805- EL CUARTO DE LOS TRASTES. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Antiguamente, en todas las casas rurales de esta comarca existía un "cuarto de los trastes". ¡Cuidado!, no se llamaba trastero como actualmente en las ciudades, sino así, tal y como suena: "cuarto de los trastes". Curiosamente, aquí se decía trastes, no trastos como llama el diccionario a los utensilios inútiles. Aunque... en los pueblos, y menos en la época referida en mi escrito, no existía ninguna cosa totalmente inservible. Todo tenía alguna utilidad. Por lo menos, se guardaba para por si acaso pudiera servir algún día.

En otra ocasión hablaré del cuarto de los trastes de mi vivienda. Sin embargo, hoy voy a referirme en este escrito a la habitación de la casa de mi abuelo denominada con el nombre aludido. Aquella sala tenía mucho de magia o de misterio a nuestra mente infantil. Como a otros niños les asustan con la llegada del coco, cuando realizábamos una mala faena, mi abuela nos amenazaba con encerrarnos en el cuarto de los trastes. Por eso, cuando eramos conscientes de que nuestro comportamiento no era correcto, pensar en aquella pieza de la casa, ponía nuestros pelos de punta.

El cuarto de los trastes de la casa de mi abuelo era una estancia bastante amplia. En los pueblos las viviendas no tienen problemas de espacio. La oscuridad siempre reinante y la puerta permanentemente cerrada con una aldaba, le daban un cierto misterio a nuestros ojos tiernos. Un diminuto ventanuco sin cristal a la considerable altura de dos metros (imposible asomarse por él) era el único contacto con el exterior. Por si dudáramos de si cabía o no cabía por él (para salirnos si fuéramos encerrados) nuestro cuerpecito de niños si con nuestro ingenio acumulando objetos lográbamos acceder a su altura, la abertura estaba bloqueada por una reja y una alambrada. Pero, ¡por Dios!, nadie piense que el cuarto servía de cárcel. El enrejado era habitual en todas las ventanas y ventanucos de las casas rurales. La razón del alambre del ventanillo era impedir la entrada a los gatos, pues también servía para guardar algunos alimentos cuando por motivos de espacio no cabían en la diminuta despensa situada debajo de la escalera.

En aquella habitación había de todo. Allí tenía acomodo cualquier objeto que no tenía sitio en las otras piezas de la casa. Había una gran percha de varios metros de longitud donde se colgaba toda la ropa fuera de servicio. Allí, estaban emperchadas todas las prendas en desuso, bien por estar desechadas por su antigüedad o por estar retiradas por estar en desacuerdo con la estación del momento. Sin duda, aquel hubiera sido un buen ropero para elegir el vestuario para un carnaval: abrigos, mantillas, mantones, capas, tapabocas, etc. Sobre una resistente banca había cuatro o cinco talegas de donde sacaban el harina para cerner, y posteriormente amasar y cocer el pan. De las paredes colgaban toda clase de herramientas de carpintería: sierras, serruchos, escofinas, barrenos, etc. Aprovechando un esconce de un muro y apoyadas en su mango, mi abuelo guardaba las azadas de todas las clases y de todos los tamaños utilizadas en la huerta. También útiles para múltiples usos: cardar, hilar, lavar, cerner, amasar, etc. Por si fuera poco, del techo colgaban para el secado plantas medicinales olorosas para uso propio: manzanillas, poleos, tomillos, malvas, etc. A la par, colgadas de unas vigas con cordeles, había unas tablas donde se oreaban una docena de quesos. Lo peor de todo era el suelo, aparte de zapatos, zapatillas y botas, en él había una docena de viejas latas de conservas de pescado llenas de puntas, clavos, chinchetas, tuercas, tornos y arandelas... todo estaba clasificado según su especie y dimensiones. En este aspecto, el abuelo era un caso: enderezaba las puntas usadas a martillazos y las guardaba para otro servicio. Nada era ni viejo ni inútil.

Y antes he dicho lo peor era el suelo, porque con tanta oscuridad, pues los niños no alcanzábamos al encendedor de la luz, era fácil pisar y volcar las latas. Y aparte de tiznarse las manos con el óxido de los clavos usados al intentar recogerlo, aquello era totalmente imposible de volver a clasificarlo con la misma meticulosidad que estaba ordenado.

A los 7 u 8 años, aproximadamente, mi insistente curiosidad me llevo a perder el miedo y adentrarme sigilosamente en aquella misteriosa sala y descubrí un mueble muy interesante. Era una vieja mesilla de noche sumamente vieja y corroída por la carcoma. En la parte superior tenía un cajón con muchísimos botones usados, de todos los tamaños y colores, que mi abuela guardaba para cuando hiciesen falta. En la inferior, de la mesita, tras una puertecilla, había un único contenido: dos tomos muy viejos. Parecían libros de texto. Eran una gramática y una aritmética. No me imagino a quién pudieron pertenecer. Era un caso muy raro, pues a nivel de la escuela local, una enciclopedia englobaba todas las asignaturas en un sólo tomo. Aquella aritmética estaba llena de números y operaciones: quebrados, exponentes y raíces cuadradas que nada me decían a mi edad. Pero, la gramática llamó mi atención con numerosas composiciones poéticas en forma de fábula con moraleja. Aquel libro cautivo mi interés, y algunas de sus composiciones desde una suma sensibilidad hicieron brotar mis lágrimas de niño. Sentado en el suelo, cuando mis ojos ya se habían acostumbrado a la semioscuridad, en la penumbra propiciada por la escasa luz entrante por el ventanuco, leía y releía hasta el punto de aprenderme algunas de sus obras poéticas de memoria.

A la edad de 8 años somos más auténticos y jamás se nos ocurre valorar los escritos por la fama del firmante. No tenemos la malicia actual donde, influenciados por los modernos críticos literarios, calificamos la obra por el nombre del escritor. ¡Apañados están en la actualidad los autores desconocidos!. Les citaré una poesía de las de aquel libro, aprendida de memoria, pero no me pregunten por el autor, porque eso no lo sé. Nunca me fijé. Aunque, no creo que fuera famoso, porque jamás he vuelto a ver esas palabras en ningún otro libro. Pero vean:

"Eran Carlitos y Adela / dos hermanos, cariñosos / aplicados en la escuela, / como pobres bondadosos. / Al ir a la escuela un día / junto a la iglesia pasaron / y en la puerta se encontraron / con un pobre que dormía. // Despertarlo quiere el niño / para darle el pan que tiene, / mas, Adela lo detiene / y le dice con cariño: / - Déjale al pobre dormido. / ¡Que cansadito estará!. / ¿Sabrá quien le ha socorrido?. / Él no, mas, Dios lo sabrá".

¡Qué bonito!. Supongo que hoy se dirá que eso es sumamente sensiblero. Yo era niño, pero el mundo estaría mucho mejor si, a la par que nos hacemos hombres y adquirimos sensatez, supiéramos conservar un poco de sensibilidad. He de reconocer que al deleite en la lectura de este libro se debe mi posterior interés por la literatura.

Luego, marché del pueblo para permanecer de interno en el colegio. Cuando volví a casa de mi abuelo, aquella mesilla y sus libros ya no estaban. Alguien había hecho limpieza en el cuarto de los trastes, y aquella mesilla vieja y carcomida había prestado su último servicio: energía para cocer las alubias o para dar calor a la gloria algún día del frío invierno. ¿Y los libros...?. Nunca más supe de ellos. Me supongo que también fueron pasto de las llamas...

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