Hay quienes, aunque no se quiten esa bonita palabra de la boca, ni siquiera saben lo que es de verdad la libertad. Viven su falsa y egoísta libertad y hasta pretenden imponer a los demás su erróneo concepto de ser libre.
Todo era silencio en el palomar, ni siquiera hubo respuestas para entorpecer la continuidad de las cuestiones. Así se escucha una lección interesante. Y la paloma reanudó la conversación que se había convertido en un monólogo:
- Andrés, te aseguro que si piensas así, nunca conocerás la auténtica libertad. Porque, hacer lo que te dé la gana sólo es una apariencia de libertad. Al revés, la libertad a veces consiste en saber decirse "no". Es ser dueño de sí mismo para poder darse a los demás.
Entonces, la paloma cana hizo una pausa... No sabía si el pequeño Andrés seguía sus palabras.
"No es prudente lanzar tantas ideas seguidas" -pensó la paloma.
Y el silencio se prolongó sin que nadie lo rompiera. Por eso, siguió hablando ella otra vez.
- Ser libre es actuar en cada momento según el deber de cada uno. O, como decís vosotros los humanos, obrar de forma responsable.
Es decir: guardando siempre el debido respeto a los demás sin perjudicar sus libertades y derechos. Hay quienes equivocadamente piensa que la libertad es algo exclusivamente suyo. ¿Los demás...? ¡No les importan...! Al contrario de este pensamiento la libertad social debe primar en todo momento sobre las libertades individuales. "La libertad es un bien común que, mientras no participen todos de ella, no serán libres los que se crean tales". (Unamuno ).
Mientras nosotros, por nuestra cuenta, recordábamos la frase de Unamuno, la paloma cana había hecho una breve detención en sus palabras... y luego siguió hablando:
- ¡Anda!, si quieres ser libre recoge tu abrigo y baja pronto del palomar. Tu madre seguro que anda muy preocupada porque no apareces. Después, te buscará también tu padre muy alarmado por tu ausencia. Más tarde, pedirán ayuda a los vecinos: tocarán las campanas, y todos los habitantes de la población saldrán esta noche en tu búsqueda y gritarán tu nombre en el pueblo y en el campo. Por favor, bájate -insistió la paloma- y encontrarás la verdadera libertad. Sin duda, aunque hoy no te guste cuanto te digo, mañana te acordarás de mí y me agradecerás el consejo.
Andrés no respondió. No emitió ni un solo sonido. No podía responder. Su voz no habría salido. Sus ojos estaban mucho más llorosos que cuando subió al palomar. Sintió correr sus lágrimas por las mejillas. Recogió el abrigo y -meditando en silencio- descendió lentamente del palomar. Jamás en su vida olvidará la lección que aprendió aquella tarde. Hay cosas que nunca se olvidan.
Ha trascurrido bastante tiempo desde que sucedió lo relatado. Tanto ha transcurrido, que hoy Andrés es un hombre. Eso sí, sigue siendo un niño, un niño grande.
Ojalá todos los seres humanos guardáramos al crecer una parte de nuestra inocencia. Aunque sólo fuera un poquito, lo mejor de cuando fuimos niños.
Andrés aún utiliza la expresión: "Libre como una paloma". No lo dice así porque las palomas puedan volar, sino porque saben ser libres de verdad...