UN SUEÑO DE NAVIDAD

Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Actualmente vivimos en un mundo de materialismo donde todo lo que no se pueda medir con los sentidos corporales vale muy poco. Consciente o inconscientemente, formamos parte de este estilo de vida que nos seduce y nos engancha como si fuera una droga. Basamos -aun sin darnos cuenta- la vida en tener. ¿Pero somos más felices por tener más...? Esa es una pregunta muy interesante para hacerse en la intimidad. La respuesta es totalmente personal. Cada uno es cada uno. Por tanto, depende de quién se haga la pregunta. Por mi parte, la respuesta es un "no" rotundo. Una cosa es vivir con más comodidades, y otra, bien distinta, la felicidad.

Dicen que el dinero no da la felicidad, pero -añaden- ayuda a conseguirla. Para mí, no es cierto ese dicho. Me explicaré: Diría, sin temor a equivocarme, que no, que eso no puede ser así. Esto que acabo de decir, quienes por la dureza de algunas circunstancias necesitamos huir de la realidad de la vida lo sabemos muy bien. Las cosas materiales ni siquiera forman parte de nuestros sueños, ni tampoco podrían satisfacernos. En algo -aunque sea duro de aceptar- hemos de llevar ventaja. ¿Nos hemos preguntado alguna vez qué nos haría hoy especialmente felices? Yo sí. Un deseo muy sencillo. No revelo la contestación, porque no viene a cuento. Pero, por supuesto, no me acordaría para nada de la lotería. De todas formas, esto no se me podrá negar nunca: Para vivir se necesita algo más que materia.

He encontrado una frase de un autor francés que, en pocas palabras, dice del tema más de cuanto yo sabría decir: Según Saint-Exupéry : "No se puede vivir de frigoríficos, de política, de balances y de pasatiempos. No se puede vivir sin poesía, sin color y sin amor". Yo suscribo sus palabras.



Hoy soñé que era niño. Tal vez no fuera pequeño por los números marcados por mi edad, pero sí lo era por la disposición de mi corazón. Al menos, me sentía un poquito niño. Porque, es preciso ser, o hacerse, niño para tener la ilusión de soñar grandezas.

Mi sueño fue el siguiente: Una noche de la Navidad -cuando el alma se hace más receptiva al amor- de pronto -sin saber cómo- me vi caminando sin rumbo fijo por el estrellado firmamento. Saltaba sin parar de estrella en estrella. Mi sueño no era de despierto, sino de dormido. Aunque... tal vez no exista ninguna diferencia, y lo uno y lo otro, guarde entre sí una estrecha relación. En sentido figurado, las estrellas que alumbran nuestro camino de vivir, no cuelgan de lo alto. Unas veces, son reales, otras, luces de los sueños. ¿O es lo mismo? Ya no lo sé. Lo cierto es que alguna vez en la vida encontramos una estrella en la tierra sin necesidad de subir al firmamento.

"¿Por qué la luz de las estrellas no podrá guardarse para el mañana?" -me pregunto.

"Es una pena" -me respondo.

Sigo relatando: saltaba -decía-. En mi aventura viajera en ningún momento me dejé impresionar por la luz fulgurante de los luceros prendidos de la bóveda celeste. Al revés, me sirvieron de luz para caminar y de apoyo para mis pies. No me cansaba de dar saltos. Los niños nunca se cansan físicamente, y yo en aquel momento lo era. Brincaba como si por encima de los témpanos de hielo en el agua gélida del río se tratara. Sólo que, apoyando mis pies en las sólidas estrellas, podía caminar sin vacilaciones, con más seguridad y en un ambiente mucho más cálido. Era como si el ambiente cálido sentido en el trayecto concordara con la temperatura del contenido del sueño.

Saltando, saltando, con esta forma tan peculiar de moverse de los niños cuando juegan, me fui muy lejos. Como hubiera deseado, en mi magnífica aventura por el espacio llegué al cielo. Hablo de ese paraíso sobrenatural que no pueden contemplar nuestros ojos mediante los modernos y potentes telescopios. No lo pueden ver sencillamente porque no es un lugar material. Es un error querer verlo. Pero, casi todos los hombres -al menos en teoría- creemos en su existencia. Allí en aquel paraíso, gozan de la paz y la amistad de Dios los espíritus de quienes apoyados por el Amor Divino, al menos una vez en su vida, decidieron ponerse en sus manos, confiar y decirle sí.

El cielo -visto desde fuera y con mis ojos de hombre- me pareció un edificio majestuoso. Era un monumento tan bello como todos los palacios de la tierra juntos. Estaba construido -mejor dicho, ya he referido que no es material, y por tanto, sólo daba impresión de estar edificado- con un material delicado y pulido. El componente de la construcción era tan fino como el cristal. Tenía tanto brillo como un espejo. La luz de las estrellas se quedaba en nada comparada con la luminosidad del cielo. Y poseía un color blanco nacarado con un resplandor tan intenso como nunca en mi vida había visto. El brillo era tan fuerte que ni siquiera lo habría podido imaginar.

En el cielo había una puerta de madera de ébano. Era gruesa, muy gruesa. No servía para impedir a nadie la entrada o la salida al paraíso. Tenía como única utilidad entorpecer la penetración del polvo, suciedad, podredumbre y maldad, que se acumula a veces sobre la tierra. El llamador de la puerta era enorme. Era tan grande, que para llamar debí emplear ambas manos.

Apenas tuvo tiempo de sonar mi llamada, me abrieron la puerta, me mandaron pasar y me recibieron con toda la amabilidad. Allí en aquel lugar, no hace falta pedir audiencias, echar solicitudes, ni siquiera concertar citas. Hay una causa muy sencilla: porque en el cielo el tiempo no existe.

"¿O el tiempo es una carga que tenemos que soportar los hombres solamente mientras vivimos?" -me pregunto yo.

Me recibió un bellísimo ángel de alas plateadas. No ponía los pies en firme ni adoptaba una posición vertical como nosotros los hombres. Daba la impresión de no poseer peso. Era todo amabilidad y comprensión. Siempre había imaginado a los ángeles con esa figura y con esa forma de ser.

El ángel me llamó por mi nombre con un sonido dulce. Su voz era tan suave como una música que acaricia los oídos. Pero, cuando por cortesía, le pregunté cómo se llamaba él, me contestó que los nombres en el cielo no tienen ninguna importancia. También, me dijo que allí arriba no es necesario llamar. Me quedé desconcertado con sus palabras, no entendí ninguna de las dos cosas.

"¿Por qué su nombre no tendrá importancia? ¿Para qué querrán un llamador en la entrada, si no hace falta llamar?" -me pregunté sorprendido pues me parecían contradicciones.

Sucedía que yo era hombre imperfecto todavía y tenía otro punto de vista diferente al de los espíritus. Como sucede en la fe, en el cielo hay muchas cosas que no caben en la mente humana. Por este motivo, no está a nuestro alcance razonarlas y si intentamos darnos una razón, no llegamos, ni podemos llegar, a conclusiones. Lo que más llamó mi atención del interior del cielo fue el bienestar que allí dentro se respira: No soy capaz de encontrar un calificativo para describirlo... Es como si el alma flotara. Es como si uno se olvidara de sí mismo. Es como si ya no hubiera ni hoy, ni ayer, ni mañana. Es... qué sé yo, no acierto a explicarlo, pero es muy agradable sentirlo.

Le dije al ángel que estaba vivo.

- Aquí, lo sabemos todo -me contestó al instante-. Pero sigue. No te pares. Habla.

Continué diciendo que estaba jugando sobre las estrellas, pasaba por allí por casualidad, y decidí llamar ante el rótulo de la entrada. El letrero -escrito con luz de estrella en un cartel negro colocado sobre el arco de la puerta- decía: "Casa de Dios por los siglos de los siglos".

Charlamos largo y tendido, porque siempre es fácil, ameno y provechoso, el dialogo con un espíritu celeste.

El ángel -como haciendo honor a la hospitalidad hacia un visitante- me insistió en que pidiera algo. Era difícil encontrar una petición, porque la felicidad de la que se goza en aquel lugar no era favorable para desear nada. Por fin -y solamente por complacer sus deseos- se me ocurrió solicitar aquello que nunca se me habría ocurrido pedir en la tierra. En este suelo me hubiera acordado de algo para mí, o para las personas queridas. Pero no, no estaba en la tierra para acordarme de solicitar cosas materiales. Le pedí sus alas prestadas para volar hasta Belén para adorar al Niño-Dios.

Me sonrió con la sonrisa serena de los ángeles y, seguidamente, me dijo:

- Ir a Belén es más fácil de lo que tú piensas. No te hacen falta mis alas ni necesitas ningún vehículo para el viaje. ¡Ama! Es así de sencillo. El amor te llevará. El amor todo lo puede.

- ¿Amar? ¿A quién...? Eso sí es difícil para los hombres -le respondí con enorme extrañeza, cual si me hubiera pedido algo irrealizable.

- Desde el cielo no pedimos imposibles -me contestó el ángel al darse cuenta de mis dudas-. Desde aquí arriba, sólo exigimos un poquito de buena voluntad. Cierra los ojos. Te bastará con querer e intentar amar.

Cerré los ojos. Procuré amar como me dijo el ángel e inmediatamente me vi transportado por el amor ante el portal. La realidad de cuanto allí vi era muy similar al belén que mi madre pone en casa.

Mi corazón palpitaba con fuerza. Sin embargo, mi ánimo estaba más sereno que nunca. Era de noche, pero en cuestión de visibilidad no había diferencia con el día, porque la luz lo inundaba todo. Me sentí tan feliz como en el cielo. Había pastores, y me creí zagal. Me acerqué con ellos al portal. El hueco de la entrada era bastante amplio, y la puerta no existía en aquel pobre establo.

Antes de entrar en el portal -desde fuera-, vi al Recién-nacido tiritando sobre unas pajas. María estaba de rodillas al lado del Niño-Dios. San José se encontraba a la otra orilla, de pie. También -y como en nuestro nacimiento familiar- había una vaca parda. Y un asno de color más oscuro permanecía acostado muy cerca del Niño. En el exterior, sobre el portal el resplandor de la estrella era muy intenso. Su fulgor no hería a la vista por mirarla. Pero dentro, en aquel humilde establo, hasta la luz que ven nuestros ojos era muy pobre, una simple vela era toda la iluminaria del recinto.

De repente, se pasó toda mi dicha, y me sentí como era, hombre. Y como hombre dudé, pues la duda es la sombra del hombre: ¿Cómo Dios que es inmensidad, puede nacer en un débil niño que llora? ¿Cómo el propietario del universo puede nacer en un pobre establo? ¿Cómo Dios que es la energía, puede tiritar de frío? ¿Cómo Dios que es la luz, puede nacer casi a oscuras? ¿Cómo...? ¿Cómo...?. Finalmente, logré vencer todas mis dudas, o al menos lo procuré. Recordé que solamente eso -como me dijo el ángel- piden en el cielo, intentarlo. Luego me decidí. Entré en el portal. No llevaba nada que presentar al Niño-Dios. Mejor dicho, no tenía nada en absoluto para ofrecerle. Por esta ausencia de ofrendas, cuando los pastores ofrecieron sus dones, yo sentí que mis manos estaban vacías. Me avergoncé de no llevar, ni tener, nada para el Niño Dios y de haber dudado.

Inmediatamente el Niño me miró con amor: "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1ª de S. Juan, 4, 8). La mirada del Niño irradiaba una luz que provocaba sosiego. Con la expresión de su rostro me dijo que no me preocupara, que no había ninguna razón para inquietarme. El fuego tranquilizador de su amor en la mirada era tan grande que perdí al instante la noción del tiempo. Sentí como si una felicidad inimaginable se hubiera apoderado de mí. Y quise que mi estancia en el portal no acabara nunca.

Entonces sonó mi despertador. Era hora de levantarme.

Mi sueño fue tan bonito, que pensé:

"¡Señor, aunque a la noche no duerma, soñaré otra vez contigo!".



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