AUTOBIOGRAFÍA DE MIGUEL-A. CIBRIÁN, (2ª parte). Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

(Anterior).

El cambio del Seminario al pueblo fue para mí bastante traumático, pero no por la dura actividad de las labores del campo, sino por las circunstancias físicas y psicológicas de mis dificultades personales. Desde niño ya había trabajado duramente en la recolección durante los meses de verano y no me espantaba la dureza de las labores. Sin embargo, se unieron numerosas circunstancias para hacerme pasar un tiempo realmente malo. En primer lugar, mi familia tomaba al pie de la letra las observaciones de los Doctores. Era visible con ostensible claridad que nadie confiaba mínimamente en mí. Oficialmente, yo era un tipo enfermo de los nervios y poco de fiar. Los trabajos a mí encomendados iban destinados solamente a mantenerme entretenido por la terapia de recomendación médica. En el fondo, mis labores carecían de rentabilidad y, por nada del mundo, me hubieran dado una tarea de responsabilidad. ¿El tractor?.¡Ni pensarlo!. ¡A lo mejor yo atropellaba a medio mundo!.

La terapia correcta de estos casos es justamente la contraria de la llevada a cabo: fomentar la autoconfianza del individuo, y eso es imposible si la persona ve carencia de confianza en ella por parte de los demás. Y no es que mi familia no me quisiera. Ellos hacían lo que habían entendido a los Doctores con la mejor de las intenciones. Y una muestra del cariño de mi familia fue que me llevaron tres veces a consulta a una clínica privada de Madrid. Y eso para una familia pobre, al principio de lo años 70... los honorarios médicos, más ir a Madrid en taxi, suponía un pastón... lo suficiente para verse en la necesidad de hacer equilibrios económicos durante el resto del año.

Bueno, lo de ir en taxi no es del todo correcto: solamente fuimos dos veces de ese modo. La tercera vez fui en tren, yo solo. Por mi aparente adolescencia, a pesar de mis 19 años, me hicieron una enorme putada que jamás se hubieran atrevido a hacer a ningún adulto, ni de haberme acompañado mi familia: El día en que había sido citado, después de pasame la noche viajando semidormido en los asientos del frío compartimento de un vagón, me presenté a las 10:00 de la mañana en la clínica, Puerta de Hierro, y entregué los papeles a la recepcionista. Me mandó a la sala de espera. A pesar de que yo iba por allí cada dos horas a ver que pasaba con mi caso, ella me seguía mandando esperar. Ya anochecido, me dijo que el Dr. no podía atenderme aquel día, que volviera al día siguiente (sin calificativos para clínica y Drs... porque iba aquí a llamar puta a la recepcionista, pero a lo mejor es la que menos culpa tiene). Le pregunté por un hotel cercano. Respondió que ella no vivía por allí y no conocía aquella zona. De noche no me atrevía a callejear e ir por ahí preguntando, porque me hubiera perdido, y decidí desandar el camino conocido hasta la estación del tren con idea de dormir en ella en un banco. Primero un viaje en autobús, luego uno de metro, eran el trayecto. Al descender del autobús en Cuatro Caminos para ir a la estación y tomar el metro, vi un letrero que decía "Pensión". Se puede suponer que para mí fue como ver la gloria del cielo :-) ... y sólo por 300 cochinas pesetas :-) . Dormí de un tirón tras no haber dormido en cama la noche anterior.

Los resultados de los nuevos Doctores no cambiaron el diagnóstico existente, únicamente se empeñaban en incrementar las dosis de sedantes.

Por otra parte, mi nivel de inteligencia, no exenta de dedicación, en el Seminario me concedía un prestigio, y allí disfrutaba de un respeto que aquí en el pueblo tenía que ganarme. ¿Pero cómo?. ¡Si ni siquiera podía gozar de un mínimo de confianza!. Otro problema a añadir era mi escasa constitución física. Yo aparentaba casi 4 años menos de mi edad real. Eso no había sido un problema en el Seminario, pero aquí si hube de ver numerosos desprecios por ese simple motivo. Probablemente la diferencia de tratamiento se debiera al diferente nivel cultural, o la observación de la rígida disciplina allí imperante. Aunque en el fondo, he de reconocer que la escasa constitución física ha marcado mi vida posiblemente aún más que la Ataxia de Friedreich.

Y es que ya no era sólo un enfermo nervioso, era débil y torpe, y, como vulgarmente se dice, nadie hubiera dado un duro por mí. Comenzaron a dejarme el tractor... más por necesidad (pues mi padre ni tenía carnet ni se había preocupado por aprender a manejarlo), que por confianza. Uno de los trabajos de aquellas recolecciones, dos años antes de que comprásemos la cosechadora, consistía en llevar las nías a la era: uno de los trabajadores las subía con una horca de mango largo y otro las acomodaba en el remolque. El primer trabajo... carecía de fuerza y me agotaba... y el segundo trabajo... bueno... ninguno de los dos es compatible con la Ataxia de Friedreich.. Y yo la tenía... y bastante visible además... pero la ineptitud médica no acertaba a diagnosticarla. La labor citada comenzaba a las tres de la mañana... a oscuras... (de todos los pacientes de ataxia es sabido el negativo efecto de la oscuridad en ellos), y sobre las nías: una superficie blanda e inestable, parecida casi a una cama elástica para los efectos en mí... yo pasaba más tiempo desequilibrado que de pie... mi padre me gritaba porque tardaba en recoger los brazados que me daba con la horca de mango largo... por fin todo se me caía del remolque de tanto bailar sobre ello en mi lucha por mantener el difícil equilibrio de un atáxico... lógicamente mi padre se cabreaba y acababa llamándome "inútil". Eso fui durante dos años, un "inútil". Y no porque que me lo llamasen, sino porque yo me lo había creído.

Poco a poco, demostré a mi familia que era un tipo muy fiable. Y una cosa eran mis deficiencias que eran ajenas a mi voluntad (que nadie sabía por qué estaban ahí), y otra distinta mi interés suficientemente demostrado. Mi padre, posiblemente porque yo era el único varón de la familia, comenzó a contar conmigo de una forma extraordinaria reconociendo como óptimas mis ideas favorables a la petición de préstamos. Contratamos la construcción de una casa. Y saqué el permiso de conducir. Tener un automóvil entraba en nuestros planes familiares y, por supuesto, en los míos personales. Sin embargo, no era prioritario... habría de esperar. Nuestra economía de momento estaba hipotecada en otros asuntos.

Yo, por estas fechas, aún andaba en bicicleta, no exento de algunas dificultades. Años atrás habíamos comprado una bicicleta, BH azul, para uso familiar. La utilizábamos todos, incluida mi madre. A mí me había costado muchísimo aprender a montar en ella. Incluso, recuerdo que mi hermana, un año menor que yo, aprendió antes, y para vergüenza mía, a veces me llevaba, como paquete, en el sillín posterior. Pero al fin y tras muchas caídas había aprendido a manejarla. Cierto que, por la incipiente Ataxia de Friedreich, nunca tuve las habilidades con ella de otros chicos de mi edad: jamás pude soltar las manos del manillar, frenar en seco, levantar la rueda delantera, alcanzar sus velocidades, cambiar vertiginosamente de dirección, subir cuestas empinadas, o meterme con ella por terrenos escabrosos. Aunque me faltaran reflejos, salvo el pronto cansancio y sensación de ahogo, no tenía demasiados problemas en carretera: yo me ceñía a circular por la derecha a un metro de la orilla sin preocuparme lo más mínimo de quién viniera por delante o por detrás... también es verdad que aquí las carreteras tenían muy poca circulación. Y utilizaba mucho la bicicleta por necesidad, pues había que salir a otros pueblos para todo: médico, veterinario, farmacia, secretarios, mecánicos, cajas de ahorro, compra de alimentación, etc. Más problemas tenía con la bicicleta en los caminos rurales de acceso a las fincas agrícolas. La mayoría tenían algunos rodales hechos por los tractores cuando los caminos se encharcaban en invierno. Era necesario circular por arriba... una especie de sendero. Eso sí era dificultoso para mi ataxia o preataxia, pero me lo tomaba como un reto. Recuerdo que un día de mucho frío y de fuerte viento fui por uno de estos caminos rurales a una población 5 km. al norte a que el secretario de la Hermandad (sindicato) me hiciera unos trámites respecto a unas fincas que allí sembrábamos. Al ir con el fuerte viento de cara, la bicicleta, aparte de mal camino, apenas avanzaba y me exigía mucho esfuerzo pedaleando.

- ¿Cómo has venido hoy con el mal tiempo que hace? -me preguntó el secretario.

Hizo el papeleo y lo firmé, pero faltaba un dato: el número del carnet de identidad de mi padre. Por supuesto, por entonces no disponíamos de la facilidad de comunicar el dato por teléfono. Así que me dijo:

- Te falta el número del carnet de tu padre. Ya me lo traerás otro día que haga mejor tiempo. Aún queda una semana de plazo.

De regreso, la bicicleta y yo, impulsados por el fuerte viento, volábamos. Sin esfuerzo, llegué a casa en un santiamén. Y me dije: "ni otro día ni inventos, ahora mismo vuelvo y le llevo el número que me ha requerido". Y así lo hice.

Creo que fue hacia 1973 cuando hube de trabajar con una pareja de mulas. El sistema de cultivos en la comarca cambiaría radicalmente el la década de los 80. Por entonces predominaba el trigo de ciclo largo, leguminosas como las comuñas, y se practicaba mucho el típico barbecho (dejar la tierra descansando durante un año, pero arada para mantenerla libre de malas hierbas)... la cebada de ciclo corto, tan sembrada en decenios posteriores, apenas existía. Tampoco los tractores y sus aperos eran nada de otro jueves. Mientras hoy se usan con cerca de 200 cavallos de potencia y, a mayores, doble tracción, aquellos solamente rondaban los 60. Por tanto, las sementeras de otoño era necesario hacerlas deprisa comenzando a primeros de octubre, e, incluso, parte de ellas, antes de la llegada de las lluvias (denominada "sementera en seco"). Por lo cual el suelo no quedaba demasiado llano, necesitando de otro ligero allanado, con las plantas ya nacidas, hacia el mes de marzo... sobre todo las comuñas, que era necesario segarlas a ras de tierra.

Con tal allanado de la tierra después de ya crecidas, algunas plantas resultaban dañadas de muerte... pero la tradición decía que se beneficiaba a las restantes. No deja eso de ser una de tantas tonterías que perduran a través de los tiempos. De hecho ya se comenzaba a incrementar bastante, además, las densidades de semilla, que desde tiempos inmemoriales habían incluso servido para marcar extensiones. Una fanega no sólo era una medida de volumen que equivalía aproximadamente a 42´5 kg. de trigo, sino también a la porción de tierra que se sembraba con esa cantidad... y que en el sistema métrico a su vez la equivalencia en esta comarca era de 36 áreas, o a 1/3 de hectárea (obsérvese que las cuentas ni siquiera cuadran, en todo caso, un tercio de hectárea pudiera ser 33,33, pero no 36).

Mi padre estaba en operación quirúrgica con dos hernias, y mi tío barbechando. Hube de ocuparme yo de realizar esa tarea con las mulas. Mi abuelo me enseñó a aparejarlas y, con su cachaba, me acompaño la primera tarde. El resto del mes fue mío. Doy fe de que seguir a una pareja de mulas (a pie, claro) es arduo para todos, peo muy jodido para alguien con incipiente ataxia. No se me olvidará que un día las dejé solas en una finca y, sediento, me escapé a beberme "medio" río sin miramientos a que el agua estuviera contaminada :-) . No estaba seguro de hallar a las mulas allí a mí vuelta, pero no se movieron.

En el verano de 1974, justamente el día que comenzaban la construcción de la casa (6 de agosto), tuvimos un fatal acidente. En el acarreo de nías a la era y en un bache del camino hubo un corrimiento de la carga y volcó el remolque. Conducía mi tío y lo había cargado mi padre, yo y mi torpeza no tuvimos nada que ver en este tropiezo. Mi padre, que iba arriba, al volcar, se rompió las piernas. Mi madre estuvo unos días en el hospital con mi padre. Yo me cargué de responsabilidad. La cosecha estaba segada y ya no había forma de cambiar de planes (no era posible alquilar el trabajo de una cosechadoras de cereal). La casa estaba en construcción y la ganadería era abundante. Menos mal que encontramos un chico para contratarlo como ayudante, el cual estaba disponible porque un hermano suyo había venido con un mes de permiso del servicio militar. Aún así, yo tenía que currar de forma extraordinaria y dormir poco y a deshora. Nos levantábamos a las 3:00, mi tío este chico y yo... luego, hacia las 6:00 me reemplazaba mi hermana en la labor del campo, y yo me quedaba en casa para ordeñar y cuidad las vacas. En fin, que casi no tenía tiempo de dormir... menos mal que me correspondían dos horas de siesta, tras la comida, en el suelo de la era... que con tanto cansancio, no quedaba el más mínimo resquicio para pensar en su dureza.

De esta época nace mi afición por el ganado vacuno. Probablemente mis ocupaciones desembocaron en un mayor interés. Una anécdota es que mi padre tenía con el ganado frecuentes problemas de indigestiones (meteorismos en los rumiantes). Todos le reprochábamos su exageración a la hora de darles de comer abusando de la harina de cereales. Yo desde el primer día me dije que aquello no me pasaría. Por olvido, suprimí los complejos vitamínicos, y acorté las raciones de harina intencionadamente. Aquello a primera vista funcionaba perfectamente. Cierto que las vacas estaban más delgadas, pero de eso se trataba. Pasados algunos meses, comencé a tener en el ganado un problema, a todas luces de metabolismo, porque nunca ocurrió en los animales de cebo. Eran una costras redondas del tamaño de una moneda que concluían con la pérdida de pelo del animal, y lo peor era que parecían multiplicarse de una manera vertiginosa. El veterinario (que estaba en la higuera) me dijo que eran herpes... muy contagiosas, incluso para el ser humano... que utilizase guantes... raspase las costras con un trozo de una teja hasta hacer sangrar al animal por la herpe... y luego rociase la herida con un aerosol. Aquel remedio era materialmente imposible de realizar: salvo alguna vaca vieja que se dejaba torturar estoicamente, los demás animales enloquecían nada más verme con una teja en la mano dispuesto a torturarlos. Me llevé varias coces y revolcones, porque los animales no aguantaban aquel tormento. Y abandoné convencido de que aquello era superior a mis fuerzas. Lo cierto es que aquel mal se curó tan misteriosamente como había llegado, y sin aerosoles ni saber por qué, comenzó a crecer pelo en los redondeles: tal vez fuera la mejor alimentación, o la llegada de la primavera... no lo sé.

Mi padre quedó mal físicamente de aquel acidente. Durante un año estuvo con muletas. A sus problemas de cojera se unía la pérdida de un ojo sufrida por una coz de una mula muchos años antes. Pidió la invalidez, y le concedieron el 50 %. Llegaba el verano y, casi de repente y sin muchas ideas previas, decidimos que ya no podíamos continuar como antes, y pensamos en comprar una cosechadora para el cereal. La inversión económica era muy grande, por ello tratamos de adquirir una de segunda mano. Pero la operación falló a última hora. Entonces, ya con la recolección encima y casi sin tiempo, optamos una nueva. O renovarse, o morir, suelen decir :-) . Creo que fue la mejor copra que hicimos jamás, pues, sin duda, los avances agrícolas nos lo hubieran exigido con inmediata posteridad.

Yo, pasada la recolección, me dejé deslumbrar por la oferta de unos cursos de capacitación agraria que daban acceso a la Universidad. Pensé que no tenía condiciones físicas apropiadas para la actividad laboral en el campo y debía buscar otros caminos para mi futuro. La inversión económica en la cosechadora, la casa, el cambio de tractor, y la adquisición de algunas fincas, no eran obstáculo: Para el resto del año se apañaba bien mi familia, y en las recolecciones, donde yo sí era necesario, me tendrían todo los veranos durante las vacaciones junto a ellos. Y me largué a Palencia. Tuve una enorme decepción,. porque aquello allí hallado, nada tenía que ver con lo que yo había pensado. Sí, existía una posibilidad de salto a la Universidad, pero el nivel educativo era cero, y resulta un auténtico disparate ir a la Universidad sin unos conocimientos previos. Y lo peor del caso es que existía un comportamiento caótico y a veces inhumano. Debido a mi acostumbramiento a la rígida disciplina de un Seminario, a veces me daba nauseas. Y aún me queda el mal sabor de boca de haberlo dado de paso todo sin saber defender unos ideales, aunque me temo que no hubiera servido para ello, pues habría tenido que comprarme una navaja para amedrentar a gente tan cerril. Y no me refiero a tonterías sexuales o a pequeñeces propias de juventud, sino a hacer daño por placer. El problema era que mandaban tres o cuatro llamados veteranos, expulsados de otros colegios, quienes ni siquiera sabían que existiese una muela llamada del juicio, ni cosa parecida.

Yo allí era respetado por múltiples circunstancias largas de enumerar, pero dejaba pasar, o me hubiese encontrado un problemón. Entre las muchísimas barbaridades que allí sucedían, había un bedel a quien algunos alumnos hacían la vida imposible. Sólo le mantenía firme su propio orgullo y faltarle solamente un año para la jubilación. Un día, después de una canallada, el Director nos llamo uno por uno. Todos sabían qué había pasado... pero nadie dijimos nada... porque nadie podía soltar una palabra sin desatar las iras del infierno.

Estando allí, otoño de 1975, aconteció la muerte de General Franco. Y no digo nos sorprendió porque su muerte estaba cantada. Simplemente, hay una anécdota que relataré a continuación. Por esos días alguien contaba una historia muy curiosa, de las que te deja pensativo. Días antes de la muerte, la pronosticaban para el día 19 de noviembre con esta extraña operación: Si se suma independientemente las cifras de días, meses y años, del día que comenzó la guerra civil española, 18- 07-36, y las del día que terminó, 01-04-39, daría el día que moriría el general Franco. Murió un día más tarde del pronóstico: 20-11-75. Quien así hablaba mantenía que no se había equivocado, sino que se había ocultado su muerte durante un día por las llamadas razones de Estado. ¿Verdades, o mentiras, o simples casualidades? Son cosas que te hacen pensar... ¡como si tuviésemos nuestra muerte predeterminada por operaciones aritméticas con cifras de fechas influyentes en nuestras vidas!.

Aquel era un Centro dependiente del Estado. Y curiosamente, a la muerte de Franco, se sacó a un balcón principal la bandera con crespón negro, y, nos dieron tres días de vacaciones. ¡Raro luto!. Alguien pedía que resucitase para morirse otra vez :-) .

Ya tenía tomada esa decisión, y tras las vacaciones de Navidad no volví al Centro. Escribí una dura carta al Director culpándole de todo cuanto allí pasaba, por dejación de sus obligaciones. Su vivienda estaba adosada al edificio, pero tenía una puerta independiente. Nos daba una asignatura, pero, aparte del tiempo de clase, él se estaba en su casita con su mujer sin inmiscuirse para en cuanto pasara en el colegio. Mi carta era dura, pero nunca podría calificarse de irrespetuosa. Sin embargo, él no se molestó en responder, y sólo obtuve el silencio. ¡Qué cosas pasaban en los organismos estatales! ¿Será diferente en democracia?.

Tras esto, decidí quedarme definitivamente a trabajar en casa, con la familia. Por cuestiones de tener trabajo para todos no había problema. Compramos un segundo tractor, arrendamos algunas fincas más, y construimos una nave de 240 metros cuadrados para guardar grano y maquinaria.

Un año después de quedarme definitivamente en casa a trabajar con mi familia, y casi casualmente como describí en la primera parte de esta autobiografía, me diagnosticaron Ataxia de Friedreich. Esto, lejos de apesadumbrarme, pues nunca se me dijo la verdad, y yo seguía sin pensar que fuera una enfermedad progresiva y con el cuento de llegar a mis 50 años sin silla de ruedas, supuso un alivio. Por lo menos, podía dar un nombre a cuanto me pasaba. El Neurólogo de Burgos nos explicó a mi hermana y a mí que no existía tratamiento para esta enfermedad, pero que fuésemos por la consulta si necesitábamos ayuda psicológica. Yo no necesité tal clase de ayuda, y pasaron más de tres años sin que visitase a un médico. En honor a la verdad, nunca me imaginé la realidad de una ataxia de Friedreich y sus verdaderos efectos. Simplemente pensaba que era una persona con deficiencias y tenía que vivir con ellas. Y la silla de ruedas pronosticada para mis 50, estaba muy lejos y no merecía la pena amargarse con ese pensamiento porque no sabía si iba a durar 50 años. Y fueron, al menos, tres años bastante estables y felices.

Durante este tiempo, me refugié en mi trabajo. Él era mi vida y mis sueños. Con él vivía y dormía. Si el campo requería mi trabajo, partía para allá de madrugada, o a veces antes . Si no era temporada alta en las labores del campo, sin necesidad de despertador, a la 6:00, antes que mis padres, ya me levantaba e iba a la cuadra (establo) a comenzar la tarea del cuidado de los animales. Ellos se quejaban medio en bromas: "¡Es que este chaval no nos deja dormir1". El trabajo eran mis 24 horas del día. Bueno sí, casi, también había momentos de relación con los demás... las partidas de cartas de las que era un buen jugador de mus... y meriendas en la bodega de las cuales era el máximo instigador... etc. Las meriendas a veces eran consecuencia de apuestas, pagaban los perdedores. Eso no me importaba en absoluto jugarlo, es más, buscaba esta clase de apuestas. Pero siempre me negué a jugar dinero... eso no tenía para mí relación alguna con el esparcimiento relajado. (Esta foto la tomé a unos 300 metros de mi casa cuando ya utilizaba silla de ruedas).

Evidentemente, un principiante en ataxia, con caminar de ebrio, con cara de jovencito, y con una constitución física poco desarrollada, no tenía nada qué hacer en el terreno de las mujeres. A mis problemas personales mencionados, se unía la ausencia de mujeres en el mundo rural y los prejuicios de ellas a caer en un mal sitio por la dureza de la vida del campo. Toda mujer abandonaba sistemáticamente los pueblos antes de los 15 años. Y si volvía de vacaciones, tenía buen cuidado de no enrollarse con alguien cuyo futuro fuese la agricultura. Eso se inculcaba de padres a hijos: "- Mira, hija, como tu madre, ni hablar, esto ya es lo último". Digamos que en aquellos tiempos ser labrador era casi como tener el SIDA actualmente. Y mis compañeros o siguen solteros o se han casado muy tarde, cuando la profesión de agricultor se ha suavizado y, por otra parte, la crisis de empleo ha asomado a las ciudades. Por ello, debido a mi escaso desarrollo físico y a mi incipiente ataxia, mi caso con las mujeres estaba perdido de antemano y no merecía la pena ni luchar por él. Era inútil.

Los domingos y festivos, los sábados eran día de trabajo, íbamos a la ciudad o alguna población grande. Al principio hubo una gran convivencia entre todos los jóvenes del pueblo (féminas no había) e íbamos todos juntos armando grandes juergas y algarabías por donde pasábamos. ¡Que le pregunten al guardia municipal de Aguilar de Campoo!. Poco a poco, los diferentes gustos nos disgregaron. Había algún grupo bebedor y pendenciero con quien difícilmente se podía alternar. Ni yo podía beber, ni era válido para las pendencias que a veces armaban. Como el más débil siempre me hubiera tocado cobrar :-) . No obstante, la relación con los otros grupos del pueblo era muy buena... nos tomábamos una cerveza juntos y después cada uno a lo suyo...Yo iba casi siempre con el mismo amigo. Las discotecas eran para mí un potro de tortura. A veces aguantaba el tipo y en su interior bromeaba mucho. Mi amigo, romántico empedernido, se lanzaba a pedir bailes, pero era inútil. Una de las bromas consistía en lanzarle una apuesta sobre el número de calabazas. Yo iba detrás cotando entre risas. Siempre le ganaba. Un día estuvo con una chica y quedó citado para el próximo domingo. Pregunté por ella a algunos conocidos. Me dijeron que mi amigo no tenía nada que hacer: aquella chica tenía novio... tendría algún enfado momentáneo y le estaba utilizando como objeto de celos. No dije nada a mi amigo de tan desilusionante hallazgo.

Al domingo siguiente, ella no estaba en la discoteca. Nos dijeron que era la fiesta de su pueblo (en la provincia de Palencia). Allá fuimos a las verbenas, pasada la una de la madrugada. Como yo me temía estaba con su novio y se ocultaba de mi amigo. Los días anteriores había llovido incesantemente de una forma extraordinaria. En aquel terreno completamente llano había grandes charcos por todas las partes. Yo, en la semioscuridad de la noche, iba mirando por la ventanilla y comentando con mi amigo la gravedad de tal situación para los cultivos de cereales. A pesar de la escasez de luz en las vistas laterales, acabé convencido de que por allí no habíamos ido. Evidentemente estábamos perdidos: nos costó un rodeo de 40 Km. más de los previstos.

Las discotecas me solían producir malos efectos: Probablemente sea cosas de esas luces llamadas psicodélicas, yo tendía a aislarme y a quedarme solo en medio del gentío, en algún rincón de la oscuridad... miraba a mi alrededor y veía otro mundo en el cual yo no cabía... me invadía la tristeza... y no pocas veces acababa llorando. Algunas veces incluso no lo soportaba y me marché al cine solo, y volvía luego a la discoteca al finalizar la película para que mis amigos no lo supiesen, y mentía a sus preguntas.

- ¿Pero dónde te metes?. Te hemos estado buscado.

- ¡Si yo siempre he estado aquí!.

Punto y aparte merecen mis encontronazos con gilipollas que, por mis dificultades de equilibrio, me han querido partir la cara por borracho. Incluso en una ocasión me han zarandeado apretándome por el cuello. No hace falta decir que era a ellos a quienes les sobraban las copas. O también he hallado bares donde se han negado a servirme antes de saber que iba a pedir una Coca-cola. ¡Gajes del "oficio" de paciente de ataxia!.

La única vez que bailé con una mujer fue así: Sucedió en una población Palentina a 40 o 50 kilómetros de aquí, Aguilar de Campo, donde ibamos a menudo porque había muchas chicas de aquella comarca: por existir dos fábricas de galletas donde trabajaban. Yo me mofaba, en bromas, de mis compañeros:

- Pero qué ambiente ni qué cuernos, si vosotros sólo veis a las mujeres de lejos.

Yo estaba a la orilla de una pista de baile hablando con un chico del pueblo que trabajaba en la ciudad y había venido a casa de sus padres por las fiestas de Navidad. Él me gasto una broma y dijo a una chica:

- Dice éste que si quieres bailar con él.

Yo creí que se trataba de su novia, y no podía negarme. Un minuto después los compañeros de esta chica estaban coreándonos con palmas y diciendo cosas poco agradables de oír como "límpiale los mocos". Y no porque yo llevase mocos, sino por mis apariencias de jovencito. Y es fácil suponer que ella tuviese al menos tres años menos que yo.¡Como para decirse "per sécula seculorm... y un rato más. Amen!. A mí no me pillan más veces en esto de bailar".

En 1980 construimos un nuevo establo. Yo pensaba que aún me quedaban muchos años antes de la llegada de la silla de ruedas, y las nuevas instalaciones serían una ventaja para suplir mis deficiencias. De todas formas, la construcción significaría una reducción del trabajo en el cuidado de los animales para mi familia. Mis ideas iniciales sobre el proyecto quedaron reducidas a la mitad, pues resultó imposible conseguir un terreno colindante... que se negaron a vendernos... con total independencia del precio que estuviéramos dispuestos a pagar. Esta negativa era absurda, pues el propietario lo tenía y sigue teniendo valdío. Ni nuestras ofertas monetarias ni de permuta de fincas consiguieron mover su rotunda decisión negativa. Aún así, construimos adaptándonos al espacio disponible.

(Continuar).

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