INFANTERÍA DE CANARIAS nº 50: Por Bartolomé Poza Expósito, paciente de Ataxia de Friedreich
Día 20/07/1960, miércoles: Nada más llegar a las Palmas de Gran Canaria, nos subieron al campamento de destino en
una furgoneta. Tuve la agradable sorpresa de no ser el mismo que dejé meses atrás en esta ciudad. Éste era el de los
veteranos. Comparándolo con el otro, parecía un pueblo pequeño, pero ampliamente habitado.
Ya estoy escribiendo mi diario en riguroso directo, aunque alguna vez escriba en pasado: pues he de hacer las
anotaciones por la noche, guiándome por la memoria, cuando ya han tenido lugar los acontecimientos.
Nos presentamos al oficial de guardia, el teniente Risley. Nos mandó incorporarnos a nuestras respectivas Compañías.
Siguieron las sorpresas. Me reencontré con todos los paisanos, dejados meses atrás... y uno más: Andrés Raya Rico,
mi primo Raya. Era de la familia... de mis primos hermanos por parte de madre: Manolo, Pedro, Isabel, Bartolomé,
Juan, Antonia... hijos de mi tío "Bartolillo el de López" y mi tía Isabel. A pesar de ser todos quintos, él se había
incorporado a filas más tarde que nosotros a causa de enfermedad. Nos abrazamos con sincera alegría. Llevábamos
un tiempo sin vernos.
Andrés, Flores, José, y yo. (Plaza de Santa Catalina, Las Palmas).
Aquella noche, José me llevó a su chabola a dormir. ¿Dormir? Aquí fue donde tuve mi primera batalla con las pulgas.
Cuando amaneció, apenas pude dormir, ya que toda la noche la pasé rascándome, tenía el cuerpo lleno de picaduras.
Parecía "un Santo Cristo".
Día 21/07/1960, jueves: Tocaron diana. Desayunamos. Después, me entregaron todo cuanto necesitaba un soldado: El
Mosquetón, Nº 2498... correaje... cartucheras... traje de guardia... y de paseo (también servible para desfilar). Como la
vez anterior: todo el ropaje me lo dieron sobrado de medidas. Cabían tres como yo. No es extraño, dada mi escasa
estatura. En esta entrega, al contrario que la vez anterior, sí tuve que aprender el oficio de sastre, arreglándomelo yo solito.
Entre otras muchas cosas, me dieron un pequeño cuaderno del Regimiento Infantería Canarias Número 50, titulado:
"Lo que debe de aprender el recluta y no olvidar el soldado". Comenzaba así: "COMPORTAMIENTO: Perteneces al
mejor Regimiento de España. Tú tienes que ser el mejor soldado. Es muy fácil conseguirlo. Cumple siempre con
exactitud lo que te ordenan. Ayuda a tus compañeros en todo cuanto necesiten. Todos pertenecéis a una misma
familia, la del Regimiento... etc., etc.". Y, como cosas curiosas, decía: "Vestido de uniforme, nunca lleves las manos
metidas en los bolsillos. No te sientes en el suelo ni calles o plazas públicas. No ir cogidos del brazo o dándose bromas
de mal gusto. Cede la acera a los impedidos o inválidos, a las señoras, a los ancianos y a tus superiores. En los
autobuses o vehículos de servicio público cede el asiento a las mismas personas que se ha indicado anteriormente. Ni
en los bares, tabernas, ni en la calle, debes cantar ni gritar, observando siempre la compostura debida"... etc. Era todo
un largo reglamento que, incluso, explicaba el cuidado y manejo del armamento que normalmente utilizábamos.
Por la tarde fui, acompañado por mis paisanos, fui a llevar un encargo que me dio el sargento Fierro (el de Tenerife),
para su hermano (comandante de Artillería). Vivía en Las Palmas, C/. El Faro, nº 91.
Me presenté ante él con toda la educación que cabe en un "paleto" como yo. Me recibieron con especial amabilidad.
Estaba acompañado por su esposa. Me invitaron a sentarme, ofreciéndome una bandeja poblada de unos bocadillos
que, a la vista de ellos, se me oscureció hasta el pensamiento. ¡Desventurado de mí! Por educación, cogí el más
pequeño. Contuve el apetito de no comérmelo en un santiamén. Y despacio, pero con premura, di cuenta de él. ¡Estaba
tan exquisito que me hubiese comido toda la bandeja!.
Estuvimos hablando. Me preguntó de dónde era, y bastantes cosas sobre mi familia. Le conté en pocas palabras lo más
esencial de mi vida. Me preguntó también si me apetecía una copa de coñac, o un vaso de vino. Como buen andaluz,
acepte lo último. Por el olor, y el sabor que tenía para el paladar, deduje que era "Moriles" el vino que me dieron.
¡Quitaba el hipo! Después de saborearlo, me dieron las gracias, y preguntaron si había ido solo. Respondí que no, que
a la puerta había unos paisanos, esperándome. Entonces, en un gesto de generosidad, me dieron un bocadillo para
cada uno de ellos.
Me ofreció su valiosa ayuda para lo que necesitara, y hasta quiso interceder para licenciarme... según me dijo,
atendiendo a un ruego de la carta de su hermano, el sargento Fierro, que acababa de entregarle. Tal era el mencionado
recado. Era posible el licenciamiento de un soldado, antes de tiempo, si en la solicitud se aducía que resultaba
necesario para su familia, siempre que fuera acompañada de una justificación de tal necesidad, y de una
recomendación de un alto cargo militar. Por tanto, este comandante no se estaba tirando faroles. Sin darme tiempo a
pensarlo detenidamente, aunque ni siquiera supiera bien lo que estaba diciendo yo mismo, decliné, amablemente, su
ofrecimiento, diciéndole que me gustaba el servicio militar -?-. Al fin y al cabo, lo más duro para mí (ser recluta), ya
había pasado (ahora era veterano). Me despedí, contento, por el recibimiento.