165- LA NIEVE Y YO. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.
Cuando a través de los cristales de la ventana comienza a verse caer los primeros copos de cada nevada, como si fuera una muletilla, mi madre invariablemente dice: "la nieve es blanca, pero también es negra". Jamás le he replicado a tal aparente contradicción, pues en el fondo comprendía el sentido de sus palabras. Para calificar la nieve con relación al dicho de mi madre hay varios puntos a tener en cuenta: No sólo depende de la magnitud de la nevada y de si en el lugar de residencia ésta puede causar incomunicaciones, sino también de las preocupaciones y responsabilidades de cada cual... a veces dependientes de la etapa de la vida en que estemos cada uno. Cada vez que la televisión o la radio pronostican una ola de frío, mi madre se preocupa de tener pan para varios días y, por si hiciera falta, lo mete en el gran congelador donde, entre otras cosas, guarda los productos perecederos de la huerta. Evidentemente, a mi tal cosa ni se me pasa por la cabeza. También es cierto que mi madre está un poco anticuada y no sabe de la existencia de modernas máquinas quitanieves. Tampoco está del todo equivocada, pues tales artilugios mecánicos tienen otras prioridades que salvar núcleos rurales de 50 habitantes.
Para retornar a mi primer reminiscencia de la nieve, probablemente haya de remontarme a mis cinco años. Recuerdo que un día de intensa cellisca mi padre me llevó acuestas a la escuela tapado con una manta y me fue a buscar a la hora de salida para regresarme a casa con el mismo procedimiento. El mal tiempo nunca bloqueaba nuestro proceso escolar, pues tanto nosotros como el maestro vivíamos a un centenar de metros de la escuela. Solamente los niños de molinero vivían un poco alejados de la población. Tampoco las bajas temperaturas eran problema: el aula, a tipo de hipocausto romano, era previamente calentada con paja hasta conseguir un ambiente lo suficientemente cálido.
Durante la etapa escolar, como los demás niños, siempre acogí la nieve con la alegría de sentir algo fuera de la normalidad. Las incomunicaciones a esa edad nos importaban un pimiento. Aquí no existía teléfono, ni sabíamos qué era eso. Los cortes de luz eran sumamente habituales y no podían sorprendernos. La electricidad era conducida por debajo de los alares de los tejados por dos cable pelados (sin protector aislante) a una cuarta de distancia uno de otro. Cuando los cables se juntaban por acción del viento o hacían contacto entre ellos por efecto de alguna humedad de la lluvia, se fundían los plomos del transformador público. Entonces eran los vecinos quienes debían buscar el lugar del contacto que provocaba el apagón y darlo solución. Evidentemente, si la avería tenía lugar al anochecer, la búsqueda había de quedarse para el día siguiente, y aquella noche era necesario paliar la oscuridad del hogar con una vela o un candil. En nuestra primaria idea de niños, siempre hubiéramos deseado que las nevadas fueran mayores... ni siquiera nos habría preocupado qué comer, pues ésa no era nuestra responsabilidad. Sí recuerdo en una ocasión que, a causa de una nevada, mi padre y mi tío hubieron de ir a Villadiego a buscar provisiones con una mula, pero no para ir montados, sino para transportar en ella la carga.
Creo que mi preataxia me pasaba ya factura en mi infancia, y siempre un poco friolero. No participaba en demasía en las típicas peleas con bolas de nieve ni en la construcción de muñecos. En la primera de las actividades siempre me hubiera tocado cobrar por mis escasas aptitudes físicas. Recuerdo como los niños mayores nos bombardeaban a bolazos sin piedad a los más pequeños cada vez que se entreabría la puerta del portalillo escolar antes de la llegada del maestro. Tal vez, me animara un poco más con los muñecos. Recuerdo como nos calentábamos la manos en la piedra (lugar del suelo donde debido al calentamiento de atizado por debajo se alcanza la máxima temperatura) debido al dolor de uñas causado por el frío.
Por otra parte, la nieve aquí era casi como un grabado de las típicas postales navideñas. Para abrir pasillos en las calles, los hombres provistos de palas trazaban sendas y barrían su suelo con escobas de berezo para evitar que los restos de nieve se helaran provocando resbalones. No recuerdo que mi preataxia me hiciera malas faenas de pérdida de equilibrio, pero todos los años había caídas comentadas y hasta reídas. A los niños nos ponían las "cachuscas" (probablemente derive del ruso kathiuscas), unas botas de goma de media caña totalmente prácticas contra la humedad, pero poco positivas para el mantenimiento cálido de los pies. Los hombres en edad de trabajo llevaban botas de goma hasta la rodilla. Mientras, mujeres y ancianos, durante todo el invierno, debido al barro de las calles, para salir de casa sobrecalzaban abarcas, también llamadas almadreñas (popular en Galicia). Yo probé varias veces estos sobrecalzados... y para un preatáxico es como hacer equilibrios sobe un alambre... te tiemblan las pantorrillas :-) . Lo anecdótico aquí de estas abarcas era que cuando los usuarios llegaban a la iglesia se las quitaban en el portalillo, donde a veces se juntaban más de 20 pares.
Luego pasé cinco años interno en Seminario de Burgos. No me atrevo a afirmar de forma categórica, aunque sea muy posible, que en esta población nieve más que en la capital de la provincia. No obstante, allí se da otra serie de circunstancias para ser imposible un mínimo aislamiento. En cuanto a temperaturas, todas la ciudades producen un microclima más elevado que en su exterior. Los meteorólogos entendidos lo achacan al dióxido de carbono expelido por los coches y a la influencia de las calefacciones. Por otra parte, es muy posible que la polución atmosférica también actúe de capa de protección contra las bajas temperaturas, puesto que la mayoría de las heladas tienen lugar cuando no hay nubes, siendo en ciertas épocas del año un cielo raso al anochecer el preludio de una helada intensa. Sea como fuere, confirmando mis tesis, en la ciudad de Burgos siempre existe una pequeña diferencia, favorable al primero, entre los observatorios metereológicos del Instituto Cardenal López de Mendoza y el situado a las afueras en el aeropuerto de Villafría. Bueno, el Seminario queda a unos 200 m. del López de Mendoza.
No sé la fecha exacta de la historia que voy a contar, pero, año arriba, año abajo, la fecho hacia 1976. Yo ya estaba bien integrado aquí, y trabajando en la explotación agrícola ganadera de mi familia:
Tuvo lugar una de esas llamadas olas de frío y estuvo cellisqueando con fuerte viento durante varios días. La situación no era grave, sólo aparatosa. La nieve se pegaba a los cristales de la ventana dando sensación de oscuridad. El trabajo lo reducíamos a cuidar las vacas y los terneros. El piso de arriba del establo era utilizado como pajar. Mi padre, en previsión, por estas épocas del año siempre tenia suficientes reservas de harina y otros piensos. Como en el establo también había agua corriente y habían ya instalado una nueva red eléctrica que no fallaba, la molestia no era grande... el mayor problema era que el camión de la recogida de la leche no venía... es necesario ordeñar dos veces a diario para no causar problemas de ubres a las vacas... y ya teníamos llenos cuantos recipientes habíamos pillado... hasta la bañera :-) .
Luego hubo un corto deshielo, pero de repente el tiempo tomó una situación anticiclónica con fuetes heladas. La nieve impulsada por el viento estaba mal repartida: mientras en algunos sitios no había nada (como suena), en otros se acumulaban grandes neveros de hasta dos metros. El terreno de esta comarca no es montañoso, pero donde para disminuir los desniveles entre las colinas y los valles habían rebajado la carretera, ésta quedaba sepultada bajo en nevero.
Un sábado a la mañana la campana, con un toque especial reconocido a través de siglos, llamó a lo aquí conocido como "ascendera": son trabajos vecinales de prestación personal. En el Ayuntamiento decidieron que, puesto que había un enfermo para llevar de urgencia al hospital, saliéramos a desbloquear la carretera. Y allá nos fuimos todos los varones en edad de trabajar... yo también (21 años) que por entonces aún la ataxia no me causaba suficiente discapacidad para no participar en este acto solidario. Algunos pretendieron usar las palas mecánicas de los tractores, pero resultó un intento vano: sólo conseguían quemar las ruedas patinando en la masa helada de agua que había corrido por debajo en el día de deshielo. El primer nevero era largo, pero no de mucha capa, y al fin, más que quitarlo, los tractores consiguieron aplastar la nieve.
Los operarios de pala manual, mientras tanto, habíamos pasado a otro nevero. Éste sí daba miedo, y entre trabajos, calculábamos los piques y horas de trabajo necesarias para despejar aquello. De pensarlo, se quitaban las ganas, seguro que nos llegaría las noche de los cortos días de invierno sin que hubiésemos concluido la faena. Llegaron los tractores. Los tractoristas se bajaron a mirar y ni siquiera comenzaron. De repente se fueron. Y allí nos quedamos con nuestras palas manuales. A la media hora, una persona vino a avisarnos para que no trabajáramos más, pues ya habían llegado al siguiente pueblo: Villahizán de Treviño (patria paterna de Darío). Efectivamente, habían buscado otra ruta alternativa a través de las fincas para superar los neveros dandolos un rodeo para volver de nuevo a la carretera. Cuando deshelara, se iban a convertir en un barrizal, pero de momento estas vías eran válidas. En el pueblo citado había panadería. Como en nuestra casas ya faltaba el pan, allá nos fuimos. Éramos 17 en aquella marcha triunfal pala al hombro cual si fuera un fusil de asalto. Como anécdota, recuerdo que entramos al bar de la población y un vecino (ya fallecido) pidió para todos una botella de vino. Y el propietario pícaramente contesto: "Aquí se vende el vino por vasos, no por botellas" :-) .
El domingo, un amigo y yo pensamos ir hasta Villadiego en busca de provisiones. Indudablemente yo padecía una ataxia, pero aún no tenía diagnóstico. Ambos teníamos tractores de 80 CV y motor Perkins de 6 cilindros (hoy serían una birria, pero por aquel tiempo era lo más potente usado por esta comarca agrícola). La ruta directa estaba descartada, era imposible. Era preciso tomar la dirección Burgos (hasta Villahizán de Treviño) y, luego, girar al norte. La primera parte del viaje ya la habíamos abierto el sábado, pero la otra era una incógnita. Aparte de ropa de abrigo y botas de goma llevábamos sendos cables por si uno de los dos tractores se atascaba.
El viaje resultó un simple paseo, pues gentes de otros pueblos ya habían pasado con sus tractores antes que nosotros. Todo consistía en no salirse de los rodales marcados.