LA ROSA ROJA

Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

No existe ninguna razón para asustarse cuando se mira uno mismo y ve sus propios defectos. Nadie es perfecto. Al contrario, es bueno mirarse de vez en cuando al espejo del alma y reconocer nuestras propias faltas. Es una buena medida para poder ser indulgente con los defectos de los demás.

En el polo opuesto a creerse perfecto -en menor medida- en algunas ocasiones y determinadas personas, existe el hecho de avergonzarse de si mismo. ¿Avergonzarse de qué...? No existen motivos. ¡Si nadie es culpable de sus circunstancias...! Eso es muy cierto, pero esa realidad -que resulta tan evidente- sólo se ve desde fuera. Cada individuo ve sus propios problemas desde el interior de sí mismo. Y, desde ese punto de vista, las percepciones se convierten en realidades. ¿Cuál es nuestra realidad, la vista por nosotros mismos, o la vista por los demás...?

En referencia a creerse perfectos, el dico de "ver la paja en el ojo ajeno, y no ver la viga en el nuestro" no es una frase de hace veinte siglos, sigue aún vigente. Es así: No podremos admitir pequeñeces en los demás mientras no hayamos reconocido nuestras propias miserias. Es del todo absurdo -aunque en la práctica se haga- pedir comprensión para sí cuando no se comprende a los otros. Y el reconocer las propias faltas, es un requisito indispensable para comprender todo lo ajeno a nosotros mismos.

Aun sabiendo que aquí abajo no se puede ser perfectos, nuestra obligación de seres humanos es buscar la perfección en esta vida. Y ciertamente -hay también que reconocerlo- existen y se consiguen grados de perfección altamente satisfactorios. Sin embargo, sin que sirva para desanimarnos y abandonar la lucha, para no sentirnos decepcionados, hemos de saber que la perfección absoluta no está en esta vida. Aunque... es preciso reconocer que, a pesar de la lucha por ser mejores, el interesado no verá apenas sus avances. Y si ve grandes éxitos en su camino hacia la perfección, ¡pobrecillo!, habrá caído en el peor de los defectos: la soberbia.

Si la perfección, sin ninguna clase de reparos, existiera en esta tierra, no nos haría falta el cielo.



Esta historia tan bonita como las rosas rojas de su título sucedió hace muchísimos años. Posiblemente tuvo lugar antes de que Gutenberg inventara la imprenta y, como consecuencia del invento, se pudieran fabricar los libros de letra impresa. Se la oí contar a mi abuela cuando yo era niño.

En las noches de invierno nos reuníamos en torno a la lumbre. Allí, cuando estábamos sentados alrededor del fuego, ella aprovechaba para narrarnos sus cuentos. Entre su repertorio de historias, tenía una predilección especial por esta lección -así la llamaba ella-. No sé por qué llamaba lecciones a los cuentos. Tal vez tenga razón en el uso de esa palabra: de todo relato se puede sacar una enseñanza.

Mi abuela aseguraba que esta lección se la relató su madre y a ésta, la suya y, por tanto, no figura escrita en ningún libro. Y son muy ciertas sus palabras. Yo nunca la he visto impresa en ningún volumen. Según mi abuela, ocurrió cuando en Europa no sabían de la existencia de la patata. Yo en aquellos momentos de mi niñez, cuando tenía lugar la narración por mi abuela de la historia, era tan pequeño que a mi juicio no podía existir nada más antiguo que las patatas. Por estas convicciones mías, dudaba de una parte de su cuento. Y hacía preguntas con insistencia.

- Aconteció -seguía diciendo mi abuela- cuando todavía medían el horario del tiempo con relojes solares y fijaban el calendario por la posición de las estrellas en el cielo.

"Otra mentira más gorda que la de las patatas" -pensaba yo entonces, porque, habituado a ver el reloj de bolsillo de números romanos del abuelo, lo de los relojes de sol tampoco cabía en mi cabeza. Además... las estrellas siempre me había parecido hallarlas en el mismo sitio todas las noches-, "¡cómo puede ser eso!".

- Como todos los cuentos bonitos -decía ella sin hacer caso a mi cuestión-, también éste aconteció en un lugar lejano.

Entonces ya no podía callarme y preguntaba:

- Abuela, ¿por qué tan lejos?

Pero ella, mientras el relato, nunca me respondía. Yo le preguntaba por las patatas, por los relojes, o por el tiempo. Pero, nada. Nunca dejaba que le cortase la historia con mis cuestiones referentes a los pormenores del cuento. Seguía con la relación narrada a su ritmo habitual, en su tonillo particular y con sus gestos personales.

- Ocurrió -seguía diciendo ella- en el país de las montañas. Este envidiable reino poseía un inmenso territorio formado por una gran meseta llena de bosques frondosos. Por ella, corrían ríos de enorme caudal. No como el riachuelo de aquí -avisaba mi abuela al llegar a este punto- que se queda casi seco en verano. Los ríos eran tan grandes que podían navegar por ellos los barcos. El nombre "de las montañas" provenía de unos picos altísimos (hacia interminable la primera de las "íes" como si con su tono les hiciera más altos todavía). Estas cimas, con nieves perpetuas, estaban situadas en el centro de la región. En estas cumbres, siempre cubiertas de nieve, hacía tanto frío (cuando llegaba a esta altura de la narración, mi abuela -como si confundiera el frío del cuento con la realidad del momento- siempre rescoldaba la lumbre y añadía otro tronco), que ni siquiera se atrevía a vivir el hombre sobre ellas.

Voy a intentar contar la historia a mi manera para acabar primero: Habitaba este reino gente humilde y trabajadora, de corazón sencillo. Sólo el rey desentonaba del modo de ser general de los habitantes del país. Y por cualquier cosa, por supuestas desobediencias, este monarca -de mal carácter- tenía sus mazmorras abarrotadas de presos: Se dedicaba a hacer cárceles en lugar de construir puentes sobre los ríos, caminos sobre la tierra o casas para sus súbditos. Pero el soberano no era cruel. En este mundo no hay malos ni buenos, ni mejores ni peores. ¿Quién puede afirmar que habría procedido de forma distinta al rey si hubiera estado en su situación? ¿Por qué los hombres condenamos a los demás si nunca podremos saber con certeza cómo habríamos actuado nosotros en sus mismas circunstancias, ni tampoco sabremos nunca cómo habrían procedido ellos si hubiesen tenido las nuestras?.

Como en casi todos los cuentos de reyes, también en éste de mi abuela había una princesa. La hija del rey era bellísima, inteligente y, sobre todo, con un corazón de oro. La belleza de los seres humanos no siempre se aprecia a simple vista... Tenía una falta. Pero... ese defecto -inexistente- sólo existía a los ojos de su padre que lo había convertido en una auténtica obsesión: En su frente había un inmenso lunar negro, tan grande como la mayor moneda de oro del reino.

- Así -decía mi abuela uniendo el pulgar con el índice, ambos de su mano izquierda.

¡Vaya, ya he metido la pata!, había dicho que iba a narrar el cuento a mi modo.

La princesa era el objetivo de todo el cariño del monarca. El cariño debiera tener una medida. A menudo se sobrepasan sus limites. ¿Se equivoca el amor...? ¡Qué pregunta! No, nunca. Con el amor se pueden cometer errores en la forma de llevarlo a cabo, pero en el fondo, el amor no es error. Y, si hay equivocación, el mismo amor, si es sincero, es una disculpa suficiente.

El rey -como muchos hombres- no entendía que la ciencia fuera limitada. Pero es así, bastante corta. ¿Por qué los humanos nos creeremos tan grandes y tan sabios...? ¡Qué tontería creerse genios sin admitir nuestra pequeñez! A los hombres se nos suben los avances científicos a la cabeza, como el vino. Bueno, a unos más que a otros.

Cuatro médicos estaban en prisión por no saber o poder solucionar el problema de la princesa. Mejor dicho, la única dificultad existente en relación con este punto, era de su testarudo padre. El último cirujano relacionado con el caso, se arriesgó a experimentar una nueva técnica de implantación cutánea para regenerar la piel. El resultado del experimento fue negativo, y le costó la cárcel. Lo mismo les había sucedido a los tres compañeros anteriores.

Un día, el primer ministro -el séptimo del aquel reinado, porque los seis anteriores habían acabado con sus huesos en la prisión- se atrevió a dar un consejo al soberano. Se arriesgó a recomendarle la llamada a palacio de un curandero que -según la gente- era muy entendido de las enfermedades humanas y hacía grandes prodigios. Al monarca, la idea del ministro le pareció excelente. Mandó llamar con urgencia y a gritos -fruto de su constante mal humor- a su secretario. Le redactó una nota en los términos duros que empleaba por costumbre. Siempre era igual. El rey nunca pedía, exigía. Ordenó por escrito la presencia inmediata en el castillo de aquel súbdito que se dedicaba a curar sin ser médico ni poseer siquiera permiso.

Después de redactada, el rey releyó y firmó la carta y se la entregó cerrada y sellada a un correo con el encargo de entregarla al destinatario en mano y traer contestación.

A los dos días, el eficaz y rápido mensajero estaba de vuelta de su servicio.

La respuesta decía lo siguiente: "Majestad, para mí son todos iguales, lo mismo es quien manda que quien obedece. Si está interesado en mis servicios, pásese por mi casa cuando quiera".

Cuando el rey leyó la contestación, como si de un terremoto se tratara, hasta las almenas de los torreones del castillo temblaron:

- ¡Qué insolente! -gritó mientras golpeaba repetidamente y con fuerza la parte superior de la mesa con su puño-, ¡atreverse a contestarme en estos términos! ¡A mí, el único soberano! ¡A mí! ¡A mí! -repetía frenético.

El primer ministro, el secretario, el correo y hasta un sirviente que -sin comerlo ni beberlo- pasaba por allí por casualidad, se vieron en las mazmorras sin poder remediarlo y sin sentirse culpables de nada. Todos los presentes imploraron al rey benevolencia. Al ministro -más atrevido que los otros tres funcionarios- se le ocurrió asegurar que el curandero era bueno de verdad, y merecía la pena desplazarse hasta su casa.

El monarca -que aún le quedaban sentimientos- cedió. Pero les advirtió que de no curar a su hija, les costaría a todos la cabeza.

"¡Qué más nos da!" -pensaron los cuatro empleados-. "¡Si ya la hemos dado por perdida!".

La comitiva organizada para el desplazamiento a casa del curandero se puso en marcha dos días después de la vuelta del correo. Ocho carretas, catorce criados y una escolta de ochenta soldados a caballo, formaban la numerosa compañía. El camino de tierra hollada por los continuos ires y venires estaba impracticable por las recientes lluvias caídas. La calzada se habían convertido en un auténtico lodazal donde eran frecuentes los atascos. Para colmo de males, todos los viajeros tenían que caminar pausadamente. El paso lento de la marcha lo marcaba la pesadez de los diez y seis pares de bueyes enganchados para tiro de las carretas.

El rey -empapado por la lluvia, salpicado de barro y desesperado por caminar tan despacio- gritó encolerizado contra el administrador. Le llamó necio, inepto y no sé cuántas cosas más, por incluir bueyes en la caravana y por programar el viaje sin tener en cuenta el estado lluvioso del tiempo. Pero, el monarca no tenía su día malo, y el mayordomo se libró de las mazmorras. Todo quedó solamente en una simple -aunque dura- reprimenda.

"¡De buena me he librado!" -se dijo el administrador mientras lanzaba un suspiro de desahogo.

Tras un día lluvioso, las nubes, lloronas durante toda la semana, abandonaron su lloro y dejaron el camino libre a los rayos solares. En jornada y media de camino, los viajeros llegaron a su destino.

El curandero era un hombre de edad bastante avanzada. Tenía la barba blanca y usaba ropas muy sencillas. El anciano tuvo la amabilidad de salir a recibir a los ilustres visitantes.

La casa, donde habitaba el curandero, era muy simple. Tenía la entrada por un corral ocupado por gallinas. Las aves no sabían nada de reyes y siguieron escarbando sin hacer reverencias de ninguna especie. Después del primer recinto mencionado, una portezuela estrecha daba paso a un corto sendero. A uno y a otro lado del pasillo había toda clase de flores de tallo herbáceo y algunos rosales floridos con rosas de diversos colores. Y al final del jardín, bajo una frondosa parra, estaba la puerta de la vivienda.

Ya dentro de la casa, el anciano pidió al rey quedarse unos minutos a solas con la princesa. Como la joven era de buen corazón, sencilla y de fácil diálogo, estuvieron una hora conversando amablemente. Mientras, el rey aguardaba en solitario en otra estancia contigua el fin de esta entrevista. Tanto tiempo de espera, al rey le pareció una eternidad. Se hartó de esperar. Salió al exterior de la vivienda e impaciente caminaba a largos pasos entre la florida rosaleda. A la vez, con ganas de mandarlo todo al cuerno, maldecía en voz baja. Si hubiese estado en su palacio -a buen seguro- alguien se habría llevado una sonora reprimenda. Siempre tenía la manía de descargar su mal genio con el primero que pillara.

Por fin, se acabó la espera. Aparecieron por la puerta la princesa y su interlocutor. Y el rey recobró momentáneamente la tranquilidad. El anciano se despidió de ella con una reverencia. Después, durante unos segundos, se hizo un silencio... hasta que se alejó la hija del rey. Entonces, el monarca demandó con impaciencia una respuesta con la vista. Pero, todo fue más despacio de lo pretendido por él. El rey pensaba que los demás hablaban para él, en lugar de hablar con él. Los instantes le parecieron eternos. A punto estuvo de soltar una maldición, pero, por una vez, se calló.

Por fin, obtuvo una contestación. El curandero, con mucha delicadeza, arrancó una rosa roja con largo tallo y -con todo respeto- se la entregó al rey y le dijo:

- Miré majestad, hasta las rosas tienen espinas y, a pesar de ello, siguen siendo bellas.

La contestación recibida no entusiasmó demasiado al rey. Él hubiera preferido otra respuesta más concreta. No obstante, las palabras del anciano tenían un cierto enigma que no se atrevió a contradecir sin meditar primero. Por este motivo, no se irritó, al menos, en apariencia no lo hizo. Las palabras obtenidas se le quedaron grabadas en la cabeza. Pensativo, se despidió del curandero.

Tras la despedida, como final, el rey envió al administrador que pretendía pagar la consulta.

- Si al rey -dijo el curandero- cuando reclamó mi presencia en palacio, le respondí que en mi casa son iguales quienes mandan que quienes sirven, también a la hora de cobrar tienen todos el mismo trato. Aquí no se hace nada por dinero.

De momento, al rey no le habían parecido del todo satisfactorias las palabras del curandero referentes al lunar de su hija. Pero, las meditó a conciencia. Y con el tiempo y la ayuda de la imagen de la rosa roja, supo aceptar aquel problema sólo existente en su mente. Por fin, el monarca se dio cuenta que, gracias a las palabras del anciano, aquella obsesión absurda, referente al mal de su hija, había desaparecido de su mente. Por esta desaparición, se sintió hondamente transformado. Entonces, quiso compensar al curandero por su servicio. Ante la necesidad de un médico en el palacio real, envió un embajador para ofrecerle el puesto.

La contestación obtenida por el mensajero fue similar a la que, en su momento, el curandero dio escrita al correo y muy parecida a la que recibió de palabra el administrador:

- Decidle a su majestad -contestó el curandero- que no puedo aceptar su oferta. En su palacio, sólo podré tratar a personas distinguidas. Aquí en mi casa, admito a unas y a otras, porque todos los hombres somos iguales.

El rey estaba muy cambiado de carácter. Por esta causa, al revés que habría sucedido tiempo atrás, no se sintió ofendido por la respuesta obtenida. Todo lo contrario. Vino a su mente el dicho: "de bien nacidos es ser agradecidos". Y desde aquel momento, quiso agradecer en persona la ayuda que había recibido del curandero. Para ello, decidió desplazarse hasta su casa para hacerle una visita.

Esta vez el viaje sin séquito ni bueyes pesados ni escolta ni barro, fue bastante más rápido que en la ocasión anterior. Sin compañía, a lomos de su caballo blanco, fue casi un paseo para el rey presentarse ante la vivienda del curandero.

Saludó al anciano como a un igual, no como a un súbdito. Después le mostró su agradecimiento con mil palabras. Seguidamente le dijo:

- Ya sé que usted no cobra nunca, pero yo me siento en deuda. Puede pedirme una gracia, cualquier favor. Yo me sentiré muy satisfecho de otorgarle cuanto me pida.

- No tengo nada que pedir para mí -contestó el curandero-, pero sí para otros y... también... también para su majestad: que deje en libertad a todos los presos de sus mazmorras...

El rey, contento con poder atender aquella petición desinteresada, así lo hizo. Más aún, también se dio cuenta que no tenía sentido soltar un día a todos los cautivos para llenar más tarde otra vez las cárceles. Y, aunque era firme su decisión de cambiar de carácter, hasta mandó derribar las puertas de las mazmorras para evitar posteriores tentaciones. Desde entonces, aquel "país de las montañas" fue casi el "reino de la felicidad". Casi, porque la felicidad absoluta sólo existe en el cielo: Si la perfección, sin ninguna clase de reparos, existiera en esta tierra, no nos haría falta el cielo.



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