Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Cuanto voy a decir, lo diré a sabiendas de que la Real Academia no hace las palabras. El lenguaje lo hace el pueblo. Pero... si el vocabulario lo hiciera la Real Academia de la Lengua, hay palabras que debería cambiarlas. Me refiero a algunos vocablos tan manoseados que ya no se sabe muy bien lo que significan.
La medida propuesta no tendría éxito, porque, lo cierto es eso: el significado no lo da la morfología de palabra, sino el uso de la misma. Y el mismo uso que da validez a la palabra es quien se encarga de deteriorar el sentido de la misma. Por tanto, sería inútil. Pero, algo habría que hacer -digo yo-. Llamar la atención del deterioro, ya sería algo.
Tenemos varios ejemplos de términos del lenguaje en este trance de deterioro. Su origen es antiguo, aunque parecen rescatados del baúl de los recuerdos: democracia, diálogo, respeto, tolerancia, etc. Sin embargo, el caso a donde quería yo llegar con mi referencia al vocabulario y a su desgaste en algunos vocablos, es el de solidaridad. Y, como el empleo del término está viciado y ya no representa lo que debiera representar, pues solidaridad se pronuncia por quedar bien más que por reflejar una idea, se necesitaría otro vocablo inédito para dar nuevos aires al concepto. Yo, cuando algunas veces hablan de solidaridad, ya no sé qué pensar:
¿Nos narran el cuento de Alicia en el país de las Maravillas, o nos hablan de lo que debiera hacerse y no se hace?. La verdad, cuando oigo a los políticos hablar por televisión, me paso ganas -algo imposible- de interrumpir y someterles a un interrogatorio: "¡Oye, para un momento el carro y explícame cuanto dices!".
Estas reflexiones mías, son precisiones totalmente sin sentido. Es como si hoy me hubiera dado por decir tonterías y no estuviera en mis cabales. No, no es eso. No pretendo dar a mis palabras un sentido literal. Pero, si olvidamos esa clase de interpretación, se puede captar una imagen bastante amplia de cuanto quiero decir con mis divagaciones.
Después de desayunar, bajé de casa como todos los días en el ascensor. Salí a la calle. Casi de inmediato, me tope con una ruidosa manifestación que ocupaba toda la vía pública. El tiempo fresco de la mañana no había sido suficiente motivo para detener a los manifestantes en su idea de salir a la calle para expresar su protesta. En la acera, esperábamos varios viandantes a que concluyera el paso de los componentes de la manifestación para cruzar la calle. Mientras estábamos de espera, uno de los transeúntes -el que estaba más cerca de mí- preguntó a su acompañante:
- ¿Y esos de las pancartas? ¿Quiénes son?
- Los de "X" -respondió.
- ¿Y qué gritan?
- ¡Solidaridad!
Y los manifestantes de "X" tenían razón en sus demandas. Eso acordaron los dos dialogantes. En su acuerdo tajante, no dejaron ni un solo lugar para la duda. Y yo -sin darme demasiada cuenta de mis actos, pues la conversación no iba conmigo- me asentí sus palabras con un gesto afirmativo de cabeza.
Decidí entrar en un establecimiento para tomarme un café. ¡Qué curioso era este sueño!: a mí no me gusta esa bebida. Según Calderón de la Barca en "La vida es sueño": ".../ en el mundo en conclusión / todos sueñan lo que son /...". Parece que hoy no se cumplía esta hipótesis del escritor. Hasta el café se ponía en contra de la teoría.
"¡Bah!" -me dije sin dar importancia a la contradicción-, "la excepción confirma la regla. ¡Será eso!".
A esas horas tempranas de la mañana -y más siendo sábado, cuando la gente aprovecha para descansar- el local estaba casi vacío. Sólo éramos allí dentro tres consumidores y el camarero. Mientras se enfriaba el café pavoreante de mi taza -apoyado en la barra- escuchaba, sin ningún interés, por la radio del bar un discurso político. Un cliente -vestido con chaqueta azul- estaba colocado a mi izquierda. Este Sr. -desconocido para mí- se entretenía muy entusiasmado en contar con grandes voces y haciendo a la vez gestos, las veces que el orador de la radio pronunciaba la palabra solidaridad. Se comportaba de una manera muy extraña. Yo -que tengo un gran sentido del ridículo- nunca me hubiera atrevido a comportarme como él.
"Algún loco" -pensé sin un análisis previo.
Los demás clientes -como pensando lo mismo que yo- también lo miraban de reojo por su extraño comportamiento. A primera vista, daba la impresión de no estar en sus cabales. Pero... ¡claro que estaba en sus cabales! En unos segundos observando su forma de actuar, todos entendimos muy bien el jueguecito que se llevaba entre manos. Tan bien nos pareció su distracción, que nos dejamos enrollar por su entretenimiento. Y todos los presentes nos dedicamos a contar con él y a corear el número de repeticiones del orador. Resultaba muy divertido el pasatiempo. Eran tantas, que el político de la radio no pasaba dos minutos seguidos sin machacar varias veces la palabra de nuestras cuentas.
El cliente de la chaqueta azul dejaba ver abiertamente ser poco amigo de los políticos. Y saltaba de risa cada vez que el orador ponía en sus labios la palabrita solidaridad.
- ¡Doce! ¡Ya van doce! ¡Un cachondeo! ¡Esto es un cachondeo! -repetía entre gritos entusiasmado. Estaba muy animado por ver que nosotros seguíamos su juego.
Yo -lo admito- no sé por qué el político de la radio puso en su discurso con tanta insistencia la palabra solidaridad. No puedo decir si lo hizo con la mejor intención o metió esas bonitas expresiones como elemento decorativo de su discurso. La razón de no saberlo es muy simple: estuve más atento a enumerar ruidosamente con los compañeros sus numerosas repeticiones que a escuchar el mensaje de su oratoria.
Acabó la alocución radiofónica. Nos quedamos los cuatro comentando el hecho de las repeticiones. Las opiniones vertidas sobre el tema fueron diversas. Aunque... en algo sí coincidíamos. La resolución final se inclinaba por aceptar un hecho bien claro: Admitíamos que en la actualidad se hablaba en exceso de solidaridad. Esta continua alusión a ella, puede parecer buena, pero no lo es tanto cuando se llega a una conclusión como la nuestra sobre el porqué: Hablamos de solidaridad en exceso porque hay muy poca.
El de la chaqueta azul se había moderado en sus críticas: sostenía que hay que mirar más a los demás y no hablar por hablar. Eso sí, fue muy poco indulgente con la clase política que según él, acudían a la expresión solamente para quedar bien. Añadía a sus explicaciones un comentario a tener en cuenta: Se predica con el ejemplo, no basta hacerlo con la palabra.
El camarero mantenía una tesis similar al de la chaqueta azul, pero tenía en sus exposiciones ligeras matizaciones particulares que iban más lejos. Decía que -por desgracia- en el mundo no hay solidaridad. Los demás no nos atrevimos a ir tan lejos. Y preferimos dejarla en escasa.
- Apenas ninguna -dijo uno de los clientes como queriendo contentar a todos los presentes.
El compañero de la chaqueta azul volvió a tomar la palabra. Se encargó de recordarnos un refrán castellano al hilo de la repetida alusión a la solidaridad: "Dime de lo que presumes... y te diré de lo que careces".
Tras unos minutos de anuncios lejos de nuestra atención, comenzó en la misma emisora de la radio una tertulia. El camarero -viéndonos enzarzados en la discusión y ajenos por completo al aparato emisor- hizo ademán de apagarlo. Pero -ante la pasividad de los demás clientes- el de la chaqueta azul le rogó que lo dejara encendido.
El moderador del programa radiofónico hizo las oportunas presentaciones de los contertulios. El tema a debatir versaba sobre la importancia de los medios de comunicación en el mundo actual. No parecía guardar ninguna relación con el tema que tratábamos. Pero -mira por dónde- aprovechando su intervención en el programa, uno de los trabajadores de la empresa periodística "Z" -con regulación de empleo desde hacía algo más de tres meses- comenzó el debate pidiendo solidaridad.
Y tenían razón los empleados de "Z", convinimos sin titubeos todos los presentes en el bar.
Pocos minutos después -cansado de la radio donde debatían algo fuera de mi interés- comencé a hojear el periódico. El ejemplar de prensa había permanecido hasta entonces cerrado en un extremo de la barra a disposición de los clientes. Allí, también había algo relacionado con nuestro tema. En la cuarta página estaban los de "V", no eran trabajadores, sino ciudadanos corrientes que se sentían discriminados por algunas imposiciones del Ayuntamiento de la ciudad. También -cómo no- demandaban solidaridad. Leí con interés el artículo al completo y después -recordando la conversación mantenida hacía unos momentos con los compañeros de barra- les enseñé mi hallazgo.
Y tenían razón aquellos ciudadanos de "V", aseguramos los cuatro después de estudiar y discutir entre nosotros el escrito del periódico. Es más, no lo dudamos un instante. Fue como una sentencia rápida y por unanimidad.
Entonces, el camarero se decidió a mirar más allá de sí mismo y de cuanto veía u oía. Y se hizo en voz alta una pregunta desinteresada por completo:
- ¿Por qué no piden solidaridad los tres millones de parados o los ocho millones de pobres?
Aquella pregunta del camarero -completamente altruista- no demandaba contestación, sino reflexión. Así lo entendimos. Tal vez esté mejor dicho: así lo quisimos entender. Tenía toda la razón del mundo en su pregunta. Lo afirmamos con un silencio. De ese modo, se aseguran las cosas que avergüenzan. Aunque... la pregunta del camarero no debiera quedar sin una respuesta, al menos en nuestro interior.
Di por finalizado mi paseo matinal y volví a casa. Subí la correspondencia de mi buzón. El correo del día consistía en esos folletos de propaganda impersonal destinada a anunciar la venta de no sé qué. No tenían ningún interés. Como los papeles a revisar, no absorbían mi atención -mientras los repasaba- encendí el televisor. ¿Por qué tendré esa manía tan tonta de encender la televisión nada más entrar en casa? ¿Tendré miedo al silencio? El silencio es como un espejo donde nos vemos como somos de verdad. Por eso, no nos gusta. Preferimos seguir con la visión de grandeza que hemos creado de nosotros mismos a contemplar la realidad. Pero... esa percepción irreal no se puede mantener eternamente. Daban en la cadena conectada un reportaje sobre el hambre:
En la tele no hablaban de ese apetito que nosotros -en los países desarrollados- sentimos cuando alguna vez se retrasa -por cualquier circunstancia- el horario de las comidas. No se referían a esas ganas de comer que solemos hacer patentes con un bostezo. No trataban de ese nuestro comer con cubierto y servilleta. Aludían a lo que los más atrevidos llaman hambruna: necesidad y auténtica inanición.
El locutor -no sé si se dice presentador, o comunicador que es más moderno- empleó para comentar las crudas imágenes televisivas un tono más bajo del habitual. Era una voz como tímida. Tal vez estaba avergonzado por la injusticia. También -como si no quisiera que le oyera el cuello de su camisa- pidió para los afectados por el hambre: ¡solidaridad!.
"¿Puede atreverse alguien en su sano juicio a quitarle la razón?" -me pregunté.
"No lo creo" -me respondí.
En realidad, pensándolo -también de dormidos nos comportamos como si pensáramos- dudo que aquellos rostros famélicos de la pantalla con sus ojos perdidos tuvieran ya fuerza para gritar: ¡solidaridad! Posiblemente, esperaban la muerte como solución a sus problemas. Es triste -muy triste- que unas personas humanas busquen este final como último recurso para arreglar su existencia. Así de sencilla es la reflexión: porque muerte -es bueno recordarlo, aunque parezca tonto decirlo- es todo lo contrario de la vida. Pero, lo grave de todo este problema del hambre, es que posiblemente nosotros -quienes nos llamamos a nosotros mismos hombres civilizados (la verdad andamos totalmente lejanos a la civilización del amor)- les hemos colocado en esta situación y seguimos negándoles -sin ninguna clase de disculpas- un mundo mejor.
"¿Hombres civilizados...?" -pensé- "¡Poco honor hacemos al título que nos damos! Primer mundo, tercer mundo. ¡Como si fueran divisiones de fútbol!".
Las imágenes que presencié en el televisor fueron tan crudas que debieron haber sido motivo suficiente para despertarme sobresaltado. Pero, los hombres -por desgracia- hemos endurecido tanto nuestro corazón que no nos sirven ni siquiera de pesadilla. Y llegué a una conclusión muy seria antes de finalizar mi sueño:
"Es muy posible que la insensibilidad sea la peor falta de los hombres de hoy".
Tiene razón George Bernard Shaw en una frase que encontré un día en un periódico y la anoté entre mis apuntes: "El peor pecado contra el prójimo no consiste en odiarlo, sino en mirarlo con indiferencia".
No seguí soñando, pero sí continué durmiendo a pierna suelta. Dormí hasta que el despertador me señaló que era hora de levantarme.
Para ser más solidarios de cuanto somos, nos vendría muy bien recordar un consejo del Libro de los Proverbios: "El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame, hallará respuesta".
La verdad, no sé por qué recuerdo este sueño relatado. Es de los sueños que se suelen olvidar o pasan inadvertidos por no querer prestarles atención. Me cercioré a mi despertar de que todo fue irreal.
"¡Fantasías de dormido!" -me dije intentando evitarme preocupaciones.
Por tanto -estaba muy claro- nunca existió el paseo, ni el bar, ni el café, ni la radio, ni el televisor. Pero no conseguí desprenderme de las inquietudes provenientes de mi sueño. Por desventura, sí existía el hambre. Y encontré el ánimo suficiente para hacer un análisis sincero de lo soñado. Me vi obligado a plantearme una pregunta: ¿Qué es la solidaridad?
"¿Qué es la solidaridad?" -me pregunto una y otra vez.
La definición más hermosa de este concepto está en el nombre de una Organización benéfica: "Manos unidas".
¿Qué dice de la palabra solidaridad el diccionario?: "Adhesión a la causa o empresa de otros". Pero eso -por desgracia- es solamente una definición teórica.
Las dos, el nombre de la Organización y la descripción del diccionario, son auténticas definiciones. La realidad, relacionada con la solidaridad, es bien distinta de estas dos explicaciones. Con frecuencia, en la vida solemos equivocar la solidaridad con las monedas. Y solidaridad no es dar a..., sino estar con... Cuando se está con..., si hace falta se da a... Pero primero hay que estar con... Sin estar con..., poco sentido tiene dar a...
Mis reflexiones parecen un trabalenguas, pero no estoy haciendo chistes, ni el tema es para hacerlos. Me explico: El caso es terrible, porque tras la solidaridad únicamente metálica está el olvido. El dinero, sin el calor humano, no es nada y a la larga no sirve para nada: Se convierte en una simple burla. Hay quien dice -con razón- que el olvido es peor que la muerte.
Otro error -muy usual en la actualidad- consiste en desentendernos de los casos que requieran solidaridad responsabilizando al Estado o a los Estados. Esperamos que un Consejo de Ministros apruebe una partida presupuestaria para corregir desigualdades sociales. Si la sociedad no respalda estas acciones estatales, si por casualidad llegan a producirse, nunca pasarán de ser simples ayudas monetarias. El dinero en estos casos que requieren solidaridad es necesario, pero lo importante es la dignidad humana. Y este valor no se compra sólo con dinero: "Sé persona y trata a los demás como personas". (Hegel ). La reflexión real respecto a las aportaciones económicas del Estado, es así de sencilla: la sociedad -como agrupación de personas- puede sentir y ha de acompañar con sus sentimientos la decisión de sus dirigentes. Los Srs. Ministros pueden conmoverse, porque son humanos, pero el Estado, como tal, no tiene sensibilidad para acompañar al dinero.
Solidaridad debiera ser JUSTICIA, con letras mayúsculas, más allá de las leyes egoístas y no siempre justas de derecho de los hombres. La solidaridad debiera ser AMOR, también con mayúsculas, pues es la palabra más bonita de nuestra lengua y sin embargo, no hay ninguna que esté más manipulada en nuestro diccionario de castellano. Aunque... la justicia bien entendida, evidentemente es amor.
Pero en nuestra dura realidad de cada día, ¿en qué se queda, o qué es la solidaridad?:
¿Buenas palabras, pero tan sólo palabras? ¿Algo que se pide y no se da? ¿Un sí, pero...? ¿Un amor adulterado? ¿Una palabra de moda? ¿Un vacío? ¿Una utopía? ¿Un adorno en los discursos? ¿Algo que se lo lleva el viento como a las hojas secas? ¿Unas migajas que se dejan caer deliberadamente de la mesa? ¿Un sucedáneo del amor? ¿Dar lo que nos sobra? ¿Una moneda para acallar la propia conciencia? ¿Un corrector del egoísmo? ¿Lo que debiera ser y no es? ¿Lo mío es mío, y lo tuyo de los dos? ¿Un grito inútil? ¿...?.
Al menos en algún momento de nuestra vida, casi todos los hombres -algunos han perdido hasta la esperanza de sentirse- nos vemos tristes, pobres y deprimidos. Y, como en uno de los pasajes más bellos de nuestra literatura, hasta ponemos en nuestro pensamiento el interrogante del sabio de Calderón de la Barca: "¿Habrá otro más pobre y triste que yo?". A continuación de formularnos este interrogante, en voz alta o en nuestro interior -porque cuando las ocasiones son muy graves ni siquiera salen los sonidos- gritamos pidiendo solidaridad. Pero luego, nos falta decisión para volver el rostro como lo hizo el sabio citado. Y esa es la clave de la solidaridad: Veríamos que en cada momento hay otro ser humano dispuesto a recoger -"nuestras hierbas"- lo que a nosotros nos parece humillante. Vamos a ver: ¿Cómo vamos a ser solidarios si no vemos más allá de nosotros mismos? ¿Con qué derecho pediremos solidaridad si nunca hemos sido solidarios?
Un amigo mío, partidario incondicional de la solidaridad, dice de ella que es una especie de póliza de seguro. La define en una frase que es como un slogan: "Hoy por ti, mañana por mí". Además, no repara en elogios a esta solidaridad tipo póliza de seguro:
- Antes -afirma mi amigo- el sentimiento era la compasión, se traducía para socorrer a otro en caridad. Se ayudaba a una persona y, de paso, se la humillaba. Hoy eso no existe, porque la solidaridad no es un trato a un inferior, es tratar al necesitado de tú a tú.
Yo no comparto sus reflexiones. Si eso que llama mi amigo caridad, humillaba, sería otra cosa distinta, no puede corresponderse con esa virtud. La auténtica caridad es dar amor y dar por amor. Así lo afirma San Agustín : "El que tiene caridad en su corazón, siempre tiene algo que dar". A diferencia de mi amigo, yo me quedo con el amor. En teoría, solidaridad y amor son dos versiones de la misma palabra. La primera es una trascripción secularizada. La segunda es una dicción más religiosa. En realidad, cuando se pronuncia con esos matices, ahí está la diferencia: la segunda palabra tiene un porqué muy claro, Dios; la primera, tiene un razón de ser más oscura. La prueba está en la dedicación -por amor- de ciertas Ordenes religiosas en favor de los más necesitados. Los Organismos oficiales se quedan a años luz de su labor en cantidad y en calidad. Yo -decía- me quedo con el amor, aunque no contradiga para nada a la solidaridad, es más completo que ella. Por ello, puede llegar mucho más lejos. La razón de la grandeza del amor es evidente. El amor es desinteresado. Por eso mismo, puede y debe llegar también a quienes no hayan tenido oportunidad de suscribir esa especie de póliza de seguro de la que habla mi amigo. No concibo un amor que sea dar a... sin ser a la vez estar con... (como en la definición de solidaridad del diccionario). Y, aunque también falle, no el amor, sino los hombres en su ejecución, es el único capaz de transformar el mundo...
De todas formas, solidaridad y amor, si son sinceros, como se ha dicho, son dos formas distintas de llamar a una misma cosa. No entran en contradicción. Tienen distintas apreciaciones. Yo prefiero el amor...