922- CUANDO ERA TAN PEQUEÑO COMO UNA GALLINA. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Paco Ramón, en la lista de correos HispAtaxia, escribió: "¿Os acordáis de vuestro primer recuerdo consciente?. Animaos y contadlo". (Paco).

Yo no recuerdo muy bien este hecho, porque la memoria en los primeros años de la infancia parece estar diluida y no suele ser recuperable con nitidez. No obstante, recuerdo, apoyado por comentarios familiares, que hice un milagro a los dos o tres años de edad. De verdad. En serio. Lo contaré. A quienes conocen un poco el ambiente rural de los años cincuenta, les resultará fácil entender el relato. Quienes desconocen las costumbres y la forma de vivir de las familias campesinas de aquellos tiempos, habrán de prestar más atención a mis descripciones detallando la situación.

Nací en una población agrícola donde la principal actividad era el cultivo de cereales y leguminosas. En tiempos de la recogida de la cosecha del cereal, mi madre comenzaba la jornada a las tres de la mañana para el acarreo (transporte en carro tirado por vacas o mulas) de las nías a la era. Habían de madrugar para preparar la trilla, la cual, obviamente, se realizaba en las horas con sol. Mientras mi madre iba al acarreo, a mi hermana, un año menor que yo, y a mí nos dejaba cerrados en casa hasta su regreso a las 9 o a las 10 de la mañana. Por supuesto en mi familia no teníamos niñera, y mi abuela había de dedicarse a cuidar los animales, hacer los quesos y preparar el almuerzo para cuando volviera del trabajo el resto de la familia. Yo era el encargado de cuidar a mi hermana: Algo así como ponerle el chupete si lloraba, porque otra cosa no podía hacer a mi edad :-) .

Sin embargo, era un niño malo ;-) : descuidaba mis deberes y desertaba: Cogí la mala costumbre de colocar una silla junto a la ventana, abrirla, y salirme por entre el enrejado. Era una fuga premeditada, pues iba en casa de mi abuela, que vivía a pocos metros de nuestro domicilio, a tirarle de las faldas para que me diese un pedazo de pan para matar el gusanillo del hambre de mi estómago hasta que volviera mi madre del trabajo.

Mi abuelo, que era tan disciplinado como un militar plagado de medallas, a su vuelta siempre quería el almuerzo a punto sin esperar un sólo minuto. Y algún día, seguramente, mi abuela se quejó de que yo había ocupado una parte de su tiempo. Por eso, mi abuelo sentenció:

- A este niño le dejan cerrado para que cuide de su hermana, y allí debe estarse.

Y me clavó redes alámbricas en todas las ventanas de mi casa para que no me saliese.

Pero al día siguiente, con la sorpresa de una aparición, me presenté de nuevo en casa de mi abuela. Aquello era incomprensible. A la vuelta del campo, todos estaban perplejos y revisaban las ventanas... cerradas, las redes metálicas... intactas, las puertas... cerradas con llave. Mi parloteo no era muy bueno, porque las preguntas eran inútiles. Por fin, me entendieron cuando señalé un agujero con el dedo: El arbañal. Como en todas las casas de campo, también en la mía, junto a la puerta que daba paso al exterior existía un agujero para que entraran y salieran las gallinas estando la puerta cerrada. Se supone que vi a las aves salir por allí, y decidí probar a ver si por aquel agujero pasaba mi delicado cuerpo de niño de dos años. Y pasó.

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