905- MARGARITA, LA ARGENTINA. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
"Dedico este texto a los Argentinos: Julio, Nicolás, y Diego, para que se tomen como bromas cariñosas mis inocentes tomaduras de pelo a los Argentinos." (Miguel-A.).
Hasta el momento, los peores años de mi vida de atáxico fueron los inmediatamente anteriores a la utilización de la silla de ruedas. Y no fue solamente por el pánico a la silla, sino también por varias circunstancias que se unieron para minar mi salud física y mi estado de ánimo. Aparte de las dificultades clásicas de la ataxia, tenia continuos problemas digestivos. A causa de ellos, apenas comía, y había adelgazado 11 kilos. Si mi estado físico era una pena, mi estado emocional no era menos. Cada día trabajaba o intentaba caminar brutalmente, como si fuese el último día en este mundo y tuviese que dejar una marca récord de cuanto había hecho o hasta dónde había llegado. Posiblemente por mi sólida formación Cristiana, nunca pensé en el suicidio, pero por entonces sí hubiese estado encantado de que mi peregrinación por la tierra se hubiese acabado por la vía natural. Por si fuese poco, lloraba constantemente, aunque nunca lo hice delante de los demás. Sin embargo, los restos de esta actitud no se pueden esconder, y siempre queda un rostro demacrado y los ojos rojos.
Por si alguno juzga a la ligera mis palabras y me acusa de negativismo, aclararé que nunca había visto a ningún atáxico ni tampoco supe de la existencia de ninguno con nombre y apellidos hasta mis 40 años. Creía que yo era uno de la media docena de bichos raros del "zoológico" del mundo y nada se perdería por la extinción total de la especie :-) . Al fin y al cabo, yo no tenía mujer ni hijos... "y mis padres quedarían liberados de una pesada carga" [entrecomillado]. Sí, conocía a mi hermana, diagnosticada con Ataxia de Friedreich, pero al tener 7 años menos que yo, estaba muy bien de salud, parecía ignorar lo que había detrás de esto y acababa de casarse.
Yo me había aislado. Intentaba esconderme. No hablaba casi nada, incluso a mi familia le contestaba con monosílabos. Nunca se me dio información de nada de nada de cuanto me estaba pasando: ni siquiera de lo que ya era evidente y se ha de estar ciego para no verlo, como la cercanía de una silla de ruedas. En este aspecto, los Doctores siempre se han lavado las manos, ignorando que es peor sospechar que saber.
Uno de los problemas que comencé a tener por aquel tiempo era con la orina. Hoy sé que es un síntoma corriente dentro de esta enfermedad, pero a mí nadie me lo había dicho."Usted tiene micción imperiosa -era la respuesta a mis problemas de orina-. No tiene importancia". ¡¡¡-!!!. Nunca oí que aquello, llámese como se llame, tuviese ninguna conexión con la Ataxia de Friedreich. Y para un joven de 29 o 30 años mearse alguna vez los pantalones era el colmo de la vergüenza. El problema se agravaba con nerviosismo y frío. Y de esto último sé un rato por las circunstancias del clima de mi tierra y las características de mi trabajo. En ocasiones había que trabajar a varios grados bajo cero, y volvía a casa con la única esperanza de dormirme con una bolsa de agua caliente entre las rodillas.
Esto de la "micción imperiosa" consistía en que cuando yo tenía ganas de orinar, debía hacerlo, porque resultaría imposible intentar aguantar. Era un problema latoso, pero, en mi caso, fácil de solventar. Al estar siempre solo, en el campo o en el establo meaba cuando me daba la gana. En casa apenas meaba, porque después de mear cuatro o seis veces en poco tiempo, ya no meaba más en 8 o 10 horas. Cuando me venía ganas en el tractor, le ponía en punto muerto, abría la puerta de la cabina, apoyaba mi cabeza contra el interior del marco para no caerme, sacaba la manguera... y aliviaba la vejiga. Esto lo hacía siempre que sentía necesidad: alguna vez lo hacía en los caminos rurales 40 o 50 metros antes de entrar en la finca. Mi padre nunca comprendió esto y siempre lo reprochaba:
- Oye, ¡pero es que tú no sabes esperar a entrar en la finca, y después haces lo que quieras!.
Esto, que yo solventaba de esta forma, resultaba un Calvario en el caso de las visitas. Ya de inicio, me obsesionaba con la retención de orina... aguantaba, aguantaba, aguantaba hasta que se fuese la visita... y lo conseguía... pero el momento de llegar al servicio con prisas, al bajar la cremallera de la bragueta o al levantar la tapadera del servicio, ¡zas!... a buscar otros pantalones y otros calzoncillos :-) .
Un día vino a hacer una visita una hermana de mi padre y su esposo [que también son agricultores] con un hermano de éste que vivía en Argentina y su mujer, que era natural de aquel país. Estaban en España de vacaciones. Era la primera que veía a estas personas Argentinas. Durante la visita estuve atormentado por la obsesión de la orina... aguantando, sin entrar en las conversaciones, solamente respondiendo escuetamente a lo que alguna vez me preguntaban. En cierto momento, decidieron ir a ver a los animales. "¡Bendito sea Dios! -pensé-. Por lo menos, me dejan ir a mear.
- ¿Vienes tú? -me preguntó mi tío.
- No, yo no voy -respondí, pues ya pensaba salir como una bala hacia el servicio en cuanto los demás abandonasen el salón.
Pero hete aquí que la Señora de Argentina [que era de ciudad y a quien le importaban un rábano los animales] no se movió de su asiento. Cuando ya salieron todos de la habitación, su esposo asomó la cabeza para preguntar:
- Margarita, ¿tú no vienes?.
- No. Yo me quedo con Miguel -contestó ella.
"¡La madre que te parió!" -y no sé cuántas maldiciones más le eché en mi interior-. "¡Ni mear a gusto dejan a uno!".
Margarita [que hoy rondará los 70 años, natural de Buenos Aires] era psicóloga de profesión con larga experiencia en el tratamiento de personas con problemas psicológicos. Y, claro, ella me había observado y se había percatado enseguida de que yo era psicológicamente una pena a pesar de desconocer mi tipo de dificultades físicas, pues no me había movido de mi silla. Por aquel tiempo estaba harto de acudir a consultas médicas sin obtener resultados, y hubiese mandado al infierno a todos los psicólogos del mundo y a cualquiera que hubiera osado sugerirme realizar una consulta de tal tipo.
Margarita comenzó a tirarme de la lengua con infinidad de preguntas. Viendo que, al responder con monosílabos, yo no me enrollaba, cambió de táctica y llevó todo el peso de la conversación. Margarita logro seducirme [¡oh!, no, no fueron sus encantos femeninos, pues me doblaba en edad :-)] con aquel voseo [tratamiento de vos, típico Argentino] y aquella forma de hablar pausada y la originalidad del acento Argentino que da la impresión de paz y de que todas las prisas del mundo se hubiesen acabado. Apenas recuerdo nada de aquella conversación. ¡Ha pasado tanto tiempo!. Solamente recuerdo que le dije:
- Me gustaría ser completamente tonto para no darme cuenta de cuanto me está ocurriendo.
- No, Miguel, te equivocas -respondió Margarita-. Nadie es tan tonto como para no tener sus momentos de lucidez y darse cuenta de su realidad. Tienes que dar gracias a Dios por tu inteligencia y utilizarla para centrarte en la belleza que puedas hallar en la vida.
No recuerdo si cuando se marchó Margarita todo sucedió con normalidad o me mojé los pantalones mientras levantaba la tapadera del servicio. Creo que algunas veces merece la pena correr el riesgo :-) .