AUTOBIOGRAFÍA DEL AUTOR Por Bartolomé Poza Expósito, paciente de Ataxia de Friedreich

Me llamo Bartolomé Poza Expósito. Tengo 70 años. Soy el mayor de cinco hermanos por parte de madre, y el décimo por parte de padre (ambos q.e.p.d.)... ya que, cuando se casaron, mi padre era viudo y tenía ocho hijos de un anterior matrimonio... más uno que murió en la Guerra Civil Española, llamado Bartolomé... por el cual llevo yo su nombre. En la actualidad, vivimos siete hermanos, cuatro varones y tres hembras.

Nací en Jódar. Es un pueblo agrícola olivarero de Andalucía, en la provincia de Jaén. Vine al mundo en el barrio de "Andaraje" y en el nº 125 de la calle, Juan Martín. Jódar está situado entre Bedmar y Úbeda, a nueve kilómetros del río Guadalquivir, y a la sombra de Sierra Magina... con olivares, valles, eras, y huertos, por alfombra.

Vine a esta tierra cuando más calor hacía (a decir de mi madre). A juzgar por la partida de nacimiento, fue el domingo día 28 de agosto del año 1938. Y añado yo: que vine a la grupa de un flaco caballo por el hambre y bajo la guadaña de la muerte, de nombre Guerra Civil.

Con brumas de guerra e insatisfacciones encubiertas de venganzas ruines, odios sin justificación alguna, envidias y ganas de hacer daño, llegaba la postguerra. Cómo una inmensa familia, mutilada de sentimientos por las heridas e ideologías disimuladas, sufrimos además el hambre y la miseria en toda su crudeza.

Todo cuanto aquí escribo, no es de oídas: lo he sufrido en mis propias carnes siendo un niño, y con la inocencia de un niño. Fueron tiempos malos, a pesar de que hubo gente maravillosa (poca), que nos ayudó a salir de aquel laberinto sin salida por la escasez de alimentos.

Desde el día en que vine a este mundo y vi la luz del sol, me aferré a él con todas mis fuerzas... que muchas no eran. No había donde "caerse muerto", y por eso yo "caí vivo".

Los recuerdos de la niñez yacen frescos en mi memoria con la suave claridad del crepúsculo de la vida y la templanza de una tarde de primavera.

En aquel tiempo, nadie era nadie, y todo lo era todo. Algo podía ser mucho, y bastante, demasiado. Las lágrimas eran ríos, y el llanto, un océano. Las sonrisas eran minúsculas, y las carcajadas, un engaño. Me llaman optimista de sonrisa blanca, pero por dentro iba el llanto. Aún me dicen que no se ve mi herida, pero por dentro voy sangrando. Hay un llanto en el aire, un alma en el cielo. Uno no puede fíarse de nadie, a la mínima, te hacen daño.

He decidido por fin, después de mil trabajos y dolores, hacer lo que quiero. ¡Escribir!. Tener la moral bien alta, hablar, aunque sea con el silencio de la palabra escrita. Dar gritos con la mecanografía, estar diciendo "algo", ser optimista (no en exceso). Percibir que, aunque la herida sangra, sigo caminando.

Desde los primeros años de la infancia, recuerdo tiempos difíciles, de hambre, trabajos, y necesidades. Más en mi casa, mientras vivió mi padre, (murió en el año 1951, a los 72 años), no recuerdo desconsuelo alguno, aunque sí una copla, entre otras, que, por su letra, lo decía casi todo sobre aquellos tiempos. Se cantaba, más o menos, así:

"Habas puse el lunes, / habas puse el martes, / el miércoles habas, / el jueves guisantes, / el viernes con bichos, / el sábado "con carne". / El domingo garbanzos puse / por si me convenía, / viendo que no me convino, / habas puse al otro día. / Si no fuese por las habas, / dónde estuvieramos ya, / camino del cementerio / con la carita tapá. / Habas puse el lunes...".

Aquellos años de niñez fueron de bienestar económico, ya que mi padre era viajante y ganaba lo suficiente para comer. Pero en los años 1945-47, solo había hambre y miseria por todas partes... y estraperlo.

Mi infancia es como una nube de recuerdos que de vez en cuando deja llover el dulce bienestar de las evocaciones. Años de nieves, juegos de críos, hambre por doquier, mitigada en parte por todas las hierbas comestibles del campo, que algunas ni siquiera figuran en el diccionario, pero nosotros conocíamos como la palma de la mano, al igual que los animales (gardochas, matalauva, pan de pastor, moras de zarza y de árbol, alcauciles, collejas, hinojos, caretos, alcaparras... y toda clase de aves y animales de tierra, que se criaban en el campo.

Hambre en todos los sitios: Niños/as, desnudos, con liendres y piojos hasta en las cejas. La miseria se aceptaba como cosa natural en nuestras vidas. Para mí era gracioso matar aquellos parásitos que más tarde se trasformaban en tiña. Recuerdo que para librarnos de aquellos insectos, mi madre "cocía" la vestimenta y después nos entreteníamos en buscarlos en las costuras de la ropa. Era nuestro alivio, un suspiro de felicidad, desprendernos de los bichos. Si embargo, pronto se esfumaba la tal dicha: puesto que, al siguiente día, teníamos otros vecinos contagiados por otros niños. Corría el año 1945.

Continúo con mis recuerdos. Todo sucedía dentro de la normalidad: sí la normalidad era ver a un niño de 5 o 6 años de edad comer tierra.

Así pasaba mi niñez. Tengo grato recuerdo de mi primera comunión, en las escuelas de Los Grupos (escuelas subvencionadas por el Gobierno). Recuerdo darnos de desayuno, después de ella, chocolate con unos bollos pequeños... y la inmensa alegría y el candor de un niño de 6 o 7 años haciendo su primera comunión.

Todo se derrumbó cuando falleció mi padre el día 2 de septiembre del año 1951. Quedamos huérfanos... sin tener de "caliente" nada más que la lumbre y los rayos del sol. Fueron años de mucho trabajo y penuria para no tener que ir a la cama sin haber cenado.

Sería una biografía demasiado extensa para contar todo. No puedo extenderme por la premura de mi progresión en la enfermedad. Aunque, poco a poco, la estoy escribiendo, mientras la ataxia me lo permita, con el nombre de "Surcos en el corazón". Ya he pasado en limpio un diario que escribí en la mili con el nombre de "Mi Querido Diario".

Pasaron los años de la niñez, y me convertí en un mozalbete (no demasiado alto). Y me enamoré de la que hoy es mi esposa.

Me llevaron al servicio militar, allá por los años 1960-61. Hice la mili en Las Palmas de Gran Canaria, (Infantería Canarias Nº 50). Y en Tenerife hice un curso de Telemetría (en los Rodeos). Allí, el trabajo no faltaba... ni las pulgas tampoco. A cambio, teníamos para vestir caqui de lujo y ropa de soldado, más tres comidas diarias (engordé 5 kilos). Estuve casi 17 meses, pues no tuve permiso por no tener recursos económicos y estar tan lejos de casa (tres días y medio en un barco no demasiado lujoso).

El día 8 de agosto del 19 61 regresé a mi casa licenciado. Con mil trabajos y endeudado, me casé a los 25 años con mi novia, Bibiana (el sábado 28 de septiembre del 1963, sábado). Nuestro primer hijo, a quien pusimos por nombre Bartolomé, nació el jueves 9 de julio del 1964.

Yo creo que la Ataxia me la habían despertado en una operación de amígdalas que me hicieron en la mili. Pero, ¿quién sabe?. Lo cierto es que ya a esa edad me sentía raro, sin saber los motivos que causaban aquellas anomalías.

En junio de 1965 emigré desde mi pueblo, yo solo, buscando en tierras catalanas un mejor vivir. En el pueblo no había trabajo la mitad del año.

Arribé a Santa Coloma de Gramanet. Me coloqué de cartero interino, con la ayuda de mi hermano Manolo. Gané, en los 52 primeros días, unas 5.000 pesetas, más las propinas.

Tres meses más tarde, traje a mi familia a mi lado. Nunca debí haberlos sacado del pueblo. Pero la vida viene así... y así hay que torearla: con pies, cabeza, y manos... como se pueda.

Ganaba 3.000 pesetas al mes, y pagábamos 1.500 por una habitación alquilada, de unos 12 metros cuadrados de dormitorio (con derecho a cocina). La cuna del niño tuvimos que meterla bajo la cama de matrimonio, porque si no, no cabía en aquella pequeña habitación.

Me acuerdo, entre muchas cosas, de anécdotas (que de anécdotas no tienen nada, porque tenían lugar a diario) de varios hechos insólitos: como es el de no poder afeitarme con un maquina eléctrica (que me regalo mi hermana Cecilia para mi boda), porque el dueño de la habitación alquilada me dijo que sólo tenía derecho al gasto de luz de una sucia bombilla que usábamos por la noche antes de acostarnos.

También recuerdo que otra propietaria no quiso alquilarnos una habitación porque llevábamos un niño, y ella decía sólo querer alquilarla a matrimonios sin hijos.

Así fuimos caminando entre realquileres de un sitio para otro durante unos cinco años. Comiendo como podíamos, y yendo de vacaciones al pueblo con las extras de Navidad... ya que las 3.000 pesetas mensuales de sueldo no daban para mucho, por más que las tratáramos de estirar. ¡Cómo sería la cosa de boyante, que, por todo capital, tuve un día un duro (cinco pesetas) que me mandó mi suegro en una carta! Pero no podíamos regresar al pueblo, con un estrepitoso fracaso, después de cinco años.

Dios aprieta pero no ahoga. Vino en ayuda nuestra, en forma de trabajo para mi querida esposa, cuando más falta hacía. La colocaron en una portería, por mediación de una señora propietaria, que vivía donde yo repartía de cartero (Doña Madronita Andréu de Klein... que Dios la tenga en su gloria por lo buena que fue con nosotros). ¡Todo cambió, como de la noche al día!.

Nos dieron vivienda (por 14 horas diarias de trabajo, más otras 10, al día "de guardia") en la Calle Bailén, de Barcelona. A mí aquello me pareció un palacio, acostumbrado a vivir en las pequeñas habitaciones alquiladas, con derecho a cocina. Era un ático de unos 52 metros cuadrados, distribuidos en cuatro habitaciones, water, cocina, y una bonita galería. Eso sí, no nos dieron nada gratis: durante muchos años, trabajamos 365 días al año, y 366 si la anualidad era bisiesta.

¡Ya teníamos dos sueldos que sumaban 6.500 pesetas... más las propinas! Pero no teníamos muebles donde comer, ni dormir. Todo nuestro ajuar se había quedado en el pueblo. Aunque todo se iba solucionando sobre la marcha: Por mesa teníamos unos ladrillos con sus respectivos asientos también de ladrillo, que hacían su apaño. Para dormir, compramos una cama por mil pesetas. Y unas viejas sacas de correos servían para que durmiera nuestro hijo.

Todo se iba arreglando económicamente, poco a poco. Y hubo hasta para comprar libros, y algún otro gasto extra que nos apetecía.

Pasaron los años con mil trabajos. Repartía la correspondencia en El Tibidabo... y siempre llevaba la ataxia "a cuestas" como una coraza de las huestes del Rey Arturo.

A los diez años de casados nos llegó un segundo hijo, el 27 de junio del 1974, (jueves), a las tres de la tarde. Le pusimos por nombre Francisco. ¡Era tan amplio aquel "palacio" donde vivíamos, que nos faltaba otro niño!.

Todo era felicidad a pleno pulmón. Mientras, mi Ataxia de Friedreich se hizo tan ostensible que ya casi no podía trabajar de cartero repartidor.

Un día el Administrador (Don José María Espasa i Civil) se ofreció para hacernos el trabajo más soportable. Yo, ni corto ni perezoso, me presenté en su despacho, pidiendo, primero, permiso para entrar.

Me escuchó atentamente. Me tomó los datos, y me dejo ir. A los dos días, él mismo me llamó (ya se había informado sobre mi persona). Primero, me pidió perdón por su equívoco, ya que, a primera vista, me había tomado por borracho. Se interesó por mí. Viendo que no tenía curación, me dio opción a elegir trabajar sin jefes que me atosigaran.

Le pedí un puesto en una estafeta cerca de casa, (Sucursal 34, paseo San Juan número 196. Con gran sorpresa de los jefes, no falté al trabajo ni un sólo día, hasta el fatídico día 11 de septiembre del 1988, (sábado). Ese día a las seis de la mañana moría en accidente de tráfico mi hijo Bartolomé, de 24 años, en un pueblo llamado Bellpuig (Lérida). Él conducía el coche, ya que era su dueño. Con él murieron tres amigos. Sin embargo, el que iba de copiloto salió ileso. Y nunca ha querido saber nada del accidente.

Francisco tenía 14 años cuando, por primera vez, conoció la tragedia de la muerte en el cuerpo sin vida de su hermano (a los 31 años aún no lo ha superado... tampoco nosotros). ¡Es lo más cruel que les puede pasar a unos padres que adoraban a su hijo: sobrevivir a su muerte. Pero la vida ha sido siempre muy dura para nosotros, y la hemos vivido con optimismo hasta ese funesto día en que aprendió el corazón a llorar, y el alma a sentirse demasiado pesada en mi cuerpo que, con mil problemas de salud, muere sentado sobre una silla de ruedas. ¡Pero es tanto el amor que tengo por la vida, que la vivo en cada segundo, minuto, hora, día, años, aunque sea entre dolores y quebrantos!.

A aquella estafeta del paseo San Juan, acompañado de mi querida esposa, estuve yendo a diario, durante 12 años. Hasta el día 10 de octubre del año 1990 en que me dieron de baja por gran invalidez.

La primera vez que me senté en una silla de ruedas sentí una inmensa felicidad por ser un poco autónomo y por dejar de arrastrarme por calles y plazas.

Pasaron los años. Estuvimos 33 en la portería. Con pena, dejamos el cargo y la vivienda un año antes de la jubilación de mi querida esposa, para poder cuidarme las 24 horas del día. Pasamos a residir a un piso de propiedad de mi hijo Francisco.

Esta es la radiografía de una vida que muere por seguir viviendo con todas las fuerzas del alma. La imagen literaria de un cuerpo menudo, que apenas puede moverse, pero sigue soñando. La Ataxia de Friedreich y otras enfermedades que la acompañan han hecho presa de él desde hace más de 40 años. Sin embargo, aún no han podido impedirle hacer cualquier cosa que esté al alcance de sus manos.

Gracias a Dios, que es Él quien me "cuida". La ciencia médica no ha conseguido nada más que hacerme daño con cientos y cientos de pruebas, pero no han podido quitarme la ataxia de encima.

Mi secreto ha sido el no dejar a la enfermedad vivir: Estar siempre activo... tener la cabeza en su sitio, y no dejar que penetre en ella la ataxia, a pesar que hubiera tenido motivos para arrojar la toalla. La enfermedad sabe que me tiene seguro, pero solamente de cuerpo. La prueba de cuanto acabo de decir está bien clara. Estoy escribiendo en el ordenador, sin saber hacerlo... machacando tecla a tecla con una sola mano, porque la otra, la derecha, apenas la puedo mover.

Por último pido perdón por las muchas y excesivas incorrecciones que pudiera haber tenido en este texto. No obstante, si a alguien mi escrito le sirviera para algo, me sentiría contento de saber que tanto trabajo escribiendo en mis condiciones físicas, no ha sido en vano, y ha tenido su premio. (Bartolomé Poza Expósito).