Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
La paz es el bien más deseado por los hombres. Sin duda, es el deseo más expresado por todos. Sin embargo, a pesar de esos deseos -¿sinceros?-, la guerra -eso opuesto a la paz- existe. De siempre y en todos los tiempos de la historia del hombre, la guerra ha sido un mal presente en el mundo. La guerra es la materialización de un sentimiento humano llamado odio y contrario a la grandeza del amor. Es un error pensar en la guerra como algo terrorífico y a condenar, pero que siempre sucede allá lejos, en países lejanos. La guerra nace en el odio del corazón de cada hombre. Y esas grandes guerras, terroríficas, lejanas o cercanas, son la unión de odio de muchos corazones. Por tanto, para luchar por la paz es preciso comenzar por el corazón de uno mismo.
En un acto de soberbia, los hombres de hoy podemos creernos que en los momentos actuales existen menos guerras que nunca. Y por tanto, por esta carencia, la guerra es una epidemia que, como algunas enfermedades, tenemos casi dominada. Sin embargo, esa afirmación sería totalmente falsa, pues no pasaría de ser una apariencia engañosa. Basta echar una ojeada al mundo para darse cuenta de que la verdadera realidad es muy distinta.
De haber paz, la nuestra es una falsa paz obligada: Las dos terceras partes de los habitantes de la tierra carecen de lo más elemental, comida y, por supuesto, fuerza para rebelarse. En el mundo desarrollado hablamos de solidaridad, pero la damos con cuentagotas. Si acaso, tenemos las guerras más silenciosas que en otras épocas de la historia humana, pero -no nos engañemos-están ahí, vivas. Sería una ingenuidad pensar en una conformidad de los desfavorecidos donde no se desarrolle el odio. Es lógico que los pobres desarrollen el odio a los opresores en la misma medida que los ricos desarrollan/desarrollamos el orgullo y el egoísmo.
La paz (real) no es posible sin la JUSTICIA. La JUSTICIA de que hablamos no siempre coincide con la Justicia de los códigos, pues a veces es injusta. Esa Justicia protege propiedades, pero nada dice de morirse de hambre. Para contribuir a la paz se habla de una JUSTICIA basada en la igualdad de todos los seres humanos. Y esa, no nace de los códigos, sino de los corazones.
Y allí, llegó lo peor de cuanto puede sucederles a los hombres: lo que unos temían y otros -menos lúcidos- estaban buscando, la confrontación bélica. Algo indigno, para y por, el ser humano. El hombre es complicado y misterioso. Sólo él es capaz de amar y de odiar. Lo mismo puede inclinarse hacia lo mejor que hacia lo peor.
La guerra es injustificable en nuestro mundo. Nunca debiera tener lugar. Es tan horrible y monstruosa que no tiene ni necesita comprensión. Sencillamente, no le hace falta una razón de ser porque es imposible hallarla. La guerra es el extremo opuesto al juicio. Difícilmente las guerras tiene cabida en el entendimiento -a veces hipócrita- del hombre: No las entendemos, sólo nuestras luchas nos parecen razonables. Por tanto, no es cuestión de comprender la guerra, sino al mismo individuo. Pues, la guerra no es un odio solamente, sino una suma de odios. Y, cuanto puede ser razonable cuando somos nosotros los discordantes, deja de serlo cuando son otros.
Pensamos que las guerras siempre son de los demás. Esa es una falsedad. Esta última reflexión es una mentira que nos decimos. Es una farsa interesada, la creemos porque la queremos creer. Es un engaño a nosotros mismos. Como parte de la humanidad, todas las guerras son nuestras. Por tanto, todas nos afectan, y no podemos permanecer ajenos a ellas.
De todas formas, bajo el creernos en paz, subyacen eternos problemas en forma de preguntas: ¿qué es la guerra?, ¿nace en el hombre, o está en su exterior?, ¿cuando comienza? Vemos las guerras como una cosa lejana que sólo pasa a los demás. Y nos equivocamos por completo. No vemos, o no miramos, o no queremos mirar.
¿Creemos que hay paz sólo porque no recurrimos a las armas...? ¡Qué necedad pensar así! Nuestra cerrazón mental y nuestra intolerancia nos llevan a descalificar a otro ser humano por cualquier cosa. Marginamos a los hombres, por el color de la piel, por sus ideas, por su forma de actuar, por su aspecto físico, por... Esos desprecios cotidianos -aunque no haya armas de por medio- también son guerra. ¿Qué no tenemos guerras los países civilizados...? ¡Qué barbaridad! Nos sobran. ¿No es guerra, el racismo, la xenofobia, la injusticia, el egoísmo, el odio, la falta de diálogo y entendimiento, las pequeñas disputas familiares, la envidia, el desprecio, la marginación, el hambre, la violencia, la incomprensión, la insolidaridad, la crueldad, y otros muchos etcéteras que se podrían añadir a esta lista...? Seamos sinceros: Una tranquilidad basada en la imposición y en la injusticia, no es paz. Lo que habitualmente entendemos como guerra es una suma de pequeñas guerras sitas en el corazón del hombre.
Comenzaba el invierno, y todas las personas del territorio en conflicto temían más al frío y al hambre que a las bombas. Así de terrible es la guerra: locura, miseria, odio, tristeza, llanto, desolación, sangre, horror, un punto de difícil retorno y, para culminarlo todo, muerte... Muerte para nada, porque la vida del hombre no tiene, ni puede tener, precio. Un "¿por qué?" sin respuesta, pues la guerra -se mire por donde se mire- no la tiene.
Los altos mandos seguían en su triste y ridículo erre que erre. Y -sin ninguna compasión- mandaban a los demás a la muerte. Ofrecían libertades que jamás podrían llegar. ¿Valen las promesas para los muertos? ¿Para las madres llorosas que pierden a sus hijos? ¿Para las viudas? ¿Para los huérfanos? ¿Les vale siquiera la venganza...?
Los jefes militares -como niños, pero en versión terrible- jugaban en los despachos con banderitas de colores. Su juego consistía en marcar con ellas en un mapa las batallas ganadas y las posiciones conquistadas al enemigo. Estos "señores de la guerra", prácticamente, se dedicaban a dividir a los hombres en amigos y enemigos. Para ellos, esta división equivale a clasificarles en buenos y malos.
Los charlatanes de la política utilizaban incluso hasta la muerte. Estos directores de la contienda decían sobre el adversario: "O le matas, o te mata". Y unos y otros, aprovechaban hasta el cadáver de un compañero para sembrar más odio. Así de cruda es la guerra, no hay excusas para justificarla.
Todos culpan a los demás de la situación bélica. La verdad absoluta no está en poder de ningún hombre. Sólo Dios la posee entera. Hay quien incluye a Dios en las guerras. Les llama santas. Es todo lo contrario: Dios es amor, y la guerra es odio. Porque sólo Dios posee la verdad íntegra, la culpa -de la forma que utilizamos nosotros los hombres esta expresión "culpa"- no existe. No es ninguna tontería exponer esta teoría, aunque pueda parecerlo a simple vista. Me explicaré: La culpa -entendida como una disculpa de sí mismo- es un invento humano para descargar nuestras conciencias en perjuicio de las de los demás. ¿Lo aquí expresado no es lo mismo que se oye decir a cada paso...?: "¡La culpa la tienes tú!". Y con culpar a otro nos libramos de sentir culpabilidad y nos quedamos con la conciencia tranquila ante nosotros mismos. Si acaso -y para que mi idea no sea injusta y, además, suene demasiado fuerte- afirmaré que unas personas son más culpables que otras.
Pero, en la guerra no tiene sentido perder el tiempo buscando culpables. Lo dicho en esta frase anterior puede parecer otra estupidez, pero no lo es. Hay una explicación muy sencilla: Acusar a los demás sólo agudiza el conflicto y retrasa las soluciones. Porque, en esos momentos llenos de dificultades, nadie quiere ver una luz que enlace el temor con la esperanza. Con la mente repleta de nubarrones de odio, nadie quiere ceder y admitir errores. Y, por supuesto, la paz no se conseguirá nunca si se comienza cruzando acusaciones.
La razón del hombre en guerra no acepta lecciones tan simples como aprender y sacar provecho de las consecuencias negativas de otros conflictos del pasado. Que "la historia se repite", no es solamente un dicho. Hay que aprenderla, pero su estudio no debe quedarse en recitar de memoria fechas y sucesos, sino debe servir para evitar que los hechos desagradables de otros tiempos vuelvan a producirse. Porque... es fácil entrar en la guerra, pero muy difícil salir de ella: El odio metido en el corazón de los hombres en lucha, les impide recordar la frase llena de sinceridad que finalizadas todas las guerras se dice: "¡Nunca más!". La misma reflexión visible en la paz, permanece oculta en la guerra.
Se acercaba el tiempo navideño. Muchas personas, de fuera y de dentro del país, pensaron que en tales circunstancias no podría haber Navidad allí. Desde luego en aquel territorio sacudido por la guerra, no tendrían la fiesta del consumismo y del despilfarro de otras partes. Pero, se equivocaban por completo si les negaban la auténtica Navidad. Dios nace para todos los hombres. Tal vez un poquito más -no creo equivocarme en mi dicho- para quienes están desanimados y necesitados de confianza. Dios no abandona al hombre.
Evidentemente aquel pueblo carecía de muchísimas cosas, pero principalmente allí faltaba el amor, la paz y la esperanza. ¿No deseaba paz en la tierra a los hombres de buena voluntad el cántico de los ángeles anunciando el Nacimiento de Dios...? En el lugar de la guerra posiblemente faltaba sobre todo eso, buena voluntad, pero Dios vendría para que la hubiera.
En una visión particular mía, utilizaré unas palabras de un libro de ficción para reafirmar el contenido del párrafo anterior. Sólo son literatura histórica con pinceladas de fantasía. Están sacadas de un pasaje de la novela "Quo vadis", (no recuerdo en este momento el nombre de su autor).. Me he quedado para ello con una idea: Ante el incendio de Roma por el emperador Nerón, Jesús se aparece al apóstol Pedro que huye presuroso del desastre con el mismo pánico de todos los ciudadanos, y le pregunta:
- ¿Quo vadis?. (latín), (¿dónde vas?).
Y, ante el silencio de Pedro, Jesús añade:
- Si tú te marchas, volveré a la tierra.
En el frente de batalla, había fanáticos poseídos por un enojo ciego. Eran capaces de matar y morir por una causa. Otra ingente cantidad de hombres era llevada al matadero como un rebaño. Eso sí, antes de ser llevados al exterminio les llenaban de odio y mentira su corazón. Unos terceros -los menos en número- se decidieron a pensar por sí mismos. No tenían otro remedio que obedecer las ordenes a regañadientes. El miedo servía de motivo para la obediencia.
Mujeres, ancianos y niños, eran las victimas -algunas del todo inocentes- de tan enorme demencia. ¿Es un crimen pertenecer a esta etnia o a la otra? ¿Es delito nacer aquí o allá...?. Y todos los hombres sin excepción, militares y civiles, estaban machacados y embrutecidos por la rabia. El odio engendra la violencia que genera más aversión y más brutalidad.
Una persona de quienes tomaban parte activa en la disputa armada por tener la edad de los soldados movilizados era Pedro. No pensaba, ¿para qué iba a pensar? ¿Qué podía arreglar con sus pensamientos? ¿Para volverse loco...? Tenía una mujer y un hijo de quienes se sentía orgulloso. A la menor oportunidad, mostraba a sus amigos una fotografía de su familia que llevaba guardada en la cartera.
En corto tiempo, hizo gran amistad con un compañero, José. Hay momentos en los que hacer amigos resulta facilísimo. La soledad invita a hacer amistad. En las dificultades es muy fácil hacer amigos. Simplemente resulta fácil por sentirse en extremo necesitado de la amistad. Por buscarse mutuamente con fuerza. La amistad es cosa de dos. Si ambos no se necesitan, no nace, ni tiene sentido.
Entre los dos amigos hablaban de todo, pero nunca la guerra ni la política eran el objeto de sus comentarios. Si Pedro hacía preguntas sobre esos temas bélicos, su compañero contestaba con evasivas. Pronto descubriría la causa del silencio: José pertenecía al grupo de personas para quienes la guerra era un grave error. Por esta causa, no se atrevía a expresar sus opiniones sinceras en voz alta.
De momento, los dos compañeros estaban en un cuartel preparándose para matar o para morir. La guerra lleva la crueldad hasta ese extremo.
Allí, Pedro recibía una carta semanal de su esposa y de su hijo. Tenía miedo, no por él, sino por ellos. En la guerra se utiliza el odio para combatir el miedo. Es simplemente un desplace de sentimientos: poner esto para evitar aquello. Sentía temor por su familia. Se hablaba de una gran ofensiva para finales de mes, y entonces, caerían hombres como moscas.
Un día, en una confrontación a pequeña escala, vieron la muerte en los ojos de un compañero abatido por una bomba. Pedro se irritó enormemente, salió a la superficie el odio que llevaba escondido y disparaba como loco. José le reprendió. El reproche parecía duro. Pero, sólo el amor tiene derecho a reprender sin ser el reproche una ofensa. Sólo el amor es capaz de evitar el mal sabor de boca de una reprensión, convirtiéndola en algo dulce. Es más, desde el amor sincero se siente la obligación de hacer observaciones que pueden prestarse a una doble interpretación. Como los buenos amigos, José no tuvo reparo en hablarle con aparente dureza para decirle en privado la verdad. Y esa realidad... era muy dolorosa:
- ¿No ves que te estás comportando irracionalmente? Así pretenden los jefes que actúes.
Pedro no entendió nada en absoluto de aquella reprensión. Seguidamente -ante su perplejidad- José le habló de sucias mentiras y clamorosas verdades. Le hizo ver realidades como el hambre y como la miseria. Le hizo notar que toda aquella insensatez estaba llena de sinrazones:
- ¿Crees que tu mujer te va a preocupar diciéndote que pasa hambre, aunque sea verdad? ¿Crees que ella no sufre temiendo que te maten? ¿Qué futuro espera a tu hijo si tu mueres? ¿Piensas que en su cabeza de niño no cabe el miedo? ¿Crees que para los niños no existe el sufrimiento? ¿Crees que tu hijo es distinto de otros hijos? ¿Crees que tú eres más padre que otros padres? ¿Acaso crees que mi madre no llora como lloran todas las madres por temor a no volver a ver a sus hijos? ¿Puede decirme mi madre que tiene hambre? ¿Me dirá que tiene frío? ¿No crees que preferirá no apesadumbrarme contándome sus carencias? ¿Puedo deducir de su silencio que no existen preocupaciones? ¿Ella es acaso más madre que otras madres? ¿Eres tú acaso más que el hombre que vas a encontrar enfrente en la batalla? ¿Piensas que él no tiene mujer, madre, padre o hijos? Matar, matar, ¿tiene sentido? ¿Para qué? ¿Por qué...?
Las preguntas de José habían salido al exterior a una velocidad vertiginosa. Habían surgido sin pausas, como si las tuviera aprendidas desde hacía tiempo de memoria. De repente, había destapado su corazón, y grandes lagrimones corrían por sus mejillas.
A tantas preguntas lanzadas, no había respuesta, sólo siguió el mutismo... Pedro reflexionó un momento... Seguidamente, dio una respuesta seca, poco meditada. Sólo pensaba en romper con sus palabras el molesto silencio:
- Mañana no iré a la guerra.
- Das la contestación de un ignorante -le respondió al momento José.
Y el temido silencio hizo otra vez acto de presencia... Sólo fueron unos instantes. Pero, en determinados momentos el tiempo se siente casi eterno. Un momento puede ser casi una eternidad. José tomó de nuevo la palabra:
- No podrás abandonar la lucha, ya no eres libre -afirmó con frases entrecortadas-. Ya no existe ninguna diferencia entre amigos ni enemigos. Ya todos somos la muerte. ¿Cómo crees que tratarán a tu familia si te niegas a luchar...?
Pasaron los días... Pedro andaba preocupado. No había recibido esa semana carta de su esposa. Poco tiempo después, percibía un mensaje con letra desconocida. Una vecina le comunicaba la muerte de su mujer y de su hijo bajo las ruinas de un edificio durante un bombardeo.
Cuando se enteró de lo sucedido, José alargó la mano hasta su amigo y -sin acertar a pronunciar palabra- lo acompañó en silencio en su sufrimiento. La guerra cambia hasta los sentimientos de los hombres, pero lo consoló de la mejor manera que supo. "El amigo fiel es un seguro refugio: El que lo encuentra, ha encontrado un tesoro". (Ecclesiástico. 6, 14-15).
Pedro lloró y lloró. Lloró durante una hora. Una hora que resultó para él eterna. De pronto, tornó su llanto en risa. Fue un cambio repentino, como si se hubiera vuelto loco. Y gritó y repitió su grito:
- ¡Soy libre! ¡Soy libre!
Nadie pudo comprender aquello. Su amigo José fue el único que entendió sus palabras. De verdad era libre. Pero, era una libertad muy amarga.
Todavía no era Navidad, faltaban unos días. El calendario marcaba 19 de diciembre. ¡Qué más da, siempre es Navidad para quien necesita que lo sea...!