155- CALIFICATIVOS. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.
A principios del mes de agosto, a iniciativa de Vero, en la lista de correos de HispAtaxia abríamos un debate sobre discapacitados. Se trataba de la faceta, aquí ya más veces debatida, respecto a los calificativos empleados para referirse subdividiendo a los miembros del colectivo. En realidad, había bastante unanimidad en nuestros comentarios, aunque luego existieran ligeras diferencias de connotaciones.
María José, conocedora del tema por trabajar en la asistencia social, advertía del peligro de poner etiquetas y aportaba su granito de arena con estas palabras: "Hemos llegado a un punto en que por tener una enfermedad, "atáxico", "diabético", "paralítico", "esquizofrénico", te catalogan como persona, como ser humano, cuando no debiera ser así. Justo esta mañana tenía una discusión con unos compañeros que querían eliminar todos los vocablos que definieran una discapacidad. Yo decía lo contrario, que lo que hay que eliminar es los sentimientos de inferioridad que provocan en las personas el decir que se es sordo, ciego, atáxico o que se padece una depresión".
Seguidamente, vía E-mail, metí la cuchara así: "María José, pienso que las palabras no definen la categoría de la persona, sino la forma de entenderlas o de mirarlas. Atáxico o diabético sólo significan que se padece ataxia o diabetes... como gallego significa que se ha nacido en Galicia o andaluz que se ha nacido en Andalucía. El despectivo no es gallego o andaluz, el despectivo sería verlos como inferiores por esa causa. Es decir, es un problema de actitud y no de palabras... y es inútil suprimirlas o cambiarlas por eufemismos".
Darío, entre otros, también dio su opinión diciendo que no le importaba que se refirieran a él como el vecino de la silla de ruedas... como alguna vez fue conocido por el vecino del 600 del color mierda :-) .
En honor a la verdad, he de reconocer que en la lista se me pasó la existencia de etiquetas peyorativas a miembros del colectivo de discapacitados. Se trata de calificativos a veces utilizados de forma general como insulto y/o que de por sí pudieran degradar al receptor por diversas acepciones de la palabra o porque el vocablo es mirado como despectivo. Ejemplos pudieran ser subnormal, loco, alcohólico, drogadicto, gordo, etc. Si en mi opinión vertida en el foro, y antes dicha, buscaba comparaciones con gallego o andaluz, también estos, posiblemente peyorativos, tienen comparaciones con adjetivos externos al tema de la discapacidad: Nótese la sensible diferencia peyorativa entre decir: "El rubio del segundo... y el gitano del cuarto", o "la alta del quinto... y la gorda del sexto". En resumidas cuentas, mi única diferencia respecto a María José es el orden: yo no veo necesidad de atajar los sentimiento de inferioridad causados (efecto), sino atacar directamente la causa substituyendo las palabras presumiblemente ofensivas, o teniendo gran cuidado y matizarlas al aplicarlas a parte del colectivo de discapacitados, puesto que suprimir del diccionario su connotación peyorativa ya es imposible.
Pero en el presente texto no se trata de utilizar este púlpito para exponer mis teorías desacreditando a quienes se inclinan por dar demasiada importancia a las palabras que nos definen en subdivisiones dentro del mundo de la discapacidad. Pretender tal victoria sobre los oponentes sería un abuso de autoridad por aprovecharme de la ventaja de mi cargo en FEDAES :-) . Únicamente pretendo narrar un episodio gracioso de mi vida de cierta relación con el tema que encabeza el escrito. Aunque de forma premeditada, como siempre al escribir en el boletín, me pierdo en mil y un vericuetos. Y es que, como es sabido por todos, los "articulistas" de FEDAES cobramos por palabras emitidas ;-) ... lo cual explica mi tendencia a enrollarme. Y, hecha la broma, aprovecho para pediros tanto a los miembros de la Federación como de HispAtaxia, vuestros textos para que siga saliendo a la luz este boletín.
La mayoría sabéis que pasé varios años interno en un seminario y que eso ha marcado mucho mi vida. Tras el abandono de dicho Centro, volví al pueblo con problemas de salud. Dos años después, habiendo mejorado y buscando otros modos de vida distintos a las penosas tareas agrícolas, me enrolé en una Escuela de Capacitación Agraria que prometía un salto a la Universidad tras un ciclo de dos cursos. Allí estuve solamente un trimestre y me decepcioné por causas sin relación con el tema aquí tratado.
Lo que sí me interesa comentar es que en aquel nuevo Centro me encontré con un excompañero del Seminario, del mismo curso y de la misma clase. Él ya había estado allí el año anterior y, por tanto, en un lugar con estructuras similares al servicio militar, formaba parte de los llamados veteranos. Yo le había conocido como un juerguista sin siquiera interés por los estudios... cuando, por contra, la mayoría íbamos al Seminario más por recibir una educación acomodada al nivel económico de nuestras familias que por vocación. Ya en aquella Escuela, este chico usaba expresiones que pudieran denotar cierto anticlericalismo (detalle muy importante para apreciar la curiosa contraposición de la anécdota que voy a narrar). Por otra parte, esa actitud anticlerical no es rara entre quienes de golpe se ven liberados de la férrea disciplina de un internado religioso que no era su sitio del todo voluntario, sino más bien impuesto por la precariedad de la economía familiar.
En aquella Escuela de Capacitación Agraria había una diminuta capilla, sin adornos ni objetos religiosos, de no más de 40 metros cuadrados, donde los domingos decía Misa un cura. La asistencia al rito dominical era totalmente voluntaria y sin la más mínima posibilidad de que te ficharan o discriminaran por no acudir. Cierto domingo a la hora de Misa, sin tiempo para avisar al cura, preparaban un partido de fútbol contra un barrio cercano de la ciudad. Lo cierto es que este chico, que era uno de los pilares del equipo, en contraste con algunas de sus expresiones rayanas a la blasfemia, les contestó:
- ¡Si yo no he perdido una Misa de domingo desde mi primera comunión, no voy a perdérmela ahora por un partido de fútbol!.
Creo que a mí también me pasaba algo de lo mismo que a mi excompañero y no solía perderlas aunque en alguna época de mi vida no supiera bien a qué iba o por qué iba a Misa.
En el pueblo teníamos cura de forma permanente... el mismo durante 40 años... lo cual no era normal en tan diminuta población. Sin duda, nos lo hubiera quitado el Arzobispado de no tener una discapacidad que no le permitía atender a múltiples parroquias: Ya en edad adulta, había perdido casi la totalidad de la visión. Apenas era capaz de efectuar las lecturas eclesiásticas y sospecho que las ensayaba en casa antes de ir a la iglesia. Era ágil caminando, pero continuamente iba inspeccionando el terreno a sus pies. En fin, no era posible corregir la anomalía visual con gafas, y sé que en sus últimos años, en una residencia, llegó a estudiar Braille.
Este cura tenía su Misa diaria en el pueblo puntalmente a las 11:00, pero los sábados la trasladaba a las 21:00... porque, según él, así era válida para el domingo. En los últimos años, aún caminado, pero con mucha dificultad a causa de la progresión de la ataxia de Friedreich, comencé a acudir a las misas los sábados por la noche. Era muy cómodo. Eran cortas... sin cánticos ni sermones. Se adecuaban a mis necesidades laborales: el sábado tenía que acabar la jornada un poco antes, pero el domingo podía ir al campo sin interrupciones. Alguna vez fui a Misa directamente desde el campo: aparcaba el tractor a la puerta y entraba... de allí a casa con el tractor. Pero, sobre todo he de admitir que aquello era superapropiado a mis manías de que nadie me viera caminando. Gran parte del año en ese horario anochecía o ya era de noche y yo llegaba tarde intencionadamente. En la iglesia sólo había 4 o 5 señoras enfrascadas en sus rezos que no volvían la cabeza al menos que sucediera algo grave. El cura sí estaba de frente, pero su limitada visión no me alcanzaba. El único que me veía era un señor anciano que vivía a 30 metros de la iglesia, y, como yo, llegaba tarde y se colocaba en mi mismo banco: el más cercano a la puerta de entrada o el último visto desde el altar. Aclaro que yo salía disparado mientras el cura decía lo de "podéis ir en paz", mucho antes de que las mujeres volvieran la cabeza para salir..
Cuando ya no pude caminar solo, dejé de ir a la iglesia. Ya no vi más a mi compañero de banco... supe que estaba enfermo y apenas podía salir de casa.
Varios años después, cuando ya tenía silla de ruedas de baterías, subí al alto donde está situada la iglesia. Es un lugar estratégico donde antes se reunía la gente del pueblo. La torre está reforzada y su refuerzo sirve de asiento... por tanto hay asientos a todos los aires y remansos... soles y sombras. La pared de la torre siempre ha servido de frontón... ahora pavimentado... últimamente han colocado dos bancos y plantado cuatro acacias. Allí encontré de nuevo al mencionado señor, cuyo hijo había sacado a tomar el sol. Cortésmente, le extendí la mano y le dije:
- ¡Hola, señor Jesús! ¿Cómo está?.
Me miró fijamente, pero no movió su mano. Por lo cual, añadí:
- ¿Pero me conoce?.
- Sí te conoce, sí -me dijo su hijo.
Y luego dirigiéndose al anciano le dijo:
- Mire, padre, éste es el chofer de Crescencio.
Y me explicó:
- Cuando los sábados iba Misa, a su vuelta a casa, le preguntábamos quiénes habían estado en la iglesia. Y contestaba: "Fulana, Citana, Mengana, el chofer de Crescencio, y yo".
Este hecho tiene fácil explicación: Nosotros vivimos a las afueras de la población y para ir a las fincas del sur y del éste del municipio debíamos cruzar el pueblo entero. Mi padre nunca conducía tractores y en los años previos a la utilización de silla de ruedas frecuentemente iba conmigo en la cabina para ayudarme en el campo y por si me pasara algo, dando la impresión imaginativa de que yo fuera su chofer.