Negros nubarrones en el horizonte.



Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Sumario: 221- El sexo de los conejos. 222- ¿La ataxia es buena?. 223- Cuando era tan pequeño como una gallina. 224- Whisky para "dos pollos". 225- En el cielo.



221- EL SEXO DE LOS CONEJOS

Alguno de los lectores puede dudar de la certeza de esta historia y, a la vista del misterioso título del texto, pensar que únicamente se trata de un chiste jocoso narrado como pequeña provocación sexual. Pues no. El relato es muy cierto, aunque pueda tildarse de una de esas tonterías que a veces ocurren en nuestra vida y, tal vez, para los ajenos a esta experiencia personal, su única gracia sea la cualidad de absurdo del suceso. Y la relación de este texto con la ataxia no es ni más ni menos que un lance más de mi propia vida de atáxico.

Yo había comenzado trabajando en las labores ganaderas de la explotación de mi familia a un nivel altísimo. En un inicio podía realizar cualquier tarea. Así, cuando nadie entendía las instalaciones eléctricas de ordeño, yo me cargué con esa responsabilidad y ordeñaba las vacas. Y aunque si el trabajo del campo estaba en temporada alta, mi labor con el tractor me impedía trabajar con los animales, allí en las cuadras se hacía lo que yo mandaba. Digamos que existía un pacto tácito, nunca formalizado, entre mi familia: Ellos mandaban en cuestiones del campo, y yo en los animales. Y existían muchas discusiones, opiniones y sugerencias, pero al final acabábamos respetando la jerarquía antes indicada. Yo peleaba con el conservadurismo de mi padre y de mi tío y discutía la oportunidad de los diferentes cultivos, pero al fin acataba las ordenes. Y también discutía con ellos sobre los animales, pero al final imperaban mis opiniones como el más enterado del asunto. Pues para eso llevaba al día una libreta de notas donde constaba todo lo relativo al ganado. E incluso tenía un botiquín, y cuando un animal se ponía enfermo, yo hacía de veterinario y recetaba. Después mi padre, en el papel de practicante, pinchaba.

A medida que avanzaba la degeneración impuesta por mi ataxia, mi familia comenzó a darme órdenes y a restringirme las zonas del establo donde debía actuar. Eso era para mí sumamente irritante. En realidad predicaban en el desierto, yo era un cabezota y hacía lo que me daba la gana. Mi familia me gritaba: "- ¡No ves que te van a pisar!". Los gritos eran inútiles. Aunque reconozco que mi familia tenía toda la razón del mundo. Mis actuaciones solamente son comprensibles desde el pundonor personal. Y si nunca tuve accidentes serios, fue porque los animales parecen tener más conocimientos que algunas personas. Y cuando uno se ha visto caído en el patio con 10 novillos de 500 Kg. cada uno que han saltado por encima de él, ya no sabe si creer en Dios, en el destino, en los ángeles de la guarda, o simplemente en la sensatez de los bichos.

Yo, si no tenía trabajo en el campo con el tractor, pasaba largas horas en el establo. No importaba que no fuese el horario de tener actividad allí. Me sentaba sobre una paca de paja y me enrollaba con mis pensamientos sin interrumpir la tranquilidad de los animales que continuaban con su cansino rumiar sin perturbarse por la presencia del visitante quien les era familiar.

En el otoño de 1983 mi familia ya solamente me dejaba limpiar los pesebres desde fuera y barrer los pasillos con una escoba de berezo que yo utilizaba mitad para barrer, mitad como bastón para apoyarme :-) en mis frecuentes pérdidas de equilibrio. Un día, tras una discusión surgida de lo mismo [sus continuas órdenes: "- ¡Ten cuidado!". "- ¡Por ahí no te metas!". "- ¡No ves que te van a pisar!", yo me irrité excesivamente y los mandé a la mierda o al diablo o a no sé dónde, y volví a sentarme sobre mi paca de paja. Ésa de la paca de paja era una cuestión poco agradable para ellos, porque se sentían vigilados. Nunca paraba de decirles cómo debían hacer las cosas, sobre todo a mi madre y a mi hermana menor. Lo cual, mutuamente creaba un clima de irritabilidad. Y sólo requerían gustosamente mi presencia cuando había algún animal enfermo, o cuando aquella dichosa maquinita eléctrica de ordeño, ya pasada de moda, no funcionaba correctamente.

Allí, en la paca de paja, tuve una idea genial: Si yo criase conejos, evidentemente por su pequeño peso, no me podrían decir: "- ¡No ves que te van a pisar!. Y empecé a rumiar la idea. Yo no tenía la más mínima necesidad económica, además ya me habían concedido una pensión de invalidez, y solamente buscaría una pequeña actividad para pasar el tiempo. No sería un negocio, sino un pasatiempo. Intenté enterarme de algunos aspectos de la crianza de conejos... y manos a la obra.

Primero compré una jeringuilla de múltiples dosis milimetradas para inyectarles la imprescindible vacuna contra la terrible mixomatosis. Después pasé por un centro comercial de una población cercana y compré pienso para conejos y algunas jaulas que me llevaron a casa con un pequeño camión. Bien, ya tenía todo menos los animales. En casa siempre había habido algunos conejos para consumo propio, pero una reciente mixomatosis se había cargado todos, menos el conejo que ejercía de semental. Ya tenía uno, si había superado la enfermedad, ya era inmune. Me habían aconsejado que si sólo pretendía pasar el tiempo, no comprase muchas hembras, porque los conejos eran muy prolíficos y ni siquiera contaba con un mercado que absorbiera la producción. Con cuatro hembras sería suficiente para empezar. Preparé una casa vieja que teníamos. Como ya llevaba 30 años deshabitada, apenas tenía cristales en las ventanas. Puse alambradas para que no entrasen los numerosos gatos sin dueño que, afortunadamente, abundan en los pueblos evitando las plagas de ratones. Con mi medida pretendía evitar el acoso de estos gatos a las conejas con crías pequeñas. Y puse en la ventas una tela de saco de yute que dejaba pasar el aire pero creaba un ambiente de penumbra. Ésta era una medida contra las moscas, que me habían dicho eran las transmisoras de la mixomatosis.

Fui a comprar la hembras donde una vecina. Me llevo a una sala grande donde tenía más de treinta conejos en edad de sacrificio y me dio la oportunidad de escoger en función de colores o de tamaño.

- Escoge -me dijo.

- No. No. Elige tú -respondí.

Repetimos esta secuencia de oferta y respuesta durante al menos tres veces. Al fin, ruborizado, hube de decirle la verdad.

- Escoge tú, porque yo no sé distinguir un conejo de una coneja.

Y es que eso de levantarles el rabito y mirarles descaradamente el sexo me daba corte realizarlo delante de ella. ¡Si hubiese sido una vaca o un caballo...!. Yo había visto conejos... y casi a diario veía liebres por el campo, pero jamás pasó por mi pensamiento si aquel bicho era macho o era hembra.

La elección la hizo ella. Cuando capturaba un conejo, si era macho le soltaba otra vez, y si la capturada era una hembra la metía en mi saco.

Metí las conejas con el conejo semental en un recinto... llené de pienso y de agua unas viejas latas de conservas, y me olvidé del asunto por una semana.

Pasados los 7 día, puse las hembras en jaulas individuales que incluían una paridera.

Transcurridos otros 10 días, como había visto hacer a mi madre, quise comprobar la preñez de las hembras. Tomaba a cada coneja por las patas traseras con mi mano izquierda... apeaba mi culo contra la jaula para no perder el equilibrio deteriorado por mi ataxia... metía la cabeza del animal entre mis rodillas...y suavemente, para no dañar los fetos, con mi mano derecha palpaba las bolitas de las crías en formación. ¡Todas estaban preñadas, menos una!.

Durante una semana llevé diariamente a aquella coneja al recinto del semental. La misma historia se repetía día a día: El semental corría tras la hembra a una velocidad vertiginosa porque la velocidad de ella no era menor... y sólo se detenían cuando yo interceptaba la carrera y me ponía entre ambos. Yo me encogía de hombros: ¡Bah, esta coneja no está en celo! -pensaba. Así día tras día, hasta que comencé a sospechar que ambos eran machos...y las carreras no eran de pasión, sino por agresividad. Y el semental corría tras el otro animal para moderle, y el otro, más joven e incauto, intentaba poner los pies en Polvorosa. Con ese pensamiento, le levanté el rabito y pude confirmar mi sospecha. ¡Todo el lío había sido una confusión de mi vecina!. ¡Habría que comprarle una gafas! :-) .

Al día siguiente, mi madre guisó el conejo.

Con tres hembras no tuve problemas con la producción de conejos: Unos los consumíamos en casa... otros los vendía de forma esporádica... y algunos simplemente los regalaba. Pero una hermana de mi padre me trajo más hembras, asegurando su buena raza. Cuando criaron todas, me formaron un problemón: Llegué a tener casi 40 conejos en edad de sacrificio y sin saber qué hacer con ellos. ¡Y comían que era un barbaridad!. Se los ofrecí a las carnicerías cercanas... y en todas me respondieron lo mismo: que compraban en el matadero y que para ellos era engorroso manipular animales vivos. Yo pensé en soltarlos al campo para que se ganasen la vida por ellos mismos o fuesen almuerzo de algún zorro o lobo. Por fin me los llevó un Sr. que vendía pescado por los pueblos, no era lo suyo, pero tenía intención de ofrecérselos a sus clientes. La cantidad de dinero que me dio por la venta fue tan ridícula que ni siquiera alcanzaba para pagar las tres cuartas partes del pienso que los bichos se habían jamado. ¡Había sido un negocio completamente ruinoso! :-) .

Llegada la primavera, las actividades del campo entraron en un temporada alta, y casi no me dejaban tiempo para poder dedicarlo a los conejos. Solamente los veía los domingos. Durante la semana, encargaba a mi hermana llenar de pienso las tolvas y de agua las botellas. Comenzó a ocurrir un suceso extraño: Algunas botellas aparecía vacías y el agua derramada por el suelo. Acusé a mi hermana de no colocarlas bien, pero cuando las coloqué yo, sucedió lo mismo. Como las botellas eran de plástico, pensé en algún poro que interrumpía el sistema de vacío por el cual funcionaba el bebedero. Y como los recipientes tenía poco valor, cambié las botellas. Pero cada día aparecía una nueva botella rota. Las examiné y pude comprobar que no se trataba de un poro, sino de una diminuta roedura en la parte superior (o inferior, ya que su colocación era boca abajo), y al entrar el aire e interrumpirse el vacío, el agua se derramaba. Pensé en alguna camada de pequeños ratoncillos de esos que existen en casi todos lo graneros. Y para que nunca faltase agua a los conejos, con unos tornillos sujeté unas latas al piso de las jaulas. Unas arandelas hechas de un viejo neumático ajustadas por la presión de las tuercas impedían la pérdida de líquido del recipiente. Los conejos podían ensuciar el agua, pero jamás volcar el depósito. Llenar las latas sin abrir las puertas de las jaulas, era sumamente fácil, pues como medida contra el desequilibrio de mi ataxia y para no mojarme los pantalones, nunca llevaba el agua en cubo, sino en un gran botijo de plástico. El agua, aunque a distancia, caía con exactitud sobre la lata por el peto delantero del botijo.

Una noche, después de la cena, enviaron a mi hermana, 18 años entonces, a aquella casa a buscar no sé qué. Como no había luz eléctrica, fue provista de una linterna. Volvió todo pálida y con cara de haber visto a Frankestein :-) . Y no era para menos. Durante varios días pudimos observar los mejores efectos especiales de una película de terror: Más de 20 ratas de una cuarta de largas más otra cuarta de rabo, deslumbradas por la linterna, corrían en busca de sus cuevas de refugio :-) . Nunca las habíamos visto porque evidentemente solamente salían durante la noche. Y si no hubiese sido por la penumbra a que había sometido el edificio por miedo a las moscas transmisoras de la mixomatosis, me habría dado cuenta de que allí existían excrementos no pertenecientes precisamente a diminutos ratoncillos.

Las ratas tenían sus cuevas de refugio en las paredes de adobe de la casa. Sin embargo, no eran visibles por estar ocultas detrás de una pila de tablas sobrante de una reciente construcción, pues el año anterior habíamos remodelado el tejado del edificio por amenaza de ruina. Retiramos la madera. Cualquier intento por tapar las entradas a las cuevas resultaba inútil. Las ratas excavaban otras salidas, o destruían el cemento del tapón antes de que fraguase.

Compré veneno para ratas de distintas clases. También el veneno resultó inútil. Las ratas no eran tontas y satisfacían su voracidad con el pienso de los conejos dejando inéditos aquellos granos antiratas preparados en los laboratorio. No me quedo más remedio que "mandar al cuerno" a los conejos para poder retirar el pienso. Esto significó hambre para la ratas... que se comiesen el pienso envenenado... y muriesen en sus propias cuevas. También abrí las ventanas para que entrasen los gatos... aunque me temo que el tamaño de aquellas ratas hubiera intimidado a cualquier gato a pesar de su valentía :-) .

Así acabaron mis experiencias con los conejos. Llegaba verano y apenas me quedaría tiempo libre. ¿Y después del verano?. Había comprobado cómo mi degeneración crecía a pasos agigantados, y la crianza de conejos ya había dejado de ser mi solución mágica pensada en la paca de paja :-) . Ahora veía con suma claridad que ni siquiera mi enfermedad me dejaba validez para cuidar conejos.



222- ¿LA ATAXIA ES BUENA?

Hace unos días debatíamos en nuestra lista de correos de HispAtaxia si la ataxia era, o no era buena. Mi opinión personal al respecto es bastante clara y, modestia aparte, me parece completamente coherente con el respeto a los fundamentos de la naturaleza humana. Pero dejadme que os cuente una historia:

Hace algún tiempo falleció un vecino de mi pueblo que había pasado sus últimos años con sus hijas en la ciudad. Sus herederos decidieron vender una mínima parte de la herencia, porque conservarla resultaba sumamente problemático. Se trataba de un viejo caserón, deshabitado desde hacía 20 años, de paredes de adobe, carente de luz de eléctrica, y sin agua corriente. La humedad filtrada a través de las goteras del tejado y el viento entrante por los cristales semirrotos de sus ventanas, dejaban prácticamente contados los días en pie del edificio. Para realizar la oferta de venta, los herederos acudieron a una agencia inmobiliaria de la ciudad cuya práctica consiste en poner anuncios en los periódicos y todo lo adornan con dulces palabras: a los pisos de 30 años les llaman "seminuevos" y a los de 15 "a estrenar". El lote de venta se adornó con una huerta y una bodega... nada de valor.

Algún tiempo después, se supo que había sido vendido. Resultaba sorprendente y hasta increíble, pues nadie del pueblo hubiera dado un sólo duro por tal trío de fincas. Pronto vino durante los fines de semana un matrimonio, sordomudos ambos, con una niña que jugaba con los otros niños del pueblo. La comunicación apenas existía, pues desconocíamos el lenguaje de los signos. Los siguientes en llegar fueron los padres del muchacho: dos personas abiertas y amables que se ganaron la simpatía y amistad de los vecinos.

Solicitaron al Ayuntamiento una acometida de agua corriente. Les fue concedida, e iniciaron en una parte del corral de la vivienda adquirida una pequeña casita de construcción ilegal: Sin permisos de construcción... sin planos... sin proyectos... sin ninguna titulación técnica para avalar la calidad del edificio... y sin más albañiles que sus propias manos. Para ayudar en la obra vinieron otros dos hermanos del muchacho sordomudo, de unos treinta y tantos años, que estaban en situación de paro obrero y a quienes en el pueblo se aludía a ellos, despectivamente, como "los drogadictos".

Defendí muchas veces a estos chicos ante mis vecinos. Tal vez habrían tenido problemas de drogas, pero resultaba evidente que una adicción a la coca o a la heroína cuesta un pastón... y ellos no tenían oficio ni beneficio y ni siquiera delitos conocidos. A lo sumo, podrían utilizar drogas alcohólicas baratitas, tipo vino, o cerveza. Los alcohólicos abundan, y, a pesar de su estado, no se los incluye en el grupo de drogadictos.

Más tarde, se supo que estos dos hermanos habían pedido pequeñas cantidades de dinero a algún vecino de una forma que, pensando que se vive en un lugar aislado, nadie puede negarse a conceder, aunque sospeche que le están timando: "- Por favor, ¿puedes prestarme 5.000 o 10.000 pesetas, porque me he quedado sin dinero y hasta el lunes no abren los bancos?". Cuando esto llegó a oídos de su madre, se aprestó a pagar las deudas con la recomendación de que nadie diese dinero a sus hijos, porque ellos no tenían idea de devolverlo y ella no podía estar siempre detrás saldando sus deudas.

Terminada la casita, los llamados "drogadictos" se quedaron a vivir aquí de forma permanente... y tanto los padres, como el matrimonio de sordomudos y su hija, dejaron de venir. Imagino que en un principio vinieron por aquí huyendo por el fin de semana de unos problemas familiares... y cuando los problemas familiares se instalaron aquí, ya no tenía ningún sentido seguir viniendo. Sigo imaginando, y pienso que para estos padres su hijo sordomudo es una bendición del cielo, y los otros dos, con apariencia física normal, son dos desgraciados impresentables capaces de amargar la vida a cualquiera. Sin embargo, una cosa es lo que nos decimos ante lo irremediable y, otra muy distinta, el deseo de que eso irremediable ocurra en nuestras vidas.

En esta página web de Hispano-Ataxia encabezamos uno de nuestros sumarios con una hermosa frase de Cantú: "El dolor nos hace mejores, más comprensivos, nos centra en nosotros mismos, nos persuade que la vida no es una distracción, sino un deber". Sí, eso es muy cierto, yo lo creo a pies juntillas, pero una cosa es consolarse cuando estamos metidos por la fuerza en la madriguera del lobo y, otra muy distinta, meterse adrede en la madriguera del lobo para obtener el crecimiento de nuestros espíritus. El deseo de la enfermedad, o llamarla buena, resulta antihumano y, siguiendo el dicho, sería como querer escribir derecho con los renglones torcidos de Dios... cuando los hombres estamos obligados a intentar hacer las líneas rectas al más puro estilo humano mientras seamos seres humanos.

En resumen, si existiese una píldora mágica, dorada, azul, o verde, que hiciera desaparecer la ataxia, y algún atáxico se negase a tomarla, yo diría que es tonto o que ha perdido el afán de supervivencia propio de todo ser vivo. Cierto es que en mi juventud soñaba con píldoras mágicas y con magos (médicos o curanderos) que me devolvieran a la normalidad... mientras hoy, mucho más viejo y cansado, según la comparación de Santa Teresa con la vida, apunto mi mirada hacia el fin de la mala noche en la mala posada. Pero la mía no parece una posición pesimista, sino un mecanismo interior defensivo antidepresivo ante lo evidente y de preparación a lo irremediable.



223- CUANDO ERA TAN PEQUEÑO COMO UNA GALLINA.

Paco Ramón escribió: "¿Os acordáis de vuestro primer recuerdo consciente?. Animaos y contadlo". (Paco).

Yo no recuerdo muy bien este hecho, porque la memoria en los primeros años de la infancia parece estar diluida y no suele ser recuperable con nitidez. No obstante, recuerdo, apoyado por comentarios familiares, que hice un milagro a los dos o tres años de edad. De verdad. En serio. Lo contaré. A quienes conocen un poco el ambiente rural de los años cincuenta, les resultará fácil entender el relato. Quienes desconocen las costumbres y la forma de vivir de las familias campesinas de aquellos tiempos, habrán de prestar más atención a mis descripciones detallando la situación.

Nací en una población agrícola donde la principal actividad era el cultivo de cereales y leguminosas. En tiempos de la recogida de la cosecha del cereal, mi madre comenzaba la jornada a las tres de la mañana para el acarreo (transporte en carro tirado por vacas o mulas) de las nías a la era. Habían de madrugar para preparar la trilla, la cual, obviamente, se realizaba en las horas con sol. Mientras mi madre iba al acarreo, a mi hermana, un año menor que yo, y a mí nos dejaba cerrados en casa hasta su regreso a las 9 o a las 10 de la mañana. Por supuesto en mi familia no teníamos niñera, y mi abuela había de dedicarse a cuidar los animales, hacer los quesos y preparar el almuerzo para cuando volviera del trabajo el resto de la familia. Yo era el encargado de cuidar a mi hermana: Algo así como ponerle el chupete si lloraba, porque otra cosa no podía hacer a mi edad :-) .

Sin embargo, era un niño malo ;-) : descuidaba mis deberes y desertaba: Cogí la mala costumbre de colocar una silla junto a la ventana, abrirla, y salirme por entre el enrejado. Era una fuga premeditada, pues iba en casa de mi abuela, que vivía a pocos metros de nuestro domicilio, a tirarle de las faldas para que me diese un pedazo de pan para matar el gusanillo del hambre de mi estómago hasta que volviera mi madre del trabajo.

Mi abuelo, que era tan disciplinado como un militar plagado de medallas, a su vuelta siempre quería el almuerzo a punto sin esperar un sólo minuto. Y algún día, seguramente, mi abuela se quejó de que yo había ocupado una parte de su tiempo. Por eso, mi abuelo sentenció:

- A este niño le dejan cerrado para que cuide de su hermana, y allí debe estarse.

Y me clavó redes alámbricas en todas las ventanas de mi casa para que no me saliese.

Pero al día siguiente, con la sorpresa de una aparición, me presenté de nuevo en casa de mi abuela. Aquello era incomprensible. A la vuelta del campo, todos estaban perplejos y revisaban las ventanas... cerradas, las redes metálicas... intactas, las puertas... cerradas con llave. Mi parloteo no era muy bueno, porque las preguntas eran inútiles. Por fin, me entendieron cuando señalé un agujero con el dedo: El arbañal. Como en todas las casas de campo, también en la mía, junto a la puerta que daba paso al exterior existía un agujero para que entraran y salieran las gallinas estando la puerta cerrada. Se supone que vi a las aves salir por allí, y decidí probar a ver si por aquel agujero pasaba mi delicado cuerpo de niño de dos años. Y pasó.



224- WHISKY PARA "DOS POLLOS"

Recordando la parodia de la receta del pavo al whisky enviada hace unos días a la lista de correos HispAtaxia por Cristina, he recordado una anécdota humorística donde acabé escaldado en base al nombre de tan ardiente licor. Tenía aproximadamente 20 años y acudí con un amigo a una discoteca donde incluían en el lote de la entrada una consumición. Era la primera vez íbamos a tal lugar y nos costó cara la novatada.

Tras casi una hora pululando por la sala de fiestas nos acercamos a la barra.

- ¿Qué vais a tomar? -preguntó el camarero.

- Dos whiskys -respondió mi amigo.

Yo le miré muy extrañado, porque ninguno de los dos tomábamos copas. Lo usual era tomar cerveza, coca-cola , o mosto si la temperatura del tiempo no era apta para refrescos. Él me hizo un gesto como diciendo: "¡Déjales, si ya hemos pagado, por lo menos que hagan gasto!".

¿Qué marca queréis? -añadió el camarero.

La pregunta me pilló en fuera de juego. ¡Cómo iba a saber yo de marcas de whisky!. Otra vez miré a mi compañero a la vez que me encogía de hombros. Él estaba tan fuera de juego como yo, y para salir del paso contestó al camarero:

- Es igual. La que quieras.

Cuando fui a pagar con los tiques de la entradas, el camarero me dijo:

- Son 200 pesetas.

- ¡Cómo que 200 pesetas! -respondí asombrado-. ¡Pero no pone aquí que la consumición es gratuita!.

- Sí -me explicó el camarero que nos había visto la cara de paletos y pillado en fuera de juego-, pero esto es whisky Escocés, y en cuanto a copas de whisky, sólo entra en la consumición gratuita la marca Española Dyc. Mira, aquí lo pone.

Efectivamente, en el reverso del tique en letras supermenudas estipulaban las bebidas que no entraban en la consumición gratuita. No había excusa. Así es como me hallé con 200 pesetas de menos en el bolsillo (de las de hace 25 años) y un vaso de whisky Escocés con dos cubitos de hielo entre las manos como si fuese un gran hacendado a quien no le importa ir tirando el dinero.

- ¿Sabes una cosa? -le dije a mi amigo después de probar el whisky Escocés, mientras nos partíamos de risa por haber sido víctimas de aquel timo legal-. Esta mierda en mi pueblo se llama orujo y cuesta cinco duros.



225- EN EL CIELO

Por si alguno de mis textos de humor diese lugar a malas interpretaciones, advierto ser profundamente creyente. No es necesario buscarles cuatro pies al gato a estos escritos. Una cosa es hacer juegos de palabras y otra, muy distinta impartir tesis desde una cátedra. Ni soy catedrático ni cobro comisiones por vender ideas.

La fe no es una cuestión matemática, y las personas corrientes solemos creer, pero también existe en nuestro interior la duda. Al fin y al cabo, nosotros, los creyentes y los agnósticos estamos hechos de la misma pasta. Ellos, ni creen ni niegan, simplemente no se plantean la cuestión de una existencia Divina. Nosotros aceptamos la existencia Divina, pero no nos cuestionamos la forma. Llámase fe de carbonero: creo porque me lo enseñó mi padre y mi madre, y lo demás son historias.

En realidad a todos nos importa menos que un rábano si Dios tiene barbas, si la Virgen tiene corona, si en el cielo gastan alfombras, o si el demonio lleva tridente, si el infierno existe o no existe, si Dios creó al hombre de barro, si "el barro estaba cocido o estaba crudo", o si el hombre desciende del mono, o si el mono "descendió" del árbol donde había subido a "comerse el/un coco". El antiguo catecismo definía la fe como "creer lo que no vimos", cuando en realidad sería "aceptar sin debatir lo que nos han dicho". Ya lo dicen en un pasaje de la historia de San Agustín: "es más difícil meter a Dios en la cabeza que meter todo el agua del mar en un hoyito de arena de la playa". Así que nadie lo intente o se volverá "mico" como el mono que descendió del árbol donde había subido a "comerse el coco".

Tampoco voy a meterme en cuestiones teológicas para debatir si la fe es, o no es, un don. Supongo. Sin embargo, para ser, o no, creyente, hay una circunstancia puramente humana y mucho más papable que lo del don: Es la necesidad personal de cada uno, que varía según las propias circunstancias. Pero estaríamos en el mismo sitio porque, según las teorías teológicas, también éstas serían un don. A nuestro nivel de personas corrientes, las circunstancias personales son como son, y punto: No vamos a calentarnos la cabeza debatiendo razones. Creo que ya lo decía Napoleón: "si Dios no existiese, lo habríamos necesitado inventar los hombres". Efectivamente, yo necesito una esperanza, y creo, sin más análisis. Otro tiene aquí abajo colmada su esperanza, y pasa, ni cree ni niega.

Ayer traduje un artículo de un atáxico de USA que terminaba diciendo: "aunque yo sólo creo en Dios como en una metáfora para la humanidad, Dios le ama. Sea feliz". ¡Caray, muchacho!. ¿Qué falta te hacen disculpas?. Con ese final de frase, resultas "más papista que el Papa". En el aspecto humanista de la religión están basadas nuestras creencias. De nada sirve a la Iglesia (con mayúscula) quedarse a rezar en su iglesia (con minúscula) si no comparte el amor que predica. Es inútil todo mandamiento si se olvida el de amar al prójimo. Ahí está mi necesidad. Pero mi extrema necesidad no me excusa de aportar a los demás la parte que me exige el mandamiento citado.

¡Vaya, ya olvidé a lo que había venido!. ¡Ah, sí!, a contar un chiste. Ahí va:

Cuentan que tres amigos, Pablo, Andrés, y Félix, regresaban de una jornada de caza. Nadie sabe si la causa del accidente fue la excesiva velocidad para una carretera de tercera clase, o la culpa fue de un árbol soñador que estaba en un lugar inadecuado. Lo cierto es que el "leñazo" fue fenomenal. En teoría, el cigüeñal del mercedes debiera ser más fuerte que el chopo, pero éste "se hizo cisco" y el árbol aún permanece con sus raíces arraigadas a la tierra, aunque eso sí, ha perdido la verticalidad quedando 20 grados inclinado. Los tres ocupantes fallecieron en el acto, sin dar tiempo a "últimos sacramentos ni a bendición apostólica de Su Santidad".

De pronto, se vieron en una sala que parecía un tribunal de justicia con un gran mural al fondo donde estaba el hipotético ojo de Dios dentro de un triángulo. En el estrado había un solo juez repasando expedientes, vestido de túnica blanca, y con un objeto en la mano izquierda que, a primera vista, podría confundirse con el clásico mazo de las películas de la tele.

- Es Dios -afirmó Andrés en voz baja.

- ¡Qué va!. Es San Pedro -contestó Pablo-. ¿No lo ves que es calvo y lleva las llaves del cielo en la mano?. Es igualito que la estatua de la parroquia de mi pueblo.

San Pedro continuaba en silencio leyendo expedientes, labor que sólo interrumpía para observar detenidamente a los "reos" por encima de las gafas. Por fin habló:

- Pablo, es usted una persona excelente. En los 10 años de matrimonio jamás engañó a su esposa, la cuidó en sus dos años de enfermedad hasta su muerte de cáncer, y aún después de muerta ha seguido respetando su memoria. Aquí damos un vehículo para trasladarse por el cielo en proporción al comportamiento tenido en la tierra. Le daremos "un ferrari" descapotable. Es uno de los mejores coches de que disponemos.

San Pedro pasó a un segundo expediente y todo se tornó silencio por unos minutos.

- A ver, Andrés. ¡Ay, ay, ay! -exclamó San Pedro-, usted le fue infiel a su esposa 5 veces, y, aunque podrían verse atenuantes, no le eximen del total de la falta. El expediente no está mal, aunque... ¡hay que hacerlo mejor!. Bueno le daremos un buen coche, no es como su "mercedes" terreno, pero tampoco está mal.

San Pedro pasó a leer el tercer expediente. Durante la lectura mental, continuamente hacía gestos de desaprobación con la cabeza.

- Éste me condena -susurró Félix, temeroso, a sus compañeros.

- Ten paciencia, hombre -le contestó Pablo-. Si te condena ya apelaremos a la misericordia de Dios.

- Félix -dijo San Pedro-, usted ha sido en su vida bastante sinvergüenza. ¡23 veces ha engañado a su esposa!. Y lo peor, con 5 mujeres distintas. ¡Usted se burlaba de todas!. Lo siento, solamente puedo concederle una bicicleta para moverse por el cielo.

Félix respiró tranquilo.

- ¡Visto para sentencia! -exclamó San Pedro golpeando la mesa con aquella gran llave de su mano izquierda. A continuación pasará mi ayudante para entregarles los vehículos.

Salidos del juicio, los tres amigos se fueron a celebrar a un bar su admisión en cielo. Allí se tomaron unas cervecitas alegremente mientras comentaban los aspectos de juicio.

A la salida del bar, Pablo rompió a llorar desconsoladamente.

- ¿Qué te pasa? -le preguntó Andrés-. ¡No seas tonto!, eres viudo, ni siquiera tienes hijos. Solamente has dejado allá abajo un montón de sobrinos. ¡Anda, echa un vistazo a la tierra!. Están todos reunidos para tratar de cómo repartirse la herencia. Todos llevan gafas oscuras para hacer creer que han llorado, pero escruta debajo de sus gafas y verás que no hay rastro de haber vertido lágrimas.

- ¡Tú eres tonto! -le dijo Félix-. Nos hemos muerto sin el menor sufrimiento... nos admiten en el cielo... te dan un vehículo imponente... ¡y encima te pones a llorar!. ¡Mira, anda, mira!, ¿cuántos coches como el tuyo ves en el aparcamiento?. Ninguno, entre cientos no hay ninguno.

- Si no lloro por eso -contestó Pablo entre sollozos-. Es que acabó de ver a mi difunta esposa en a acera de enfrente y se traslada por el cielo en una silla de ruedas.

- ¡Joder...!. ¡Yo creía que era el peor, y por lo menos tengo una bicicleta! -exclamó Félix después de lanzar un silbido de sorpresa-. ¿Pero de qué llora éste, de amor o de arrepentimiento por haber sido como ha sido?.



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