DISCIPLINA: Por Bartolomé Poza Expósito, paciente de Ataxia de Friedreich

Una noche, me presenté al oficial de guardia, para hablar con él... no recuerdo sobre qué. Yo creía que iba a ser sumamente fácil (desde luego, yo me atrevía a todo). Más o menos: saludo militar... pedir permiso para exponer algo... hablar con él... darle las buenas noches... gracias... otro saludo militar... y adiós. Todo fue completamente distinto a cuanto pensaba. ¡Me tuvo media hora entrando y saliendo de su tienda por no hacerlo correctamente! Cada vez que había una nimiedad que no estaba a gusto de aquel oficial exigente, me hacía volver a empezar. En fin, hasta que no lo hice perfectamente, tal y como mandan las ordenanzas (o a gusto de aquel tipo), no dejé de entrar y salir de la chabola.

El reglamento decía: pedir permiso antes de entrar.... pasar una vez concedido... hacer el saludo... pedir lo que se desea... esperar a que lo concediera o denieguen... y a la orden de "¡retírese!", cuadrarse... y hacer de nuevo el saludo. Sí, sí. ¡En fin, es más sencillo contarlo, que pasarlo!. Sobre todo si te encuentras algún oficial latoso, dedicado a fastidiar a los reclutas.

Otra noche, se formó un revuelo de mil diablos. Tuvimos que estar castigados hasta las diez de la noche corriendo a paso ligero. La causa fue que un recluta, haciendo caso omiso de las órdenes que nos habían dado (posiblemente no había entendido), le dio por fregar la marmita en inmenso tonel de agua destinada exclusivamente para utilizar como agua potable. Ya nos habían advertido que no lo usáramos para lavar las marmitas ni otros utensilios.

Solamente, interrumpieron el castigo de "paso ligero" porque se desmayó un recluta. Le dio un mareo, y lo tuvieron que llevar urgente al Hospital, ya que el corazón se le había trastornado.

Hay oficiales que abusan de los castigos y necesitan demostrarse su superioridad haciéndose los duros.

Por contra, y como de todo en la vida, también hay oficiales de gran humanidad. Una tarde, en clase de teórica, me preguntó el teniente, Joaquín García Arroyo, si sabía leer, escribir, un poco de matemáticas, y si tenía buena vista. Contesté satisfactoriamente. Me preguntó cómo me llamaba, anotó mi nombre en una libreta, y me dijo que me prepara para un cambio de destino. Desde ese momento, comenzaron para mí cien días de vacaciones:

Me trasladaron a Santa Cruz de Tenerife para hacer un curso de telemetría. Según nos dijeron, servía para medir el terreno para el ejercicio del tiro de morteros. Además, valía para otras muchas cosas, pero esto lo sabría más tarde.



Volver al índice de "Mi pequeño diario".