907- LA CHARCA. Por Encarna Conde, de Sevilla, y Miguel-A. Cibrián, de la provincia de Burgos, ambos pacientes de Ataxia de Friedreich.
"Encarna y yo dedicamos este texto a la Dra. Lola, para que no nos analice como a las ratas del laboratorio :-)". (Miguel-A.).
Al final de la década 60-70 yo estaba estudiando el Bachillerato interno en el Seminario de la ciudad de Burgos. Uno de mis compañeros era nacido, y vivía, en la población Burgalesa de Cernégula. A pesar de vivir casi a un tiro de piedra de ese lugar, nunca he estado en él. Es un pequeño pueblo agrícola muy cercano al famoso páramo de Masa, donde, se supone, que la excesiva altitud, el rigor climático, y el suelo pedregoso de este páramo, donde abundan los valdíos, no son propicios para obtener buenas cosechas. En tal lugar existe una laguna que, en realidad, no pasa de ser una charca. Así, con toda modestia, los habitantes locales no tienen inconveniente en referirse a ella como: la charca.
En Cernégula existe una leyenda de brujas. No sé si hay algún hecho histórico constatable donde basar la historia, o todo el relato son invenciones y fantasías populares. Tampoco sería de extrañar la existencia de algún caso que sirviese de base a la leyenda, pues hace algunos siglos la Inquisición quemaba a personas por supuesta brujería únicamente existente en la cabeza de algún clérigo, y sin pasar de tratarse de alguna discrepancia religiosa. Lo cierto, es que a este chico de Cernégula, uno de los profesores le tomaba constantemente el pelo citando una frase del escritor Gallego Alvaro Cunqueiro: "Yo no creo en las meigas, pero haberlas... haylas". Con lo cual, el fenómeno de las brujas de Cernégula pasaba a ser archiconocido entre todos los alumnos de la clase.
Un día este compañero me dijo que nadie daba la vuelta a la charca de noche.
Vaya -pensé-, los vecinos de este pueblo envuelven la noche con el miedo a las brujas y cuando se enteran de que un visitante planea dar la vuelta a la charca, salen a asustarlo y se mean de risas de él. ¿Miedo a mí?. ¡Éstos están apañados!. Llevaría un par de linternas, por si la una de las dos fallara... simularía una escopeta tallándola, en secreto, de un trozo de madera... me proveería de una veintena de petardos de las fiestas de mi pueblo... y, con ese equipaje, no tendría miedo ni a cantos de búhos, ni a murciélagos, ni a vampiros, ni a supuestos rugidos de cadenas, ni a simulaciones de gritos de las ánimas el purgatorio, ni a fantasmas al estilo de los castillos Escoceses. Si alguien se acercara a mí, le pegaría un petardazo que echaría a correr y dejaría su sábana enganchada a una mata, como el apóstol San Marcos. Y si alguien se acercase demasiado, peor para él, porque le arrearía un culatazo con la presunta escopeta y quedaría descalabrado.
Yo tenía entonces 16 años y, a pesar de mis deficiencias físicas [aún no me habían diagnosticado ataxia de Fiedreich, pero era evidente que me estaba pasando algo], o precisamente por esas deficiencias, me hubiese comido el mundo. Miméticamente adoptamos posiciones opuestas a lo que somos, como si tuviésemos que demostrarnos algo, o tuviéramos miedo a salirnos de la carretera por una orilla y fuésemos con el volante ligeramente girado hacia el lado opuesto. No sé explicar el fenómeno: tal vez los psicólogos sepan. Lo cierto es que me ofrecí a ser yo el valiente que se atreviese a dar la vuelta a la charca por primera vez, y le lancé una apuesta: Iríamos media docena de compañeros en las vacaciones de verano a pasar tres días a su pueblo, y si yo conseguía dar la vuelta a la charca de noche, pagaría él los gastos, y si no, pagaría yo.
Como yo había incluido a toda la pandilla de amigos en la apuesta, armábamos una juerga mayúscula con ese tema:
- Oye -le preguntaba uno-, ¿y la vuelta tiene que ser en luna llena?.Ya sabes, lo digo por lo de los vampiros.
- O sea, que a todas las horas de la noche es válida -decía otro.
- Oye -preguntaba un tercero-, ¿tus paisanos no irán a tirarle a éste a la charca?. ¡Mira, que no sabe nadar... y os lo cobraríamos como bueno!.
Como todos íbamos en contra suya lo aturrullábamos con cuestiones irónicas.
Por fin nos dijo que no apostaba conmigo porque era imposible que ganásemos esa apuesta: Las brujas no tenían ninguna relación con la charca, y era un cuento combinado con ella para simular misterio. Lo de la noche era un añadido para jugar al despiste. Y ningún vecino se molestaría en intentar asustarnos. Todo se reducía a un juego de palabras. Lo que yo pretendía hacer era bordear la charca. Y en su pueblo entendían por dar la vuelta a la charca, ponerla lo de abajo arriba como se da la vuelta en el aire a una tortilla en una sartén. Y hacer eso era imposible.
Mi amigo tenía toda la razón. Y yo en aquella historia era solamente un jovencito impulsivo que necesitaba demostrarse cada día que sus deficiencias físicas, aunque fuesen evidentes, eran mentira y aún era capaz de comerse el mundo.