EPÍLOGO DE UNA MUERTE ANUNCIADA.
Por Bartolome Poza Expósito,
paciente de Ataxia de Friedreich

Las Palmas,
iluminadas por las luces de la noche,
parecen brillantes,
salidas del insondable Océano Atlántico...
Fulgor de esmeraldas en la oscuridad...
Oasis de agua que brota de la nada...

Nardos de rocío acarician mi cuerpo
envuelto en el aroma yodada
de la aurora luminosa de la isla canaria.
Constelaciones celestes,
en el infinito,
se difuminan en el amanecer.

Que el tiempo quede suspendido en el tiempo.
Que la vida se detenga.
La luz, que hiere las pupilas del alma,
hace ansiar el suave instante de lo eterno.

Todo parece igual y no lo es.
Como la muerte...
siempre es diferente.
La mente se duerme cuando llega el día,
con sonidos invisibles...
etéreos...

Jardines de terciopelo besan mi boca,
como las abejas la miel,
succionando el dulce néctar de la vida,
que camina errante...
a ninguna parte.
Bella flor de la existencia,
que duerme en el olvido del olvido.

Mirando el cielo,
mis ojos,
cansados de mirar,
se pierden en la dulce claridad del recuerdo.

El alma es golpeada, sin piedad,
por el hastío de la memoria confusa.
Sombras irreales viven en la mente.
El miedo a lo desconocido aterra...

No queda nada de lo vivido:
está agazapado en una gruta de sombras,
oculto en la oscuridad,
prendido en el vació de la soledad.

La memoria yace en penumbras de un amanecer incierto.
¡Es la grandeza de la Creación!
Misterio de una vida que termina,
pidiendo perdón en su delirio y desatino.
¡No comprendes que has vivido!
¡No queda más que el olvido!

Quiero volver a ser el niño
que nació desafiando los infortunios y miserias
de una época de difícil niñez...
juventud, trabajo, alegrías y penas.

Renacer en la tierra donde, por primera vez,
vi el cielo azul radiante de un caluroso día de verano.
Nutrirme con el aire que respiraban
mis recién estrenados y débiles pulmones.

Aromas de tomillo,
alhucema, romero,
sierras, montes,
valles, ríos,
olivos, estrellas...
Jódar...
¡Mi pueblo!

Vuelve el arco iris de colores,
radiante entre las tormentas,
como epílogo de una muerte anunciada:
Hondo suspiro del cuerpo dormido.

El suave viento del alba da vida a mi alma,
aventando las cenizas de una noche incierta.
De lo que fui... no queda nada.
Luz de ansiedad espiritual,
tras el naufragio, vuelve a mí.

En silencio, los párpados...
blandamente cubren mis ojos:
dos luceros tristes y ciegos,
como ascuas encendidas antaño,
se apagan y se pierden...
errantes.

Es la charca de la vida...
puente de esperanza,
roto por la distancia...
Símbolo de un paisaje que no volverá.
Es hora de partir.
De andar otro camino,
sin recorrer...
desconocido...

Todo se diluye suavemente...
Se va de puntillas...
sin apenas ruido...
sin fuerzas para retener nada,
cuanto más se quiere en esta vida.

Eco de la eternidad silenciosa.
Sonido infinito del principio de los siglos...
Palpito de nosotros mismos.
¡La vida!.

(Barcelona, febrero de 2004).



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