125- "NO: HE DEJADO DE FUMAR". Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

En las últimas fechas he visto en el periódico varias cartas y artículos de queja de presuntos fumadores aduciendo la presión de la sociedad con sus campañas antitabaco. Ante este tema, cada cual podrá tener su propios puntos de vista, por lo general, acondicionados a sus hábitos de fumar o no fumar. No obstante, no creo que establecer normas o áreas para fumadores sea restringir la libertad del fumador activo, sino defender los derechos del pasivo a no serlo. Al no estar entre mis costumbres la de fumar y siendo un enfermo, podría quejarme de ser a veces molestado por el humo de cigarrillos consumidos en mi presencia. Ciertamente, observo una clarísima pérdida del fin social del tabaco como inicio de una charla amena y distendida: Ya no es fácil ver a nadie, como antaño, sacando el paquete de tabaco y ofreciendo cigarrillos a todo quisque. No, ahora el fumador fuma, y fuma activamente él solo... como se diría, años atrás de los tacaños: "saca el cigarro encendido del bolso". ¿Pero no es ésta una acusación absurda? Sí. Supongo que sí lo es. Hemos entrado en un círculo vicioso o de la pescadilla que se muerde la cola. No sería posible pedir al fumador que se comporte ofreciendo cigarrillos con la naturalidad de antaño cuando, en cierta medida, estamos reprimiendo sus hábitos. La cuestión sería muy otra: ¿Es justo restringir el humo del tabaco a ciertas áreas?. Personalmente, me parece de sentido común.

Pero no venía aquí a desatar polémicas que terminarían siendo irritantes tanto para la una como para la otra parte, sino a contar mi relación con el tabaco. Haré el relato en tono de humor y, hecha esta advertencia, me ahorraré los signos internetianos de sonrisas. Nunca he sido fumador permanente, sino sólo ocasional o quizás menos aún que ocasional. No creo que se deba imposiciones de mi ataxia, pues conozco a atáxicos fumadores, más bien parece deberse a mi debilidad física: El humo me hacía toser repetidamente.

En la escuela atizábamos (realizar una combustión para calentar la temperatura) por debajo, al estilo de hipocausto romano, con paja de trillo. En el mes de septiembre cada familia con niños debía meter un carro de paja en un depósito común. Por supuesto, estaban exentos de aportar ese material de combustión quienes no se dedicaran a las tareas agrícolas. El depósito era una desvencijada casa, hoy desaparecida, propiedad de ayuntamiento y únicamente con tres salas. Las tres se llenaban de paja completamente, hasta las vigas del tejado. Allí sólo vi vivir a una familia. Yo era muy pequeño para tener un recuerdo claro... creo que él (el inquilino) sólo estuvo un año en el pueblo... era zapatero de oficio... no de vender, sino de poner remiendos a los zapatos. Sí recuerdo su nombre: Patricio, alias Lubumba. No hace falta decir que tal negocio aquí en el pueblo no funcionaba y acabó en breve emigrando a la ciudad pada poder sustentar a su esposa e hijos.

Cada semana de invierno nos tocaba calentar la estufa a dos niños. El turno de atizar no era una carga pesada, sino, por el contrario, un verdadero privilegio aceptado como un parsimonioso ritual. Los encargados custodiábamos las llaves de la escuela, y el ritual ya empezaba a la salida de clase del día anterior con la llenada de los sacos... y entre operaciones, charlas, y fisgoneos de la escuela, podía prorrogarse hasta ni se sabe cuándo... Para más, la escuela adyacente era de niñas. Ellas había de realizar la misma operación en su respectiva sala de clase. Para nosotros era un verdadero placer llenarlas los sacos para evitar que las pajas se adhirieran a sus faldas y llevárselos sobre las espaldas, y, de paso, fisgar en la escuela femenina. El trabajo de atizado se hacia pausadamente. Comenzábamos una hora antes de comenzar la clase, pero, como el maestro no exigía tiempo, lo normal era acabar una hora después para librarse de la toma de la primera lección. Calentar nuestra escuela, en contra de la niñas, que expulsaba más humo por la entrada que por la chimenea, era fácil. Culpábamos de tal diferencia entre ambas salas de clase a las orientaciones opuestas y a las distintas direcciones de los vientos. Hoy, con la cabeza de adulto, dudo que tal razonamiento fuera certero. Más bien parece que las niñas fueran menos audaces en la extracción de la cernada y tuvieran las vías semitapadas. Para no ser acusado de machista, diré que tal labor de retirada de los restos de cenizas es muy ardua, y yo no era de los valientes en meterme allí dentro.

Por la mañana gustábamos de ir a la escuela al menos media hora antes de la llegada del maestro. En tiempo bueno jugábamos en el exterior, pero en invierno entrabamos en el portalillo, lugar donde estaba el atizadero. Allí, uno de nuestros juegos consistía en fumar, tal vez por darnos la importancia de querer aparentar una mayoría de edad emulando a los mayores. Por tabaco usábamos la paja de trillo liada con cualquier tipo de papel. Aquel pseudotabaco producía un humo blanco y espesísimo que hacía llorar a los ojos con una irritación de las mucosas interiores difícil de calificar, pues se notaba picor en la misma legua. Siempre había valientes que tiraba el humor por las narices como si tal cosa. La verdad es que, cuando yo intentaba hacer tal alarde, habían de darme repetidamente en la espalda para cortar mi tos. Por cierto, mi preataxia, o incipiente ataxia, por torpeza con las manos nunca me permitió liar en buena forma uno de estos cigarrillos... me los hacían. A mí se me quedaban flojos... y, en tales circunstancias, cuado se aspiraba, salía la llama a la punta del cigarro... y si no se chupaba otra vez antes de 15 segundos, se acababa apagando.

Cuando ya se calculaba la hora de entrada, siempre había alguien vigilando la llegada del maestro. Era fácil verlo venir caminando por la calles desde unos 150 metros de distancia. A la voz de: "que viene, que viene", tirábamos los cigarros e íbamos a vaciar la vejiga preventivamente a la pared norte. "¡Todos contra la pared!". "¡Vaya muro de las lamentaciones!". Quien más quien menos teníamos allí nuestro hoyito particular. Al ser de adobe y chupar una mínima parte del salitre del orín, unido a que por su orientación la daba muy poco el sol, aquel muro tenía un color rarito y un olor nauseabundo.

Más tarde, los domingos comprábamos tabaco juntando nuestros ahorros. "¡A escote nunca es caro!". De las marcas recuerdo "Ideales" (popularmente conocido como mata quintos en alusión a los reclutas y a sus penurias económicas), que costaba 3 pesetas... "Celtas" (eso, cortos), que valía 5... y "Bisonte", de 2 duros de coste, (que al ser rubio era un auténtico lujo para nosotros... "¡Huele a señorita!", se bromeaba). Más que fumar, aquello consistía en gastar el producto a marchas forzadas: Había que acabar la cajetilla casi de una sola vez. O bien nos escondíamos debajo de los puentes o salíamos a los extrarradios de la población donde no pudiéramos ser vistos... y siempre con la preocupación de que nos olieran a tabaco en casa. Mascar posteriormente un chicle era la receta contra los restos de olores. A mí, la idea de comprar tabaco no me entusiasmaba por no hallar placer a la substancia, pero tampoco dije nunca que no. Entre otras cosas, porque me apañaba bien para tener más dinero que los otros niños. Y no era que me mi familia fuera más pudiente y me dieran en casa más que a ellos, no, sino porque tenía algunos extras.

Recuerdo que mi último año en la escuela mi pupitre era el más cercano a la puerta. El vendedor de pescado iba a la escuela a solicitar un niño para pregonar sus piezas de venta. Yo abría la puerta cuando él llamaba, y, cuando el maestro decía: "¡que vaya uno!", me iba yo. El pregón consistía en dar una vuelta al pueblo (siempre el mismo itinerario, tradición) y gritar en 15 o 20 sitios (predeterminados) algo así como "¡se venden chicharros en la plaza!". El salario era de un duro. Otra fuente de ingresos era ayudar a Misa. El cura nos daba 1 peseta los domingos y 30 céntimos los días de semana (pero raramente íbamos esos días). Incomprensiblemente y por contra, tal vez por repartir la colecta, cuando era misa de novena de ánimas nos daba 1,50. Finalizada la Misa, en los puestos de guardar las sepulturas (costumbre de antaño ya en desuso) el cura rezaba el "pater noster" y echaba la bendición con agua bendita, para lo cual los monaguillos llevábamos la caldereta y el hisopo, así como un cestillo donde se echaban las limosnas. Esta vez el salario era con 15 perras de 10 céntimos cada una, aunque a veces entre la colecta podían verse perras chicas (5 céntimos) que ya estaban retiradas de la circulación monetaria.

Ya interno, en el Seminario estaba terminantemente prohibido fumar, pero más como medida preventiva que por prescripción eclesiástica. De haber estado permitido, a nuestra edad inmadura hubiera habido incendios un día sí y otro no. No obstante, a partir del sexto curso, con una edad más apta a la sensatez, los seminaristas pasaban a residir en otro edificio, donde se podía fumar sin límites. Allí, en el primero, nunca vi que nadie se saltara las normas. Seguramente hubiera sido tomado como motivo de expulsión, que tanto temíamos, porque nuestras familias carecían de presupuesto para pagarnos los estudios en un lugar laico.

En esta época, en vacaciones, en la recolección de verano, mi padre nunca me hubiera dejado fumar. Entre pajas y mieses resecas, fumar hubiera sido como hacerlo dentro de un polvorín. Sin embargo, en las vacaciones de Navidad, nunca tuve miedo a que me dijera nada mi familia. La prueba es que tengo una foto, a los 16 años, con el cigarro en la mano hecha a la puerta de mi casa. Creo que era en vacaciones de Navidad, porque se ve nieve. En la fotografía llevo gafas (esa es otra historia) y una gabardina a la moda y al estilo beattles hasta abajo de la rodilla.

Posteriormente, después de dejar los estudios comencé a fumar de forma muy ocasional. Más por el fin social del tabaco que por mí mismo. Sacaba el paquete e invitaba, pero no porque yo tuviera mono de fumar. En el plano solitario, adquirí la práctica de fumar un cigarrillo tras la comida, no porque mi organismo me lo pidiera (pues raramente el humo pasaba de la boca, y más que fumar aparentaba que fumaba), sino por haber oído que aquello era bueno.

En otoño de 1975 acudí a una extraña Escuela de Capacitación Agraria. El sistema "novatos & veteranos" era prácticamente el mismo del servicio militar. Yo tenía dinero suficiente para mis gastos, pues había trabajado durante varios años. Tal circunstancia no era corriente allí. Enseguida me familiaricé con las prácticas.

- ¿Tienes tabaco? -me preguntaba algún veterano.

Y yo, como un ingenuo, sacaba mi paquete sin estrenar o recién estrenado. Se lo pasaban unos a otros... tomaban un cigarro... pero la cajetilla jamás me era devuelta. Mentalmente podía contar: "7, 8, más 2 que ya faltaban, han sobrado la mitad, ¿pero dónde están?". Así, tres... cuatro... cinco días... "¡De mañana ya no pasa!. Os diré que no tengo tabaco", pensaba. La intención fue inútil: Al día siguiente cuando compré tabaco en el bar, antes de haber guardado mi paquete en bolsillo, ya estaban preguntando:

- ¿Tienes tabaco?.

¿Y cómo se puede responder que no ante la evidencia de tener la cajetilla en la mano?. "¡Pillado in fraganti!". Así que hube de decirme: "Mira Miguel, tú no fumas, sólo aparentas fumar, y déjate de hacer el gilipollas y comprar tabaco para estos imbéciles... ¡que se lo compre su abuela!". A la pregunta: "¿Tienes tabaco?", respondía: "No: he dejado de fumar". Creo que me lo tomé muy en serio, porque desde entonces ni he vuelto a comprar tabaco ni he vuelto a fumar.

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