138- MOTIVOS DE SOLIDARIDAD. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Perteneciendo al colectivo de los discapacitados, con comprensibles grandes dosis de susceptibilidad respecto al comportamiento de la sociedad hacia nosotros, observo cómo a veces degradamos las palabras sin tener una causa justificada. En realidad, caemos en la inútil trampa de creer que se puede aumentar nuestra dignidad en base al uso de vocablos o eufemismos. Nada más lejos: el tratamiento recibido nunca dependerá de la forma de llamarlo.
Normalmente, en la sociedad caminamos en zigzag sin ser capaces de adoptar una posición intermedia. Como dicho referente a la generalidad de la tendencia social y sin conexiones religiosas, se dice que siempre andamos tras los santos: o bien para sacarlos en procesión, o bien para quemarlos o tirarlos al río. Es lo mismo, andar tras ellos, pero para objetivos totalmente opuestos. Si lo uno fue el pasado, lo otro será en la actualidad... y volveremos a lo anterior en una época venidera... sin ser capaces de detenernos en el centro.
Cuando he escrito los párrafos anteriores no iba perdido. Pensaba en palabras como "la compasión" que, por contraposición a actitudes del pasado, y aquí sí caben cuestiones religiosas, suelen caer fatal a nuestro colectivo y buscarlas sin el más mínimo motivo un matiz degradante. Tales vocablos entre parte de nosotros son sumamente molestos y recibidos como a un vampiro de quien uno se cura en salud colgando una ristra de ajos en la pared, por no citar el "vade retro". Es incorrecto pesar que tal palabra sea denigrante. En realidad no es una actitud, sino solamente un sentimiento para poner en marcha cualquier ayuda, llámese como se llame el auxilio o apoyo a prestar.
Por ejemplo, a mí me hubiera dado exactamente lo mismo que al famoso Tito, multimillonario que el año pasado se fue a la luna en un viaje de placer para dejar constancia de su importancia ante los ojos del mundo, se hubiese quedado sin combustible y desintegrado su cohete en el espacio. Ni fu ni fa. Y, sin embargo, por el contrario, hubiera ayudado a cualquier "desgraciado" sin un bocado para echarse a la boca que llevando mujer y cuatro hijos pequeños se hubiera quedado sin gasolina en medio de la paramera burgalesa por falta de dinero para poner suficiente en el pasado surtidor. Vale, lo admito, lo mío es compasión. ¿Y qué? Eso es precisamente lo que yo y lo que cualquier ser humano necesita para ponerse en marcha. Y, más aún, es la condición indispensable para motivar cualquier ayuda de tipo personal.
Por analogía, entramos en la discusión de otras dos palabras de campos afines con desigual acogida según los tiempos que les esté tocando vivir. Son solidaridad y caridad. Se trata del efecto zigzag detallado en el segundo párrafo. Por el simple olor a una época pasada, se condena al segundo vocablo sin ninguna remisión. Y desde luego, no es negable la existencia de una falsa caridad consistente en dar las migajas que a uno le sobran para acallar la propia conciencia. Y sí, esa pseudocaridad sí resulta denigrante, porque en ella se trata al receptor como a un ser de categorías inferiores. Y no, ésa no tiene nada que ver con la caridad descrita en la parábola del buen samaritano. Pero condenar una palabra por un uso indebido de cierta parte de la sociedad es un disparate equivalente a pedir el carnet de identidad a quien pretenda ayudar sinceramente.
En cualquier caso, en ambas palabras, citadas en el párrafo anterior, habría de distinguirse el aspecto personal de la faceta institucionalizada. Las instituciones religiosas de caridad sólo han proliferado cuando el Estado no ha sido capaz de cubrir tales necesidades. Por otra parte, la solidaridad institucionalizado es la pescadilla que se muerde la cola. Y es que mientras el Estado presta subvenciones a los colectivos menos afortunados por cualquier causa, y más o menos grandes y efectivas, proporcionalmente, a nivel personal, la sociedad se desentiende delegando su parte de ayuda en obligaciones estatales. Y no, no es solamente eso lo que se necesita. La primera necesidad de cualquier ser humano es sentirse tratado como persona humana. De muy poco, o de nada, sirve una pensión monetaria que cubra con holgura unas necesidades físicas si falta el impulso que nos ayude a tener el sentimiento de ser persona y tratada como tal, en circunstancias diferentes,sí, pero tan válida en dignidad como cualquier otra en plenitud de facultades.
Suele decirse que a veces son necesarias las crisis para plantearse la unión solidaria y poder salir de ellas fortalecidos. En este punto, no puedo dejar sin mención a nuestros amigos Argentinos y desear que Argentina salga fortalecida de su crisis monetaria al igual que el ave fénix, el cual según los antiguos griegos, resurgía de sus cenizas. Pero no iba perdido al lanzar aquí mi "sermón". Pretendía hacer un encabezado para un relato donde, en medio de la tribulación, surgió la solidaridad necesaria para ponerme en marcha a tontas y a locas. No me equivoqué... no sé por qué no me equivoqué, pues estuve a punto de cometer un error abultadísimo... ¿pero puede equivocarse alguien movido por un sentimiento solidario sincero?. Mi respuesta es negativa. Podrá equivocarse uno en el aspecto material del análisis de los hechos, pero ninguna ayuda sincera podría ser considerada error.
Esto sucedió en la primera de década de los años setenta. Aunque yo tenía Ataxia de Friedreich claramente, aún no me había sido diagnosticada, pero precisamente por esos síntomas había abandonado los estudios y venido al pueblo a trabajar a la explotación agraria de mis padres. Entonces teníamos una cuadra donde engordábamos a los terneros machos hasta superar los 500 kg.. Éstos estaban atados permanente a una pesebrera de hormigón. Normalmente eran pacíficos, aunque también armaban sus pendencias y juergas con los adláteres, por lo cual era preciso revisar las cadenas de vez en cuando... sobre todo porque, de tanto tirar, en ocasiones les hacían llagas en el cuello que llegaban a infectarse produciendo fiebre y falta de apetito retrasando el tiempo de cebado.
Por aquel entonces en el pueblo no había agua corriente en las casas, sino dos fuentes públicas en puntos estratégicos de la población. A los terneros les dábamos agua dos veces al día en horarios bastante establecidos y casi llevados rigurosamente, quince minutos arriba o abajo. No dábamos más de un cubo por cabeza y hora de comida, dos al día. Lo sacábamos de un pozo de la huerta con una bomba eléctrica. Estos terneros jamás habían mamado de la madre. Desde su nacimiento habían tomado la leche en cubo. Era como si no supieran distinguir entre leche y agua. Era tal su avidez bebiendo que, tras acabar el contenido, era necesario darles palos en la cabeza para que dejaran de rechupar el cubo. Utilizábamos unos cubos de plástico y otros metálicos... siempre conscientes de cual había que dar a cada cual. Algunos terneros eran tan brutos que muy poco les hubieran durado los ligeros y cómodos cubos de plástico. Con tal avidez no era prudente dar la bebida por turnos, sino tener preparados y llenos todos los cubos en el exterior antes de comenzar la operación. Yo, a pesar de mi ataxia, aún era capaz de portar los cubos de dos en dos... aunque siempre llevaba mojadas las perneras de los pantalones.
Cierto día, habiendo ya anochecido, estando en la operación de la llenada de los cubos y restándome solamente uno para finalizar, llegaron a mis oídos unos gritos, con mucho eco, repitiendo:
- ¡Socorro. Auxilio. Que se ha muerto!.
Ante tales exclamaciones, en poblaciones tan diminutas (entonces habría unos 80 habitantes) donde nos conocemos todos, te invade un escalofrío y sientes cómo se te eriza el cabello. Fríamente me dije: "¡y si se ha muerto que puedo hacer yo!"... y seguí con mi tarea hasta finalizar.
Acabada la tarea fui a casa y se lo dije a mi madre, como noticia, arguyendo que ya no podíamos hacer nada.
- Es igual -respondió mi madre-. ¡Si alguien pide auxilio hay que acudir, es de obligación!.
Echamos a correr. Yo aún corría más que mi madre. Curiosamente, la casa de donde partían los gritos estaba muy cercana a la mía... el eco se debía a que las voces salían de una habitación tras tres portales y con ventana a otra manzana. Las puertas estaban abiertas y todas las luces encendidas. En el segundo portal vi a un hombre sentado en un sillón cambiándose de calzado. Me quedé mirando sin saber qué decir. Llegó mi madre un segundo más tarde. Esta persona murmuró algo, pero no le escuché porque seguían gritando desde el interior. Pasé. Vi a una mujer en un sofá con un hombre inerte con la cabeza sobre sus rodillas... sus ojos estaban en blanco y no estaba pálido como un cadáver. Ni siquiera lo toqué ni pronuncié palabra ni hubiera sabido pronunciarla. Inmediatamente salí corriendo a buscar un médico.
Fui al bar, que tenía un automóvil, para que fuera a Villadiego a avisar un médico. El dueño del bar se tomaba las cosas con suma tranquilidad... que se cambiaba la ropa... que buscaba los zapatos... que preguntaba a su mujer por los zapatos... que el carnet de conducir... que dónde estaba el carnet de conducir...que había de llevar dinero. ¡Y yo metiendo prisa constantemente y repitiendo que era urgente!. Por fin, viendo que aquello era el cuento de nunca acabar, un camionero, que estaba en la barra me dijo:
- ¡Sube al camión que te llevo yo y te traigo otra vez!.
Avisé al médico y me quedé pagando un café al camionero con dinero que siempre llevaba en el bolsillo delantero del mono de trabajo. A nuestro regreso, el médico ya estaba allí.
El paciente no estaba muerto, sino que a raíz de aquello le descubrieron un tumor cerebral.
- Pero tú -preguntó mi madre-, ¿por qué has avisado al médico si su tío, que estaba cambiándose de zapatos en el sillón, te dijo que ya había muerto?.
¡Y YO QUÉ SÉ POR QUÉ!.