914- MI DÍA GAFE. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Han pasado muchos años desde mi comienzo en la utilización de la silla de ruedas en exteriores. Concretamente 14. Posiblemente, alguien piense que 14 años no es nada, pero dentro de una enfermedad progresiva, como la Ataxia de Friedreich, supone una diferencia abismal. Día a día no se nota la cantidad progresada, pero si miramos hacia atrás en base a grandes periodos de tiempo, la diferencia entre cuanto somos y cuanto fuimos es deprimente. Incluso, en nuestro camino de progresión, desde el punto de vista comparativo entre pasado y presente, da la impresión de habernos quejado por nimiedades que son una leve sombra de nuestro malestar actual. Y, aun cuando el resto de los mortales pone sus esperanzas en el mañana, el oscuro futuro siempre es para nosotros la meta a olvidar.
En 1992 adquirí una silla de motor. Lo admito, fue un poco por capricho dentro de la necesidad: Supongo que para los ajenos a este rollo de la ataxia puede resultar difícil entender esta paradoja cuando resulta facilísima de comprender para un paciente de ataxia. Simplemente, no era una necesidad extrema, pero no habría ningún obstáculo para calificarlo de necesidad. Yo vivo en un pueblo y me rodaba toda clase de caminos. El sistema giratorio de la ruedas delanteras de una silla no es idóneo para caminos rurales con grava, arena, o deformidades más o menos profundas. No importaban las imperfecciones de la vía, aún podía realizar alguna clase de movimientos para poder salir del bache cuando me metía. Mi truco consistía en fijar mis pies en el suelo y levantar las ruedas delanteras a la vez que accionaba la palanca de avance de la silla hasta pasa el obstáculo. Si ese procedimiento no daba resultado, me tiraba al suelo y gateando me dirigía a la parte trasera de la silla y empujaba hasta ponerla en mejor terreno.
Estamos en septiembre de 1999. Por supuesto, afectado por el progreso de la ataxia, yo no soy el mismo de 1992. Hace algunos años que me es imposible llevar a cabo mis viejos trucos. Si el tiempo es bueno (primavera y verano: la provincia de Burgos es la Siberia de España [:-)]), salgo todas la mañanas a dar un paseo. Mi padre, con mal genio aunque con buen criterio, me limita las áreas adonde ir. En realidad, en una población de 70 habitantes apenas existe posibilidad de elección. Mis paseos son alejarme un poco del pueblo a leer el periódico al sol sin rebasar ciertos límites impuestos por mi padre y por mi cordura.
Por cierto camino rural mi límite está en la ermita. Aquel día yo pensé seguir un poco más adelante y subir a una colina para poder disfrutar de un panorama más extenso. El agua de las lluvias al correr por el camino de la ladera había abierto dos surcos. Observé detenidamente el terreno y me convencí de no existir peligro por haber entre ambos surcos metro y medio en buenas condiciones para pasar. Así fue, la silla no tuvo ninguna dificultad subiendo. Allí arriba disfruté del panorama y, luego, decidí regresar. Pronto me percaté de haberme metido en una trampa. Para la silla, en cuanto a la fiabilidad de la dirección, subir y bajar eran todo lo contrario. Subiendo era el motor quien accionaba las ruedas, mientras bajando tenía que retenerlas. Sin poder evitarlo y aunque cruzara la dirección hacia el punto opuesto, mi silla iba derrapando hacia el surco más bajo de los dos. Por fin, una rueda delantera cayó al surco y yo salí despedido hacia adelante. El golpe no debió ser importante, porque ni siquiera lo recuerdo.
Gateando y con gran esfuerzo, logré sacar la silla del surco y ponerla en mejores condiciones para volver a iniciar la marcha. A continuación, intenté ascender a la silla. Todos mis intentos por subir fueron vanos. Mi corazón había comenzado a agitarse y temí una taquicardia de las que ya no es posible contarlas. Por ello, no tuve más remedio que, para protegerme del sol, colocar sobre mi cara la almohadilla llevada normalmente bajo el culo y esperar pacientemente las dos horas que faltaban para la hora de comer. Si al tiempo de la comida no había regresado, como lo hacía habitualmente, irían a buscarme.
Quise dormirme para matar dulcemente el tiempo de espera, pero mis pensamientos no me dejaron dormir. Numerosos recuerdos poco gratos pasaron por mi cabeza de una forma encadenada. Aún sin desmenuzar el anterior llegaba otro... y otro... y otro más. Fue imposible evitar que mis ojos se humedeciesen. De repente, recordé que un 8 de septiembre había volcado con la silla produciéndome una luxación en un codo. "¡Mierda -me dije-, si me parece que hoy también estamos a 8 de septiembre!. ¿Será mi día gafe?".
Producto de la casualidad, porque las tareas de la recolección estaban concluidas, por aquel camino pasaba un labrador con su tractor. Me subió a la silla y pude regresar a casa.
Mi madre enseguida vio mi ropa llena de tierra y preguntó:
- ¿Qué te ha pasado?.
- Nada -respondí. ¿No me ves que estoy aquí?. No me preguntes. No quiero hablar de ello.
Mi madre si limitó a buscar un cepillo para cepillar mi ropa.
Una vez cepillado, vino mi padre. Él sabe dónde había estado, más allá de los límites impuestos, porque me reprochó llevar el polvo colorado de Ribota (nombre de la colina), pero no sabe que me había caído de la silla.
Mi obsesión era entrar en casa para comprobar en el calendario de pared de la cocina la fecha exacta del día: Esta vez no era 8 de septiembre, sino 7 de septiembre [:-)].