11- EL SEXO DE LOS CONEJOS. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Alguno de los lectores puede dudar de la certeza de esta historia. Sí, pudiera parecer un poquito fabulada. Por lo menos, a la vista del misterioso título del texto, se podría pensar que únicamente se trata de escribir un chiste jocoso narrado como pequeña provocación sexual. Pues no. El relato es muy cierto, aunque pueda tildarse de una de esas tonterías que, para contar a título de anécdota, a veces ocurren en nuestra vida. Tal vez, para los ajenos a esta experiencia personal de la ataxia, su única gracia sea la cualidad de absurdo del suceso. Y por mis circunstancias, la relación de este texto con la enfermedad y su incursión en la sección "experiencias de ataxia" no es ni más ni menos que debido a un lance más de mi propia vida de atáxico.

Yo a los 18 años había comenzado trabajando en las labores ganaderas de la explotación de mi familia a un nivel altísimo. Cierto que resultaba "torpe" (en sentido atáxico), pero suplía mis deficiencias con mucha dedicación. En un inicio podía realizar casi cualquier tarea. Así, cuando nadie entendía las instalaciones eléctricas de ordeño, yo me cargué con esa responsabilidad y ordeñaba las vacas. Y, aunque por la falta de carnet de conducir de mi padre, si el trabajo del campo estaba en temporada alta, mi labor con el tractor me impedía trabajar con los animales, allí en las cuadras se hacía lo que yo mandaba. Digamos que existía un pacto tácito, nunca formalizado, entre mi familia: Ellos mandaban en cuestiones del campo, y yo en lo relativo a los animales. Y sí, existían muchas discusiones, opiniones y sugerencias, pero al final acabábamos respetando la jerarquía antes indicada. Yo peleaba con el conservadurismo de mi padre y de mi tío y discutía la oportunidad de los diferentes cultivos, pero al fin acataba las ordenes. Y también discutía con ellos sobre los animales, pero al final imperaban mis opiniones como el más enterado del asunto... aunque también es cierto que mi madre en este asunto siempre estaba de mi lado. Pues para eso yo llevaba al día una libreta de notas donde constaba todo lo relativo al ganado. E incluso tenía un botiquín, y cuando un animal se ponía enfermo, hacía de veterinario y recetaba. Después mi padre, en el papel de practicante, pinchaba.

A medida que avanzaba la degeneración impuesta por mi ataxia, mi familia comenzó a darme órdenes y a restringirme las zonas del establo donde debía actuar. No me gustaba. Eso era para mí sumamente irritante. En realidad predicaban en el desierto, yo era un cabezota y en ese sentido hacía lo que me daba la gana. Mi familia me gritaba: "¡No ves que te van a pisar!". Los gritos eran inútiles. Aunque reconozco que mi familia tenía toda la razón del mundo. Mis actuaciones solamente son comprensibles vistas desde el pundonor personal. Y si nunca tuve accidentes serios, fue porque los animales parecen tener más conocimientos que algunas personas. Y cuando uno se ha visto caído en el patio con 10 novillos de 500 kilos cada uno que han saltado por encima de él, ya no sabe si creer en Dios, en el destino, en los ángeles de la guarda, o simplemente en la sensatez de los bichos.

Yo, si no tenía trabajo en el campo con el tractor, pasaba largas horas en el establo. No importaba que no fuese el horario de tener actividad allí. Me sentaba sobre una paca de paja y me enrollaba con mis pensamientos sin interrumpir la tranquilidad de los animales que continuaban con su cansino rumiar sin perturbarse por la presencia del visitante, quien les era familiar.

En el otoño de 1983 mi familia ya solamente me dejaba limpiar los pesebres desde fuera y barrer los pasillos con una escoba de berezo que yo utilizaba mitad para barrer, mitad como bastón para apoyarme :-) en mis frecuentes pérdidas de equilibrio. Un día, tras una discusión surgida de lo mismo [sus continuas órdenes: "¡Ten cuidado!". "¡Por ahí no te metas!". "¡No ves que te van a pisar!", yo me irrité excesivamente y los mandé a la mierda o al diablo o a no sé dónde, y volví a sentarme sobre mi paca de paja... a semillorar. Ésa de la paca de paja, donde me sentaba a diario, era una cuestión poco agradable para ellos, porque se sentían vigilados. Yo nunca paraba de dar órdenes, hacer observaciones, y decirles cómo debían hacer las cosas, sobre todo a mi madre y a mi hermana menor. Lo cual, mutuamente creaba un clima de irritabilidad. Y sólo requerían gustosamente mi presencia cuando había algún animal enfermo, y no sabían qué hacer, o cuando aquella dichosa maquinita eléctrica de ordeño, ya muy pasada de moda, no funcionaba correctamente.

Allí, en la paca de paja, tuve una idea genial: "¡Si yo criase conejos!". Evidentemente por su pequeño peso, no me podrían decir: "¡No ves que te van a pisar!". Y empecé a rumiar la idea. Yo no tenía la más mínima necesidad económica. Solamente buscaría una pequeña actividad para pasar el tiempo. No sería un negocio, sino un pasatiempo para mi tiempo libre y aparte de la explotación familiar. Intenté enterarme de algunos aspectos de la crianza de conejos... y manos a la obra.

Primero compré una jeringuilla de múltiples dosis milimetradas para inyectarles la imprescindible vacuna contra la terrible mixomatosis (popularmente conocida como "mal de los ojos). Después pasé por un centro comercial de una población cercana y compré pienso para conejos y algunas jaulas que me llevaron a casa con un pequeño camión. Bien, ya tenía todo menos los animales. En casa siempre había habido algunos conejos para consumo propio, pero una reciente mixomatosis se había cargado todos, menos el conejo que ejercía de semental, que, tal vez por si resistencia, a pesar de haberla padecido, la enfermedad no había podido con él. Ya tenía uno, si había superado el mal, ya era inmune. Me habían aconsejado que si sólo pretendía pasar el tiempo, no comprase muchas hembras, porque los conejos eran muy prolíficos, y yo ni siquiera contaba con un mercado que absorbiera la producción. Con cuatro hembras sería suficiente para empezar. Preparé una casa vieja que teníamos. Como ya llevaba 30 años deshabitada, apenas tenía cristales en las ventanas. Puse alambradas para que no entrasen los numerosos gatos sin dueño que, afortunadamente, abundan en los pueblos evitando las plagas de ratones. Con mi medida pretendía evitar el acoso de estos gatos a las conejas con crías pequeñas. Y puse en la ventas una tela de saco de yute que dejaba pasar el aire pero creaba un ambiente de penumbra. Ésta era una medida contra las moscas, que me habían dicho eran las transmisoras de la mixomatosis.

Fui a comprar la hembras donde una vecina casada. Me llevó a una sala grande donde tenía más de treinta conejos en edad de sacrificio y me dio la oportunidad de escoger en función de colores o de tamaño.

- Escoge -me dijo.

- No. No. Elige tú -respondí.

Repetimos esta secuencia de oferta y respuesta durante al menos tres veces. Al fin, ruborizado, hube de decirle la verdad.

- Escoge tú, porque yo no sé distinguir un conejo de una coneja.

Y es que eso de levantarles el rabito y mirarles descaradamente el sexo me daba corte realizarlo delante de ella. ¡Si hubiese sido una vaca o un caballo...!. Yo había visto conejos... y casi a diario veía liebres por el campo, pero jamás pasó por mi pensamiento si aquel bicho era macho o era hembra.

La elección la hizo ella. Cuando, al azar, capturaba un conejo, le levantaba el rabo, y si era macho le soltaba otra vez, y si la capturada era una hembra la metía en mi saco.

Metí las cuatro conejas con el conejo semental en un recinto... llené de pienso y de agua unas viejas latas de conservas, y me olvidé del asunto por una semana.

Pasados los 7 día, puse las hembras en jaulas individuales que incluían una paridera, una especie de cueva.

Transcurridos otros 10 días, como había visto hacer a mi madre, quise comprobar la preñez de las hembras. Tomaba a cada coneja por las patas traseras con mi mano izquierda... apeaba mi culo contra la jaula para no perder el equilibrio deteriorado por mi ataxia... metía la cabeza del animal entre mis rodillas...y suavemente, para no dañar los fetos, con mi mano derecha palpaba las bolitas de las crías en formación. ¡Todas estaban preñadas, menos una!.

Y parieron... las tres conejas preñadas parieron. La paridera, a modo de cueva, quedaba totalmente obscura, pero podía echarse un vistazo descorriendo la tapadera. Los conejillos, de piel sonrosada y desprovista de pelo, y que aún no abrían los ojos, eran difíciles de contar. La camada estaba apelotonada entre el suave pelo que se había quitado la madre para construir "la nidada". ¡Resulta una visión impactante!. Siempre había oído decir a mi madre que ahí no se andaba, o la coneja aborrecería a los conejillos. Por ello, me quedaba sin saber exactamente cuántos conejillos había en aquel apelotonamiento sonrosado semitapado por pelo materno, y, por tanto, cuál era el incremento de mi "familia conejil".

Durante una semana llevé diariamente a aquella coneja, no preñada, al recinto del semental. La misma historia se repetía día a día: El semental corría tras la hembra a una velocidad vertiginosa porque la velocidad de ella no era menor... y sólo se detenían cuando yo interceptaba la carrera y me ponía entre ambos. Yo me encogía de hombros: "¡Bah, esta coneja no está en celo!", pensaba. Así día tras día, hasta que comencé a sospechar que ambos eran machos...y las carreras no eran de pasión, sino por agresividad. Y el semental corría tras el otro animal para morderlo, y el otro, más joven e incauto, intentaba poner los pies en Polvorosa. Con ese pensamiento, le levanté el rabito y pude confirmar mi sospecha. ¡Todo el lío había sido una confusión de mi vecina!. ¡Habría que comprarle una gafas! :-) .

Al día siguiente, mi madre guisó el conejo.

Un día me regalaron una coneja blanca. Supongo que el color era la cualidad especial del bicho. Y, aunque eso a mí me diera lo mismo, he aprendido a estar agradecido y aceptar cualquier regalo con una sonrisa. Lo cierto es que el dueño tenía los conejos en un estado semisalvaje, y la coneja blanca era incapaz de adaptarse a estar enjaulada. Las conejas siempre o casi siempre están en celo... el ciclo es cada 7 días... comenzando, y ya, por el mismo día del parto... por lo que una coneja podría parir una vez por mes. Mi conejo semental era una máquina trabajando en sus cosas :-) ... y en un minuto, sin calentamiento previo, cumplía su misión... y, una vez cumplida, caía de culo hacia atrás :-) Así que la coneja blanca quedó preñada en un visto y no visto.

Sin embargo, la coneja blanca no fue capaz de adaptarse a las jaulas... y en lugar de parir en la paridera, como hacían las demás conejas, parió fuera, y todos los conejillos se colaron por las rejillas de salidas de excrementos... y murieron. Por ello, tras llevar el mismo día del parto, a la coneja a que la preñara el semental, le di un puntapié, y la dejé, fuera de las jaulas, en el suelo del recinto. Allí había un centenar de pacas de paja, por lo que la coneja blanca creó un sistema de cuevas entre ellas. Pasado algún tiempo se podía ver 8 o10 conejillos blancos que huían presurosos a las cuevas ante cualquier presencia humana. "A estos cuando sean adultos, habrá que cazalos a lazo :-)", pensaba yo. Pero de repente, los conejillos desaparecieron sin dejar rastro. Pensé en hurones (que a veces extraviaban los cazadores de conejos montescos)... tal vez alguna comadreja, si no. Pero no. Estaba equivocado. La delicada observancia de mis abuelos, desde la ventana de su salón, descubrió al culpable. Era un gato negro [además negro :-) ], semisalvaje. Tales gatos abundan en los pueblos. Son descendientes de los gatos abandonados por sus dueños cuando emigraron a la ciudad en la década de los 60. Estrechándose casi lo imposible penetraba por un agujero en el techo.

Con tres hembras no tuve problemas con la producción de conejos: Unos los consumíamos en casa... otros los vendía de forma esporádica... y algunos simplemente los regalaba. Pero una hermana de mi padre me trajo más hembras, asegurando su buena raza. Cuando criaron todas las conejas, me formaron un problemón: Llegué a tener casi 50 conejos en edad de sacrificio y sin saber qué hacer con ellos. ¡Y comían... y comían... que era un barbaridad!. Se los ofrecí a las carnicerías cercanas... y en todas me respondieron lo mismo: que compraban en el matadero y que para ellos era engorroso manipular animales vivos. Yo pensé en soltarlos al campo para que se ganasen la vida por ellos mismos o fuesen almuerzo de algún zorro o lobo. Por fin, me los llevó un señor que vendía pescado por los pueblos, no era lo suyo, pero tenía intención de ofrecérselos a sus clientes. Pero, claro, la cantidad de dinero que me dio por la venta de los conejos fue tan ridícula que ni siquiera alcanzaba para pagar las tres cuartas partes del pienso que los bichos se habían jamado. ¡Había sido un negocio completamente ruinoso! :-) .

Llegada la primavera, las actividades del campo, de sementera de la cebada, entraron en un temporada alta. Casi no me dejaban tiempo para poder dedicarlo a los conejos. Solamente los veía los domingos. Durante la semana, encargaba a mi hermana llenar de pienso las tolvas y de agua las botellas. Entonces comenzó a ocurrir un suceso extraño: Algunas botellas aparecía vacías y el agua derramada por el suelo. Regañé a mi hermana y le acusé de no colocarlas bien, pero cuando las coloqué yo, sucedió lo mismo. Como las botellas eran de plástico, pensé en algún poro que interrumpía el sistema de vacío por el cual funcionaba el bebedero. Y como los recipientes tenía poco valor, cambié las botellas. Pero cada día aparecía una nueva botella rota. Las examiné detenidamente, y pude comprobar que no se trataba de un poro, sino de una diminuta roedura en la parte superior (o inferior, ya que su colocación era boca abajo), y al entrar el aire e interrumpirse el vacío, el agua se derramaba. Pensé en alguna camada de pequeños ratoncillos de esos que existen en casi todos lo graneros. Y para que nunca faltase agua a los conejos, con unos tornillos sujeté unas latas al piso de las jaulas. Unas arandelas hechas de un viejo neumático, ajustadas por la presión de las tuercas, impedían la pérdida de líquido del recipiente. Los conejos podían ensuciar el agua, pero jamás volcar el depósito. Llenar las latas sin abrir las puertas de las jaulas, era sumamente fácil, pues como medida contra el desequilibrio de mi ataxia y para no mojarme los pantalones, nunca llevaba el agua en cubo, sino en un gran botijo de plástico. El agua, aunque a distancia, mediante chorrito, caía con exactitud sobre la lata por el peto delantero del botijo.

Una noche, después de la cena, enviaron a mi hermana, 16 años entonces, a aquella casa a buscar no sé qué. Como allí no había luz eléctrica, fue provista de una linterna. Volvió de vacío, y todo pálida y con cara de haber visto a Frankestein :-) . Tanto... que todos le preguntábamos qué le pasaba. Y no era para menos su susto. Durante varios días pudimos observar los mejores efectos especiales de una película de terror: Más de 20 o 30 ratas de una cuarta de largas más otra cuarta de rabo, deslumbradas por la linterna, corrían en busca de sus cuevas de refugio :-) . Nunca las habíamos visto porque evidentemente solamente salían durante la noche. Y si no hubiese sido por la penumbra a que había sometido el edificio por miedo a las moscas transmisoras de la mixomatosis, me habría dado cuenta de que allí existían excrementos no pertenecientes precisamente a diminutos ratoncillos. ¡Si con razón pensaba yo que aquellos conejos comían demasiado! :-) .

Las ratas tenían sus cuevas de refugio en las paredes de adobe de la casa. Sin embargo, no eran visibles las grutas, era imposible verlas, por estar ocultas detrás de una pila de tablas sobrante de una reciente construcción, pues el año anterior habíamos remodelado el tejado del edificio por amenaza de ruina. Retiramos la madera. Cualquier intento por tapar las entradas a las cuevas resultaba inútil. Las ratas excavaban otras salidas, o destruían el cemento del tapón antes de que fraguase.

Compré veneno para ratas, de distintas clases. También el veneno resultó inútil. Las ratas no eran tontas y satisfacían su voracidad con el pienso de los conejos dejando inéditos aquellos granos envenenados, antiratas, preparados en los laboratorios. No me quedó más remedio que "mandar al cuerno" a los conejos para poder retirar el pienso. Esa retirada significó hambre para la ratas... que se comiesen el pienso envenenado... y muriesen en sus propias cuevas. También abrí las ventanas para que entrasen los gatos... aunque me temo que el tamaño de aquellas ratas hubiera intimidado a cualquier gato, incluso a los semisalvajes hambrientos, a pesar de su valentía :-) .

Así acabaron mis experiencias con los conejos. Llegaba verano y, con la recolección del cereal, apenas me quedaría tiempo libre. ¿Y después del verano?. Había comprobado ya cómo mi degeneración crecía a pasos agigantados, y la crianza de conejos ya había dejado de ser mi solución mágica pensada en la paca de paja :-) . Ahora veía con suma claridad que ni siquiera mi enfermedad, Ataxia de Friedreich, me dejaba validez para cuidar conejos.

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